agosto 24, 2022
Cuando decidí dedicarme al servicio misionero cristiano a los 20 años de edad, albergaba el profundo anhelo de hallar un puesto, un huequito destacado y singular. Quería que el Señor se sirviera de mí para realizar algo trascendente con lo cual pudiera demostrarme a mí mismo y a los demás que de verdad amaba al Señor y estaba profundamente consagrado a Él. Ansiaba poseer lo que veía que otros poseían: gran talento para tocar música, o quizá una aptitud excepcional para la ilustración o tal vez simplemente el magnetismo para dirigir y motivar a otros. Quería desempeñar una función importante, un cargo directivo, o poseer unas dotes fácilmente reconocibles.
Mi batalla interior se alargó cuando sospeché que eso simplemente no iba a ocurrir, al menos en el corto plazo. Fui tomando conciencia de que yo, ni modo, tenía ninguno de esos dones y talentos que envidiaba en los demás. Al mismo tiempo, sin embargo, amaba sinceramente a Jesús y siempre había creído en entregarle lo mejor de mí. Me tardó bastante tiempo aprender que podía estar cerca del Señor y sentirme muy realizado sin poseer ninguno de esos dones manifiestos que veía en otras personas, y que además todo el mundo libra sus propias luchas con respecto a esos dones y a esas vocaciones.
Dios se nos acerca en nuestros sufrimientos, en nuestras carencias, en nuestra hambre espiritual, cuando somos víctimas de rechazo, aislamiento o de alguna injusticia. «Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón; Él salvará a los contritos de espíritu»[1].
El Evangelio nos revela que los ángeles acudieron a servir a Jesús y le infundieron fuerzas cuando fue duramente tentado en el desierto por 40 días; algo parecido ocurrió también en el huerto de Getsemaní[2]. Varios otros pasajes bíblicos describen episodios en que Dios o los ángeles aparecen en auxilio de gente que se halla en verdaderos aprietos. El Señor dijo al apóstol Pablo que esa asistencia e infusión de fuerzas desde el Cielo es lo que lo sostendría[3]. La gracia de Dios ha sostenido a muchos santos y puede sostenernos a cada uno de nosotros. Con ella hasta podemos recabar alegría del Señor en medio de nuestras penas y dificultades terrenales, amén de regocijarnos siempre[4]. Nuestro gozo profundo y duradero no es temporal ni pende de las circunstancias; emana de la luz del Evangelio que brilla en nuestro corazón[5].
Por mucho tiempo yo descartaba las fórmulas de felicidad que Jesús expuso en las bienaventuranzas al principio del Sermón de la Montaña[6], por considerarlas inalcanzables. Entendía hasta cierto punto que ser pacificador, o tener hambre y sed de justicia, pudiera proporcionarnos dicha. Pero ¿ser pobre en espíritu? ¿Llorar y estar triste? ¿Padecer persecución? ¿Que te insulten y te maltraten? ¿Ser mansos y afables frente a la crueldad? Eso iba a contrapelo de lo que otros me habían recalcado, era tan contrario a lo que murmuraba mi propio corazón, tan contrapuesto a la narrativa cultural de este mundo.
Las bienaventuranzas que Jesús pronunció, las gracias que entregó en ellas, describen la vida celestial para la cual apenas estamos empezando a ser moldeados.
J. R. Miller escribe:
La mansedumbre no es una gracia fácil. La verdad es que ninguna gracia brota fácilmente. Esta caracteriza la vida celestial para la cual se nos está moldeando. Nada excepto una revolución moral y espiritual producirá en nosotros las cualidades celestiales. Lo viejo debe morir… para que lo nuevo pueda vivir. Las gracias espirituales no son simples rasgos de la naturaleza humana, educados y cultivados hasta devenir en bondad y dulzura; son transformaciones producidas por el divino Espíritu.
Una antigua profecía, expresada en una visión del reinado del Mesías, retrató al lobo morando con el cordero, al leopardo echado al lado del cabrito y al ternero y el joven león en estrecha compañía. Independientemente de lo que se diga sobre el cumplimiento literal de esta profecía en cuanto a la subyugación y la domesticación de animales feroces, esta profecía tiene un cumplimiento más sublime en la regeneración del alma humana realizada por la acción del Evangelio. Lo lobuno que hay en la manera de ser y temperamento del hombre se transforma en corderil docilidad.
La mansedumbre cristiana, por ejemplo, es un lobo convertido. La naturaleza humana es rencorosa. Cuando recibe un golpe, devuelve el golpe. Cuando es objeto de agravio, exige indemnización. «Ojo por ojo y diente por diente» es su ley. No es natural que una persona soporte ofensas con paciencia, que se entregue sin resentimiento a actos de desconsideración, que perdone agravios o insultos sin abrigar rencores[7].
Tras años de espera para entender —al menos con mayor amplitud— el significado de las bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña, me llegaron por correo dos libros muy económicos que me dieron esa comprensión más profunda que buscaba sobre el tema. Se trata de The Master’s Blesseds, de J. R. Miller, y Studies in the Sermon on the Mount de Oswald Chambers.
Nos conviene estudiar detenidamente las bienaventuranzas que brotaron de los labios de nuestro Señor mientras estuvo aquí. Enseguida nos impactan por lo contrarias que son a los preceptos de este mundo. Discrepan totalmente de las fórmulas de felicidad de los hombres. Van a contrapelo de las máximas que rigen a la sociedad humana y que impulsan las ambiciones de la humanidad[8].
Es fácil olvidar la presión que ejerce el mundo sobre nosotros para hacernos conformar a su modo de pensar y de ver las cosas y cómo, sutilmente, este desestima lo que el Señor nos enseña en Su Palabra. La única posibilidad que tenemos de seguir emulando las cualidades del reino de las que nos habló Dios es manteniéndonos cerca de Jesús.
Cuando me inicié en el servicio al Señor dediqué horas y horas a cultivar mi talento artístico con esperanzas de llegar a ser un distinguido dibujante. Me tomó meses comprender que eso simplemente no iba a suceder. Más adelante llegó un tiempo en que pensé que podría trabajar mi talento con la guitarra y descollar en ello. Invertí muchas horas en ese empeño hasta que por fin me di cuenta de que era una ilusión.
Así pues, acepté finalmente mi puesto y deberes comunes y corrientes y con el paso de los años he llegado a darme cuenta de que mis decepciones juveniles sirvieron para acercarme al Señor y conocerlo con mayor profundidad y satisfacción. Aprendí que la puerta del servicio a Él está vinculada con cultivar una relación íntima y vigorosa con Él. No tienes que ocupar una posición destacada ni poseer un talento relevante. La condición previa para que se nos abra una puerta de servicio grande y eficaz es tener un gran amor por Jesús. En mi caso, Dios me indicó con delicadeza que las virtudes y fortalezas que alguna vez pensé que serían estupendas no eran lo que Él tenía planeado para mí. Así aprendería a apoyarme más en Él, tener buena conexión con Él y cultivar Sus virtudes.
[1] Salmo 34:18.
[2] Mateo 4:11; Lucas 22:43.
[3] 2 Corintios 12:9.
[4] Filipenses 4:4; 1 Pedro 1:6; Colosenses 1:24.
[5] 2 Corintios 4:6.
[6] Mateo 5:3-11.
[7] The Master's Blesseds: A Devotional Study of the Beatitudes, by J. R. Miller, 1905.
[8] Íbidem.
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