mayo 9, 2022
Sabiendo que individualmente todos los seres humanos están hechos a imagen de Dios, ¿qué implicancia tiene eso en nuestra vida cotidiana? ¿Es importante? ¿Debería afectar nuestra forma de pensar y nuestros actos? La respuesta es sin duda que sí.
El hecho de ser los únicos seres vivientes creados a imagen y semejanza de Dios demuestra que los humanos somos especiales a Sus ojos. La Biblia afirma que la humanidad es la obra cumbre de la creación física y que Dios puso al hombre en la tierra para que la gobernara y la cuidara.
«¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar.»[1]
Dios dispuso que los seres humanos fueran diferentes de todas las otras criaturas físicas. Los colocó por encima de ellas y los dotó de características singulares. Aunque nos creó junto con todo lo demás, al hacernos a Su imagen nos hizo diferentes de las demás criaturas. Nos creó como seres únicos y nos infundió íntimamente el aliento de vida[2].
Somos seres personales creados por Dios con la capacidad de establecer una relación con Él y con otros seres humanos. Al dotarnos de cuerpo y espíritu, nos hizo a la vez seres físicos y espirituales. Y aunque todos los humanos hemos pecado contra Él, nos ama tanto que dispuso un medio para que la humanidad se reconciliara con Él gracias a la vida, muerte y resurrección de Su Hijo, Jesús.
Dios nos ama y valora como criaturas que llevamos Su imagen. Dado que Dios valora a los humanos, cada uno de ellos tiene un valor intrínseco, esencial. Eso debería motivarnos a estimar a cada ser humano. Todos los humanos —independientemente de su sexo, raza, color de tez o credo— fueron creados iguales. Cada persona lleva en sí la impronta de Dios y debe ser respetada y tratada en consecuencia. Ni la posición social ni la situación económica menoscaban el valor intrínseco de una persona.
Los autores Lewis y Demarest lo explican de la siguiente forma:
El valor y la importancia temporales y eternos de cada persona son inestimables. Siendo criatura de Dios hecha a imagen de Dios, el hombre tiene un valor intrínseco inalienable. Ese valor trasciende con creces el de su extraordinario cuerpo o el hecho de ser el animal superior de la tierra. No se ve mermado cuando por alguna razón y por algún tiempo deja de ser útil a la sociedad, ya sea en el seno de su familia, su iglesia o su país. Todo ser humano viviente tiene un valor intrínseco —independientemente de que sea rico o pobre, hombre o mujer, culto o no, de tez clara u oscura—, pues se trata de una persona espiritual, activa, cuya existencia no tiene fin, como Dios[3].
Los recién nacidos, los niños, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, los que sufren minusvalías mentales, los nonatos, los hambrientos, las viudas, los presidiarios, aquellos con quienes no coincidimos, aun nuestros enemigos, cada ser humano, cualquiera que sea su condición, circunstancias o creencia religiosa, se dignifican por ser portadores de la imagen de Dios y por tanto merecen, y se le debería garantizar, la misma honra y respeto de parte de los demás seres humanos.
Ver a los demás como portadores de la imagen divina debe librarnos de todo prejuicio racial, religioso o de cualquier otra índole. Debe motivarnos como individuos a ver y tratar a los demás con respeto, cualesquiera que sean nuestras diferencias.
Además debe llevarnos a mirar nuestra propia persona con respeto y dignidad. Tener presente que Dios nos ama y nos valora nos debiera ayudar a valorarnos mental, física y espiritualmente. Debe motivarnos a tener una mirada positiva de nosotros mismos, a cuidarnos físicamente y a nutrir nuestro espíritu con cosas sanas y edificantes. Debe recordarnos la santidad de nuestra propia vida y por ende impedir que nos hagamos daño en modo alguno.
Es preciso que reconozcamos que, a pesar de nuestras debilidades o fracasos personales, de cómo percibamos nuestra valía o nuestro aspecto físico, educación o capacidad intelectual, Dios nos valora y por tanto debemos valorarnos a nosotros mismos.
Tener conciencia de que Dios valora a los seres humanos, que nos ama y vela por nosotros, debe impulsarnos a valorar a la humanidad, a reconocer la valía de cada persona, incluida la nuestra, y a hacer lo que podamos por vivir en armonía y en paz con los demás. En resumidas cuentas, debemos amar al prójimo y velar por él, pues eso mismo hace Dios.
Además de amar y velar por los demás y velar por nosotros mismos, en vista de que se nos dio dominio sobre la tierra, somos responsables de velar por sus recursos y emplearlos sabiamente. Cuando Dios creó la tierra y todo lo que hay en ella, dice que Él vio que estaba bien. Luego puso al hombre a cargo de ella para que la cuidara. Ya que Dios nos dio potestad sobre esta tierra, es nuestro deber administrar bien el medio ambiente y hacer uso equitativo y prudente de sus recursos para beneficio de toda la humanidad. Debemos valorar la tierra como parte de la creación de Dios y no explotarla codiciosamente o ponerla en peligro, menoscabarla o destruirla.
El pecado generó un cisma con Dios y trajo aparejado un grave deterioro de la imagen y semejanza de la humanidad con relación a Dios. El pecado afectó negativamente nuestra conciencia, nuestra capacidad de cumplir con la voluntad de Dios, nuestro deseo de alinear nuestra voluntad con la de Dios, nuestros procesos racionales, nuestra facultad de tomar decisiones, nuestras motivaciones, etc. La Palabra de Dios dice que desde que el pecado se instaló en la humanidad, somos esclavos de él.
Por medio de la salvación volvemos a nacer espiritualmente. Nos hace nuevas criaturas en Cristo, y afecta profundamente nuestra vida. La salvación nos libera de la esclavitud del pecado; y mediante la infusión del Espíritu Santo, Dios alojado en nosotros, hace posible que vayamos adquiriendo mayor semejanza a Cristo. Jesús fue la imagen de Dios en la tierra; en la medida en que nos volvemos más como Él, nuestra imagen y semejanza a Dios se intensifican. «El cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de Su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados. Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación.»[4]
Ir pareciéndonos cada vez más a Cristo es un proceso gradual que se va dando progresivamente por obra del Espíritu Santo en nuestra vida. «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor»[5].
Aunque el hecho de ser cristianos no nos exime de pecar, la salvación nos libra del dominio que tiene el pecado sobre nosotros. Morimos al pecado en el sentido de que tenemos la capacidad de superar actos o patrones de comportamiento pecaminoso. «Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación y, como fin, la vida eterna»[6].
La salvación no nos vuelve inmaculados; sin embargo, a medida que maduramos en nuestra vida cristiana y en nuestra relación con el Señor —proceso que la teología denomina santificación— estamos en mejores condiciones de resistir el pecado. En esta vida nadie puede alcanzar un estado de perfección inmaculada, pues el pecado no será completamente erradicado. La santificación, o profundización de nuestra relación con el Señor, es un proceso por el cual una persona regenerada, que depende de la ayuda de Dios, se esfuerza por crecer espiritualmente y por obedecer y aplicar la Palabra de Dios en su vida[7]. Al crecer espiritualmente, podemos transformarnos progresivamente más a la imagen de Dios. Al crecer y madurar en nuestra fe, exhibimos el fruto del Espíritu de Dios en nuestra vida.
Los cristianos que maduramos en la fe podemos llegar a ser más como Jesús y por ende manifestar más la imagen y semejanza de Dios con que fuimos creados. Siendo portadores de Su imagen, deberíamos esforzarnos por ser más como Él. Como testigos Suyos, debemos reflejarlo para que los demás lo vean a Él en nosotros y deseen llegar a conocerlo.
«Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»[8].
Publicado por primera vez en agosto de 2012. Adaptado y publicado de nuevo en mayo de 2022. Leído por Gabriel García Valdivieso.
[1] Salmo 8:4–8.
[2] Génesis 2:7.
[3] Gordon R. Lewis y Bruce A. Demarest, Integrative Theology, Vol. 2 (Grand Rapids: Zondervan, 1996), 172.
[4] Colosenses 1:13–15.
[5] 2 Corintios 3:18.
[6] Romanos 6:22.
[7] J. I. Packer, Concise Theology (Tyndale House Publishers, 1993), 170.
[8] Mateo 5:16.
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