Una actitud de humildad

marzo 21, 2022

Peter Amsterdam

[An Attitude of Humility]

«Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia.»  Colosenses 3:12[1]

En el mundo antiguo de los griegos y los romanos, la humildad se consideraba un rasgo negativo. La cultura del honor y la vergüenza que imperaba por entonces exaltaba el orgullo, mientras que la humildad era vista como indeseable.

No obstante, Jesús redefinió la humildad. Él, que era el Hijo de Dios, se humilló a Sí mismo asumiendo forma humana. Con ello enseñó que si Él mismo, pese a lo enaltecido que era, exhibió humildad, los creyentes también debíamos emular esa disposición. Sus seguidores de la iglesia primitiva, basándose en las enseñanzas y el ejemplo que Él dio, aprendieron a tratar la humildad como una virtud, una importante virtud moral, y un rasgo fundamental del carácter cristiano.

Jesús no solo predicó sino también practicó la humildad: «¿Cuál es mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pero Yo estoy entre vosotros como el que sirve.»[2] «Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»[3].

Los diccionarios definen la humildad de diversas formas; por ejemplo, actitud que nos libera del orgullo y la arrogancia, no considerarse mejor que los demás, tener un concepto modesto o bajo de la propia importancia. La percepción cristiana de la humildad cobra un sentido más profundo, puesto que se basa en nuestra relación con Dios. En su libro Remodelación del carácter, Brazelton y Leith presentan una definición de humildad desde una perspectiva cristiana: «La humildad es consecuencia natural de tener una idea precisa de quién es Dios y una correcta perspectiva de quién eres tú en relación a Él.»

¿Y quiénes somos nosotros para Dios? Somos Sus hijos díscolos, quebrantados, pecaminosos, incapaces de alcanzar plena rectitud ante Dios. Pero a pesar de nuestro quebranto, Él nos ama incondicionalmente. No nos merecemos Su amor: es un regalo de gracia, un favor Suyo que no merecíamos. Siendo pecadores no podemos reclamar Su amor; así y todo, Él nos lo concede. Envió a Su hijo a morir por nosotros movido por el profundo amor que nos tiene. Saber que se nos ama a pesar de nuestros pecados causa un poco de vergüenza. Nos sabemos indignos de Su amor y, sin embargo, Él nos ama. Eso nos ayuda a sentirnos seguros en nuestra relación con el Creador. El amor y aceptación divinos son la base de nuestra autoestima.

Dado que el Señor nos ama incondicionalmente, podemos ser sinceros con Él y con nosotros mismos en cuanto a nuestros puntos fuertes y puntos débiles. Al fin y al cabo, ninguno de los dos altera el amor que Dios abriga por nosotros. Él no nos ama más por nuestras aptitudes ni menos por nuestras debilidades. Sabernos aceptados por Dios nos hace más fácil tener una visión realista de nosotros mismos. Podemos estar cómodos con lo que somos y no pensar que debemos avergonzarnos por tener debilidades o que debemos ocultarlas, y tampoco creer que debemos inflar nuestras fortalezas.

Randy Frazee escribió: «El creyente tiene un fuerte sentido de la propia valía y una posición de identidad segura como quien ya no tiene necesidad de elevar la carne o inflar el orgullo personal»[4].

Sabernos amados de Dios nos permite tener una clara impresión favorable de nosotros mismos, porque estamos seguros en Dios y en el amor incondicional que nos profesa. Al tener esa seguridad que nos proporciona el amor de Dios, reconocemos que no hay motivo para pretender exaltarnos a Sus ojos ni a los ojos de los demás.

Como individuos creados a imagen de Dios y amados singularmente por Él, podemos tener plena confianza en nuestro propio valor. Estamos en condiciones de reconocer con toda franqueza tanto nuestras fortalezas como nuestras debilidades, nuestras dotes como nuestros hábitos negativos. Debemos esforzarnos por tener un concepto realista de nosotros mismos, sin pensar que somos ni maravillosos ni horrorosos. No debemos ensalzarnos en orgullo ni tampoco ningunearnos. Ambos extremos, tanto creer que todos son mejores que nosotros como considerarnos mejores que todo el mundo, son viciosos.

La humildad reside en medio de esos extremos. Reconocer que somos valiosos para Dios, que nos ama, nos creó y nos ha dotado de dones y habilidades puede servir para evitar que nos despreciemos y que tampoco nos creamos el centro del universo, que somos mejores y más dotados que los demás. Como dijo Rick Warren: «La humildad no es pensar menos de ti mismo; es pensar menos en ti mismo»[5].

Si tenemos humildad admitiremos que somos pecadores igual que todo el mundo y por ende no nos creeremos más dignos de amor ni menos responsables de demostrar amor por los demás. La humildad nos libra de preocuparnos por el prestigio o categoría, rasgos físicos o atractivo, éxito o fracaso y muchas otras ansiedades que acarrean el orgullo y el afán por estar a la altura de los demás.

La humildad aparece salpicada a través de las Escrituras. Se nos llama a vivir con humildad y mansedumbre[6]; a considerar al otro como más importante que nosotros mismos[7]; vivir siempre con humildad; revestirnos de humildad; humillarnos bajo la poderosa mano de Dios[8]; andar humildemente con nuestro Dios[9]; buscar la humildad[10], y ser de espíritu humilde[11].

La Biblia pondera repetidamente la humildad y expone la actitud positiva que Dios tiene hacia ella. La honra precede la humildad[12]; bienaventurados los mansos, porque recibirán la tierra por heredad[13]; Dios salvará al de mirada humilde y da gracia a los humildes[14].

En su carta a los filipenses, el apóstol Pablo habló de la humildad de Cristo: «No hagan nada por rivalidad ni por vanagloria, sino estimen humildemente a los demás como superiores a ustedes mismos; no considerando cada cual solamente los intereses propios, sino considerando cada uno también los intereses de los demás. Haya en ustedes esta manera de pensar que hubo también en Cristo Jesús.»[15] En algunas traducciones la última oración dice «Haya en ustedes esta actitud» o «La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús». Ser humilde es tener la actitud de Cristo, la manera de pensar de Cristo. Al adoptar una actitud humilde y desechar el orgullo, buscamos volvernos más como Jesús.

Pablo destaca entonces que Jesús nos proporcionó el mejor ejemplo de humildad verdadera.

«La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a que aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y, al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.»[16]

Ahí se nos indica que nuestra manera de ser debiera ser similar a la de Jesús, que la actitud que debemos exhibir es semejante a la que tuvo Jesús. ¿Y qué actitud era esa? Pese a que Jesús tenía el mismo carácter y preponderancia inherentes y el mismo rango o categoría que Dios, hizo todo eso a un lado y asumió la condición de siervo encarnándose en un ser humano. Aunque hubiera podido reclamar poder y gloria, como se evidencia cuando el Diablo lo tentó en el desierto, Jesús prefirió rebajarse y se humilló hasta el punto de prestarse a ser cruelmente torturado y ejecutado como delincuente común, todo por amor a nosotros.

Gracias a lo que hizo, Dios lo exaltó en sumo grado. Eso dice la traducción textual de este pasaje. Cuando se nos dice que Jesús tiene un nombre que está por sobre todo nombre, se infiere que se le concedió el más alto rango o dignidad de todos. Se entiende que postrarse y confesar que Jesucristo es el Señor significa declarar que es soberano sobre el Universo entero.

Durante Su ministerio, Jesús hizo muchas obras portentosas. Sanó a los enfermos, expulsó demonios, dio de comer a 5.000 personas multiplicando cinco barras de pan y dos pescados y caminó sobre las aguas. Cuando fue detenido, Él dijo que podía pedir a Su Padre que le enviara doce legiones de ángeles para protegerlo: tales eran Su habilidad, poder y jerarquía. No obstante, se humilló a sí mismo, vivió Sus días con sumisión a Su Padre y eludió la gloria que muchos quisieron adjudicarle.

Si deseamos imitar más a Jesús, nos esmeraremos por revestirnos de humildad, y si lo hacemos, resultaremos bendecidos por el Señor.

«Revístanse todos de humildad en su trato mutuo, porque “Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes”. Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los exalte a su debido tiempo.»  1 Pedro 5:5-6

Publicado por primera vez en mayo de 2017. Adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2022.


[1] A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995.

[2] Lucas 22:27.

[3] Mateo 23:12.

[4] Frazee, Randy, Pensar, actuar, ser como Jesús (Editorial Vida, 2014).

[5] Rick Warren, Una vida con propósito: ¿Para qué estoy aquí en la tierra? (Vida, 2012).

[6] Efesios 4:2.

[7] Filipenses 2:3.

[8] 1 Pedro 5:5-6.

[9] Miqueas 6:8.

[10] Sofonías 2:3.

[11] 1 Pedro 3:8.

[12] Proverbios 15:33.

[13] Mateo 5:5.

[14] Job 22:29; Santiago 4:6.

[15] Filipenses 2:3-5.

[16] Filipenses 2:5-11 (NVI).

 

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