febrero 7, 2022
La salvación y alojamiento del Espíritu Santo ocasiona una transformación de nuestro espíritu; anulan el poder que el pecado ejerce sobre nosotros, lo cual propicia el proceso de crecimiento espiritual que cambia nuestra naturaleza esencial interior. El proceso de que nuestros pensamientos, palabras, acciones y actitudes sean reflejo de Cristo no es algo que se da espontáneamente; exige una transformación interior consciente. El apóstol Pablo lo expresó diciendo: «Despójense de su vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; [...] renuévense en el espíritu de su mente, y [...] revístanse de la nueva naturaleza, creada en conformidad con Dios en la justicia y santidad de la verdad»[1].
Entonces, ¿qué hacemos para renovarnos en el espíritu de nuestra mente, para revestirnos de la nueva naturaleza?
Un factor clave es creer lo que enseña la Escritura. El tipo de creencia que produce una transformación continua no es una a la que otorgamos un mero asentimiento o reconocimiento intelectual. Es más bien una que se convierte en un pilar de nuestro modo de vivir. Una cosa es creer que Dios existe; otra muy distinta es vivir con el Creador como centro de nuestra existencia, de manera que nuestras decisiones y actos se basen en la relación que sostenemos con Él. Creencia en este contexto significa convicción y compromiso para vivir lo que profesamos.
A continuación expongo algunas creencias clave que desempeñan una importante función en cuanto al cometido de imitar a Cristo:
Creencia en Dios: La Escritura enseña que Dios existe; de la nada, creó el mundo (el universo) y todo lo que en él hay; es personal; es trino —un Dios en tres personas—; participa activamente en el mundo creado[2], aunque no forma parte de ese mundo[3]; ama y vela por el mundo y los que lo habitan; ama y vela por nosotros, Sus hijos[4], y se entremezcla en nuestra vida diaria; es bueno y experimentamos Su bondad en nuestra vida; y aunque no todo en la vida es bueno y no siempre entendemos por qué suceden algunas cosas, depositamos nuestra confianza en Él, ya que Sus caminos son más altos que nuestros caminos[5].
Nuestro Creador desea que entablemos una relación amorosa con Él. No obstante, el pecado y los afanes de este mundo compiten por nuestros afectos y deseos. Existen muchas distracciones que desvían nuestra lealtad, foco de atención y deseos, apartándolos de Dios. A menudo nos vemos ante el dilema de impulsar nuestra adhesión y culto a Dios, o recurrir a cosas que nos alejan de Él y tornarlas en el objeto de nuestro culto. Sabiendo que Dios quiere que resistamos el mal, acudimos a Él en busca de la gracia y el poder para hacerlo, y ponemos de nuestra parte resistiendo y venciendo el pecado en nuestra vida.
Redención: Movido por Su amor hacia la humanidad, nuestro amoroso Dios creó un medio para restablecer nuestra unión con Él. A pesar de que éramos pecadores y estábamos en rebelión contra Él, abrió una vía para que se nos perdonara y nos reconciliáramos. Reconociendo en Cristo al Salvador llegamos a ser hijos de Dios. Gracias a la bondad, el amor y la clemencia divinas tenemos vida eterna[6].
En Cristo: Por medio de la salvación estamos «en Cristo». «Pero gracias a Él [Dios] ustedes están unidos a Cristo Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra sabiduría»[7]. Estar en Cristo significa que eres miembro del cuerpo de Cristo[8], hijo de Dios y heredero de Su reino[9], un templo que sirve de morada a Dios[10], una nueva criatura[11] y un ciudadano del cielo[12]. Conocer estas verdades nos da confianza de que formamos parte de la familia de Dios; Él es nuestro Padre; Jesús, nuestro Salvador, y el Espíritu Santo habita dentro de nosotros. Somos seres humanos perdonados y amados por el Dios Todopoderoso. Ya que estamos en Cristo, podemos expresar quiénes somos en Él sin tener que demostrar quiénes somos nosotros.
Vida eterna: Poseer vida eterna significa que viviremos para siempre. La Escritura nos revela que al morir, nuestro cuerpo retornará a la Tierra, pero nuestro espíritu seguirá con vida. Enseña que habrá un juicio, pero quienes hayan recibido a Cristo obtendrán el perdón de sus pecados y serán considerados libres de culpa en el día del juicio[13].
Leyendo, creyendo y practicando la Biblia —la Palabra de Dios— aprendemos las verdades que revela. Dentro de sus páginas Dios nos ha entregado el conocimiento de Sí mismo, Su plan de salvación, y nos ha impartido instrucción sobre cómo encauzar nuestra vida de tal manera que corra paralela con Su voluntad. La Biblia establece nuestras creencias y guía nuestros actos. Posee autoridad en el sentido de que nos ofrece la pedagogía divina acerca de cómo relacionarnos con Él, la diferencia entre el bien y el mal, lo que es agradable a Sus ojos y lo que no es. A medida que se nos va revelando, la verdad de Dios representa el prisma por el cual vemos el mundo: un medio de guiarnos a tomar decisiones acordes con los principios divinos, adoptar actitudes acertadas y vivir en alianza con Dios.
Estas creencias elementales —a la par que muchas otras contenidas en las páginas de las Escrituras— adquieren la condición de piedras fundamentales sobre las cuales basamos nuestras decisiones y actos; configuran nuestra cosmovisión y en consecuencia rigen nuestro modo de vida. Constituyen una suerte de hoja de ruta que nos guía en la dirección indicada. Con el tiempo, nuestro modo de pensar, sentir y actuar se irá transformando y amoldando a Cristo cada vez con mayor intensidad. La causa medular de esa transformación se basa en lo que Dios mismo nos ha revelado en la Escritura. El cambio que se opera en nosotros obedece a que creemos lo que Dios nos ha dicho por medio de la Escritura y actuamos según ello.
Cuando realmente creemos en un Dios amoroso, personal y todopoderoso, confiamos en Él y damos crédito de que puede hacer y efectivamente hará lo que ha prometido. Él nos guiará, y de vivir conforme a los principios enunciados en Su Palabra, tendremos la confianza de que estamos actuando dentro del marco de Su voluntad y de que obtendremos los beneficios que ello acarrea, tanto en esta vida como en la eternidad.
Cuando creemos que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, reconocemos que Dios, en Su persona, entraña una comunidad perfectamente amorosa. Al comprender que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, reconocemos que como seres humanos debemos actuar con amor y armonía dentro de la comunidad. Nuestra familia, nuestros amigos, colegas, vecinos, otros creyentes y los habitantes de nuestra localidad y del mundo son todos miembros de colectividades a las que pertenecemos. Se nos llama a amar a otros como nos amamos a nosotros mismos y a tratarlos como queremos que nos traten a nosotros.
Cuando creemos que Dios ama a cada ser humano como persona creada a Su imagen, entendemos que todos tienen valor. Eso nos lleva a respetarnos a nosotros mismos y a respetar a los demás, sin distingos de religión, raza, situación económica, afiliación política ni ninguna otra distinción.
Entender que Dios es santo y que nada impuro puede acceder a Su presencia nos induce a vivir con gratitud hacia Él por habernos redimido. De no habernos facilitado Dios el camino de la salvación mediante la muerte y resurrección de Cristo, no tendríamos relación personal con Él y estaríamos privados de la salvación y de la infusión del Espíritu Santo. Recibiríamos la paga del pecado, que es la muerte, en lugar del don de Dios, que es la vida eterna[14]. En cambio, gracias al regalo que nos ha hecho, podemos llevar vidas marcadas por la alegría, sabiendo que sostenemos una relación con Dios y que nos ha perdonado los pecados. En señal de agradecimiento deseamos complacerlo, vivir para Él, ser un reflejo de Él y Su amor para los demás y transmitirles las buenas nuevas de la salvación. Habiendo obtenido el perdón de nuestros pecados, perdonamos también a otros por los pecados cometidos contra nosotros.
Estar en Cristo nos da conciencia de nuestra propia valoración, no basada en lo que realizamos, sino en el valor que tenemos para Dios. No tenemos que demostrar nada ni menospreciar a otras personas para reafirmar nuestro ego o prestigio.
Saber que gozamos de vida eterna cambia nuestro modo de vivir el presente. Saber que viviremos con Dios por la eternidad debería motivarnos a vivir con esperanza, aun en momentos de prueba. Por difícil que sea nuestra vida, sabemos que el tiempo presente no es más que un instante comparado con la eternidad.
Si realmente damos crédito a lo que dice la Biblia y hacemos el esfuerzo de aplicar esas verdades a nuestra vida, experimentamos una continua transformación. Si de veras creemos las enseñanzas de la Biblia y logramos que nuestro ser interior, corazón, mente y espíritu armonicen con esas creencias, entonces nuestros pensamientos, deseos, sentimientos, decisiones y actos externos reflejarán esas creencias. Cuando creemos la Escritura, edificamos nuestra vida sobre un cimiento roqueño y además tenemos la convicción para vivir según esos ideales. Es precisamente viviendo esos ideales que llegamos a ser más como Jesús.
Publicado por primera vez en agosto de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en febrero de 2022.
[1] Efesios 4:22-24 (RVC).
[2] Hechos 17:28.
[3] 1 Reyes 8:27.
[4] 1 Juan 3:1.
[5] Isaías 55:9.
[6] Juan 3:16.
[7] 1 Corintios 1:30 (NVI).
[8] 1 Corintios 12:27.
[9] Romanos 8:17.
[10] 1 Corintios 3:16.
[11] 2 Corintios 5:17.
[12] Filipenses 3:20.
[13] 1 Corintios 1:7,8.
[14] Romanos 6:23.
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