enero 5, 2022
A un periodista le preguntaron si se había liberado de alguna creencia durante estos meses. Él respondió: «En cierto sentido esta pandemia me hizo dejar de creer que tenía varias cosas bajo control»[1]. No es la primera persona que expresa que la propagación del coronavirus por el mundo nos ha enseñado que no tenemos dominio de la situación y que ni la ciencia ni los seres humanos tenemos todas las respuestas. Es decir, estamos descubriendo lo vulnerables que somos.
Expertos de distintas disciplinas han abordado el tema de nuestra vulnerabilidad. María de la Luz Casas Martínez, del Centro Interdisciplinario de Bioética de la Universidad Panamericana de Ciudad de México manifestó:
«La pandemia por el nuevo virus COVID-19 ha cimbrado a la humanidad por sus graves repercusiones en múltiples campos; no solamente en el de la salud, sino también en el económico, político y social. Desde la perspectiva ética, las crisis siempre llevan a la reflexión y en este caso ha sido evidente el reencuentro con un aspecto de la condición humana, la vulnerabilidad. La sociedad actual, hedonista y autónoma extrema, ha tratado de olvidarse de este aspecto, que la incomoda, pero que no puede ser ignorado bajo esta terrible crisis.»
La pandemia nos ha recordado nuestra vulnerabilidad y precariedad, nuestra impotencia ante las grandes catástrofes y lo mucho que dependemos de Dios. Es como si el Altísimo hubiera dicho: «Alto. Reconozcan que Yo soy Dios. Que las naciones me exalten»[2].
Cuando Dios nos mira desde el círculo de la Tierra, aquí parecemos como hormigas, como langostas, dice el profeta Isaías[3]. La sabiduría humana ha quedado en muchos aspectos por los suelos, truncada, trizada, toda vez que si no la basamos en Dios, resulta inútil.
Esta vulnerabilidad nos ha mostrado los límites de nuestra autosuficiencia frente a cataclismos y catástrofes. Nos ha enseñado igualmente que los seres humanos fallamos. El coronavirus desnudó la fragilidad de nuestros sistemas de salud.
Por otra parte, la conciencia de nuestra vulnerabilidad ha tenido otros corolarios positivos: Nos ha llevado a ser más compasivos, más solidarios con el prójimo. Empatizamos más con los sufrientes y en general ha traído como consecuencia un acercamiento entre los seres humanos. Mi esposa y yo, mi hermana y muchos de nuestro círculo de amigos nos hemos visto presa como nunca de ese sentimiento de vulnerabilidad. Antes andábamos por la vida como si nada. Muchos que llevaban una vida normal, sin mayores cuestionamientos y que daban por sentada su existencia, de pronto se vieron cara a cara con la muerte.
Tal es el caso de nuestro amigo Patricio que enfermó del COVID y estuvo intubado 2 semanas. Cuando salió de allí, era un hombre más humilde, más dependiente de Dios. O Erik, un padre de familia bastante joven, que desde hacía años tenía relegado a Dios, pero enfermó y estuvo muy grave. En su desesperación sintió el toque amoroso de Dios que le devolvió la vida y la salud física y espiritual.
Esa sensación de vulnerabilidad es de las mejores cosas que nos pueden pasar, pues despedaza ese cuento de que todo lo podemos. Es el síndrome de la Torre de Babel, esa idea de que adquiriendo conocimientos somos invencibles y podemos tocar los cielos[4]. Es la lección que Dios nos tiene que enseñar a cada generación. Cada vez que pecamos de esa soberbia Dios nos recuerda nuestra condición, que somos polvo y nada más[5], y nos pone nuevamente en nuestro lugar, la humilde condición de seres humanos que dependemos de Él. Con esta crisis, Dios nos ha puesto de rodillas una vez más. Y en hora buena. Hacernos cargo de nuestra vulnerabilidad nos acerca a Dios y nos prepara mejor para las vicisitudes de la vida.
Cuando en nuestra fragilidad e impotencia acudimos a Dios, tomamos mejores decisiones, nos comportamos mejor con nuestros semejantes y evitamos los errores típicos producto del orgullo.
Como dice la canción góspel:
Creí que sin duda yo era el mejor
y que lograría alcanzar mi ilusión.
Pensé que esta vida no me iba a engañar,
mas si no me sostienes no puedo ni andar.
Creía que todo lo había hecho bien
y que por mí mismo me podía valer.
Pensé que era un hombre entero y capaz,
mas si no me sostienes no puedo ni andar.
Si no me sostienes no puedo ni andar.
La cuesta es sin fin y no logro subir.
Aprendí de rodillas a no tambalear.
Señor, si no me sostienes no puedo ni andar[6].
[1] Ramírez, Gonzalo, Revista El Sábado, 2021.
[2] Salmo 46:10.
[3] V. Isaías 40:22.
[4] V. Génesis 11:1-9.
[5] Salmo 103:14.
[6] Traducción de «I Can’t Even Walk (Without You Holding My Hand), Colbert Croft y Joyce Croft.
Copyright © 2024 The Family International