octubre 20, 2021
Lo llamábamos el alemán feliz.
Es que había nacido en Alemania y afirmaba que siempre se sentía feliz. Desde luego es encomiable tener una visión positiva de la vida, y a mí siempre me han animado las palabras del apóstol Pablo, que dijo que había aprendido a contentarse en cualquier situación en que se encontrara. Pero yo no estaba tan convencido de que el alemán feliz hubiera descubierto esa verdad, ya que la infelicidad se le dibujaba en el rostro más veces de las que me gustaría recordar. A pesar de ello, incluso en esos días, él se empeñaba en que era perfectamente feliz. Murmuraba, se hacía el ofendido y decía entre dientes: «No me pasa nada malo… soy muy feliz».
Bien. No hay problema. No me correspondía a mí juzgar su nivel de felicidad. No tengo rayos X para estudiar los lugares profundos y escondidos del corazón del hombre. Ese privilegio le pertenece a Dios. Así que me encogía de hombros y le daba la razón. Pero el apodo pegó rápidamente y nos hicimos amigos. Más o menos.
Todo cambió el día en el que el alemán feliz destrozó mi auto.
—¿Me prestas tu Toyota? El mío está en Alemania y necesito urgentemente ocuparme de un asunto.
¿Quiere que le preste mi Toyota? Bueno, por qué no.
—Solo tenga cuidado —le dije mientras le entregaba las llaves—. El mecánico dice que necesita algunos arreglos.
—No hay problema. Sé lo que hago. A fin de cuentas, soy un conductor feliz.
Pero cuando volvió ese mismo día, no parecía nada contento. Resultaba difícil discernir la expresión de su rostro. ¿Sería vergüenza o una mueca socarrona? No estaba seguro. Esbozó una ligera sonrisa mientras tartamudeaba:
—Yo… eh… retrocedí y choqué contra un árbol.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Se encuentra bien?
Asintió con la cabeza.
—Estoy bien. Pero el coche no.
—¿Qué pasó?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Auto estúpido. Se me resbaló el pie de ese pedal tuyo. Deberías arreglarlo. Por suerte estoy bien. Podría haber sido mucho peor.
Miré estupefacto el auto aparcado delante de nuestra casa y me quedé boquiabierto. El guardabarros trasero había desaparecido por completo y el lugar donde nuestro perro se sentaba a saludar a ladridos a otros conductores quedó reducido a un amasijo de metal retorcido.
—Lo siento —murmuró—. No pude evitarlo. De golpe apareció ahí ese árbol. Lo bueno es que el auto todavía anda.
Me hervía la sangre. Debo admitir que en esos momentos no pensaba como un buen cristiano. Ni siquiera era el hecho de que el vehículo quedara para el arrastre —en particular porque sabía que la aseguradora no pagaría un centavo—; lo que me afectó fue su actitud despreocupada e indolente y la sonrisita impenitente en su rostro cuando dijo:
—¿Me perdonas? No volverá a pasar. Lo siento —se lamió los labios, cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna y agregó—: Lo pagaría si pudiera… pero ya sabe mi situación económica… paso por un mal momento.
Y eso fue todo.
Para hacer el cuento corto, lo perdoné. No enseguida, pero sí con el tiempo. Tuve que lidiar con sentimientos de rencor, pero al final no le di más vueltas. No creo que a él le ayudara mucho, pues su actitud no pareció cambiar, pero saqué una importante enseñanza de todo ello: tomé conciencia de lo que significa el verdadero arrepentimiento.
El arrepentimiento no es solo cuestión de pedir disculpas, sino que debe ser un cambio de corazón que se fundamenta en darse cuenta de la terrible verdad de un error o equivocación. Lo que me hizo reflexionar fue que la actitud de despreocupación indiferente que mostró el alemán feliz al pedir perdón era la misma que yo tengo a veces cuando cometo un error y acudo a Dios. ¿Cómo se debe de sentir Jesús cuando me acerco a Él con un talante que no sea de respeto absoluto, sumisión sincera y arrepentimiento genuino luego de no acatar Sus mandamientos? ¿Es verdad que odio el pecado y temo al Señor como debería? En caso contrario, el Señor, siempre presto a perdonar, en más de una ocasión habrá tenido ganas —aunque sea por un momento— de darme un buen golpe a causa de mi falta de sinceridad, tal como yo quería hacer con el alemán contento. Es una buena lección. Puedo darle las gracias al alemán contento por su ayuda, aunque no estoy del todo seguro que se haya dado cuenta.
«Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, pero habito también con el quebrantado y humilde de espíritu, para reavivar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados.» Isaías 57:15
Copyright © 2024 The Family International