octubre 18, 2021
«Ya no hay distinción entre […] varón y mujer. En Cristo Jesús, todos ustedes son uno». Gálatas 3:28[1]
Al hablar de igualdad de oportunidades y derechos para el hombre y la mujer, en muchas ocasiones lo que nos planteamos en realidad —lo admitamos o no— es: «¿Quién manda?» Hoy por hoy, la competencia, el orgullo, las comparaciones y el descontento ofuscan a mucha gente.
¡Cuánto más agradable sería que en el trabajo y en nuestra vida personal simplemente reconociéramos las dotes, aptitudes y virtudes de los demás; y que sin hacer discriminación de sexo nos esforzáramos por que cada persona estuviera en un puesto en que pudiera sentirse incentivada, a gusto y en condiciones de aportar lo más posible al equipo! Me dirás que es más fácil decirlo que hacerlo, y tienes toda la razón.
En todas partes la gente quiere liberarse. La lucha por la emancipación no es exclusiva de un género. Tanto los hombres como las mujeres tienen necesidad de liberarse. Pero ¿cómo hallamos esa liberación? La clave no está en que el hombre domine a la mujer, ni la mujer al hombre, sino en que todos trabajen en armonía, en unidad, fundidos en el amor de Dios, sirviéndose mutuamente con humildad, cada uno desempeñando su papel, cada uno estimando al otro como superior a sí mismo[2].
Tal vez esto parezca poco realista, una quimera, una utopía, algo que jamás podría plasmarse en este mundo. Dadas las flaquezas propias de la naturaleza humana, ¿cómo hacemos para superar las contiendas, los celos, las divisiones, la competencia feroz, las puñaladas traperas y tantas otras lacras que entorpecen las buenas relaciones?
A lo largo de la Historia, muchos han considerado que los recursos y las cualidades de la mujer se explotan de manera innoble o simplemente se desaprovechan. Aunque en muchos casos esto se ha remediado en cierta medida por la vía de la legislación, todavía siguen existiendo desigualdades, y en algunas sociedades las diferencias son marcadas. La buena noticia es que Dios tiene un camino para la igualdad de género, y es superior a cualquier recurso humano.
En primer lugar —y esto puede ser una sorpresa—, el Creador no ensalza la fortaleza de ninguna persona, sea hombre o mujer. Las fuerzas de un ser humano son sumamente limitadas. La mayor fortaleza, el amor más sublime y las otras virtudes provienen de lo alto, de Dios[3]. Por tanto, quienes de verdad gozan de libertad —sean hombres o mujeres— son los que sacan sus fuerzas de Él.
El Espíritu de Dios mora en todo aquel que ha abierto su corazón a Jesucristo[4]. A medida que uno se entrega más a Él y le rinde su devoción y su voluntad, crece espiritualmente. Así, las habilidades con que Dios lo ha dotado pueden multiplicarse y la persona deja de ser como era antes. Se convierte en una nueva criatura en Cristo, dotada no de fortaleza propia, sino del poder del Espíritu Santo[5]. Aunque uno carezca de fortaleza propia, Dios lo inviste de poder[6]. No es que adquiramos poder por nosotros mismos; Dios obra en nosotros y por intermedio de nosotros. «Pues Dios trabaja en ustedes y les da el deseo y el poder para que hagan lo que a Él le agrada»[7]. Eso es válido para hombres y mujeres por igual.
El Espíritu de Dios obra por medio de personas de ambos sexos. A ellas les da la oportunidad de ejercitar sus dones y aptitudes, y a ellos les hace reconocer y apreciar esos dones y aptitudes sin sentirse desplazados.
La clave de la emancipación bien entendida no consiste en procurar el dominio o el poder, o en que un sexo se imponga al otro, sino en que ambos se levanten mutuamente, en que el hombre asista a la mujer, y ella al hombre, y cada uno aporte según su capacidad. La solución está en el altruismo y la abnegación por ambas partes, en la aceptación de los dones y aptitudes del otro, en el reconocimiento del Espíritu de Dios en cada uno. La Biblia nos enseña que «el más importante de todos es el amor»[8] y «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y Su amor se ha perfeccionado en nosotros»[9].
Cuanto más nos sometemos al Espíritu de Dios, más aspectos descubrimos en los que no tiene por qué haber un cisma entre los sexos. Jesús mora en todos los que lo hemos aceptado. A todos nos concede fuerzas, y obra por medio de todos, sin reparar en nuestro sexo. «A todos [hombres o mujeres] los que creyeron en Él y lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios»[10]. Sus hijos «no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios»[11].
A medida que estrechamos nuestra relación con Dios, percibimos más claramente Su Espíritu el uno en el otro. En lugar de desestimar una opinión por proceder de una mujer o de un hombre, reconocemos más bien que el Espíritu de Dios obra en esa persona.
El amor, el respeto, la confianza, la admiración y el aprecio provienen de Dios. «La sabiduría que desciende del cielo es ante todo pura, y además pacífica, bondadosa, dócil, llena de compasión y de buenos frutos, imparcial y sincera»[12]. Él es el único que puede llevarnos por el sendero que conduce a una igualdad auténticamente liberadora.
Publicado por primera vez en octubre de 1995. Adaptado y publicado de nuevo en octubre de 2021.
[1] BLPH.
[2] Filipenses 2:3; Gálatas 5:13.
[3] Santiago 1:17.
[4] Apocalipsis 3:20; 1 Corintios 3:16.
[5] 2 Corintios 5:17; 2 Corintios 4:7.
[6] 2 Corintios 12:9,10.
[7] Filipenses 2:13 (NTV).
[8] 1 Corintios 13:13 (RVC).
[9] 1 Juan 4:12 (RVR 1995).
[10] Juan 1:12 (NTV).
[11] Juan 1:13 (NVI).
[12] Santiago 3:17 (NVI).
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