abril 19, 2021
«Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a Su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu». 2 Corintios 3:18[1]
Nuestro parecido a Cristo se manifiesta en nuestras decisiones y acciones, pero es consecuencia de cómo somos interiormente. Es algo que se desarrolla en nosotros a medida que somos continuamente transformados en Su imagen.
La clave de esa transformación es el don de la salvación, que hemos recibido gracias a la muerte de Jesús en la cruz. Gracias a Su sacrificio estamos en condiciones de volvernos nuevas personas, nuevas criaturas en Él[2]. Debido a la caída del ser humano a raíz del pecado de Adán y Eva, se produjo una ruptura en la relación original de Dios con la humanidad. Aun así, Dios dispuso una manera de renovar dicha comunión, por medio de la muerte y resurrección de Jesús.
Dios, mediante el sacrificio de Su Hijo, hizo posible que los seres humanos se reconciliaran con Él. La definición de reconciliación es terminación del conflicto o restablecimiento de una relación de amistad después de una disputa. En sus epístolas, Pablo habla de nuestra reconciliación, de que hemos sido incorporados nuevamente a la familia de Dios. «Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por Su vida. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación.»[3]
El costo de restablecer esa comunión fue enorme: el sufrimiento y la muerte de Su propio Hijo, que asumió el castigo de todos los pecados de la humanidad. Nuestra reacción ante el sacrificio que Dios estuvo dispuesto a hacer para devolvernos la comunión con Él debería ser de asombro porque el Creador de todas las cosas desea tener una relación con nosotros, y no escatimó esfuerzos para que eso fuera posible. Hemos recibido la bendición, el honor y el privilegio de tener una relación personal con Dios, y se nos pide que la cultivemos.
Jesús dio ejemplo de cultivar la relación con Su Padre: «Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba»[4]. Aun con lo ocupado que estaba atendiendo a las multitudes, reservaba tiempo para estar con Dios, escucharlo y recibir instrucciones. Jesús dijo: «No puedo Yo hacer nada por Mí mismo; según oigo, así juzgo, y Mi juicio es justo, porque no busco Mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió»[5].
La auténtica comunión con Dios comienza por ponerlo a Él en el centro de nuestra vida y reconocer que la relación que tenemos con Él es la más importante. Teniendo en cuenta todo lo que ha hecho por nosotros, que nos ha adoptado en Su familia y ha posibilitado que tengamos una relación con Él, deberíamos deleitarnos en priorizar a diario nuestra comunión con Él, que implica pasar ratos en Su presencia, comunicándonos con Él, adorándolo, participando de una comunicación recíproca con Él, o sea, dirigiéndonos a Él en oración, pero también leyendo Su Palabra y prestando oído a lo que Él nos dice por medio de ella, y escuchando Su voz cuando nos habla personalmente.
Es vital que prioricemos nuestra comunión con Él, de lo contrario no seremos cristianos saludables que estén creciendo y madurando espiritualmente. Así como físicamente no podemos disfrutar de buena salud si no comemos todos los días, ni podemos mantenernos limpios si no nos bañamos con frecuencia, tampoco podemos mantener sano o limpio nuestro espíritu si no disfrutamos habitualmente de comunión con nuestro Creador. Sencillamente es imposible.
Él puso Su vida por nosotros para que pudiéramos vivir con Él para siempre, así que devolverle una parte de cada día, por amor y en señal de agradecimiento, es lo mínimo que podemos hacer. Sacar tiempo todos los días para pasar un rato con Dios, por mucho que cueste, debería ser un compromiso permanente si queremos disfrutar de comunión y compañerismo con el Señor.
En vez de considerar el tiempo que dedicamos al Señor como una pesadez o una obligación, deberíamos verlo como lo que realmente es: un maravilloso privilegio. Se nos concede acceso a Dios, nuestro Padre en el Cielo; a Jesús, que entregó la vida por nosotros; y al Espíritu Santo, que mora en nosotros. Son ratos para establecer contacto con nuestro Creador y Salvador, que sustenta nuestra vida, nos ama y ha entablado una relación personal con nosotros.
Le reservamos a Dios un espacio de tiempo a diario porque lo amamos, porque merece nuestra alabanza, gratitud y devoción. Por supuesto, también hay beneficios para nosotros. Cuando pasamos ratos de comunión con el Señor, Él responde. Cuando dejamos a un lado las demás actividades y entramos en Su presencia, nos predisponemos para escucharlo y recibir Su orientación. Él puede entonces guiarnos con Su consejo y enseñarnos a hacer Su voluntad[6].
Jesús rezó: «Santifícalos en Tu verdad: Tu palabra es verdad»[7]. Al vivir la verdad contenida en la Biblia nos santificamos, nos volvemos santos. «Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: “Sean santos, porque Yo soy santo”»[8].
Pasar ratos con el Señor enfrascados en Su Palabra es una actividad que nos motiva a crecer y cambiar. Su Palabra nos instruye, nos señala nuestras faltas y pecados, nos corrige, nos cambia y nos lleva a vivir de una forma más recta. A medida que crecemos en nuestra fe, dejamos de hacer cosas que están reñidas con lo que enseña Su Palabra. Al despojarnos de nuestra vieja manera de ser y nuestros pecados, nos volvemos más puros, más como Jesús.
Orar, leer y asimilar la Palabra de Dios, alabarlo y adorarlo, hablarle de nuestra vida —de nuestras esperanzas y sueños, de nuestros triunfos y fracasos—, confesarle nuestros pecados, pedirle ayuda, decirle que lo amamos, prestar oído a lo que Él nos dice… todas esas actividades forman parte de esa comunión, amistad, compañerismo y colaboración que debemos tener con Él.
En el marco de esa comunión es que cultivamos una relación con Él, sustentamos nuestro amor e intimidad y lo llegamos a conocer auténticamente. Cuanto más llegamos a conocerle, más deseamos estar con Él. En el texto del libro de los Salmos encontramos expresiones de ese deseo de comunión con el Señor.
«Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por Ti, Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Oh Dios, Tú eres mi Dios; yo te busco intensamente. Mi alma tiene sed de Ti; todo mi ser te anhela. ¿A quién tengo yo en los cielos sino a Ti? Y fuera de Ti nada deseo en la tierra.»[9]
La relación amorosa, el matrimonio, es uno de los medios en que esa Escritura expresa el vínculo que debemos tener con el Señor. Rick Warren lo manifiesta así:
Para llegar a conocer a alguien íntimamente y disfrutarlo de modo personal se debe: Pasar tiempos verdaderamente provechosos con él; comunicarse de corazón a corazón con él; observarlo en una diversidad de situaciones. Este mismo criterio se aplica también a Dios. Recordemos que es difícil tener un romance en medio de una muchedumbre; es preciso estar a solas con la persona. Así alude la Biblia a nuestra relación con Dios por medio de Cristo. La asocia a una relación sentimental. Es más, la llama un matrimonio, en el que Cristo hace las veces de Novio y nosotros, los integrantes de la iglesia, representamos a la novia[10].
Nuestra relación con Dios es primordial, y para mantenerla viva y floreciente necesitamos pasar tiempo con Él. Dado lo ocupados que estamos cada día esa puede ser una tarea difícil. Es preciso comprometernos a sacar determinado tiempo para comulgar diariamente con Él y valernos de esas ocasiones para conectar con Él de corazón a corazón.
Es aconsejable iniciar esos ratos con nuestro Creador tomando unos instantes de quietud y silencio para reconocer que estamos entrando en Su presencia, y alabarlo. «Entrad por Sus puertas con acción de gracias, por Sus atrios con alabanza. ¡Alabadlo, bendecid Su nombre!»[11] Es conveniente rezar una breve oración encomendándole ese tiempo, pidiéndole que dirija esos momentos que pasas junto a Él, que retire toda distracción u obstrucción que pueda haber, y que te abra los ojos para que contemples las maravillas de Su enseñanza[12].
El principal medio de que disponemos para escuchar a Dios es la lectura de Su Palabra, la Biblia. Él nos habla a través de la Escritura, al momento en que la leemos, reflexionamos sobre lo que dice, meditamos en ella y nos preguntamos lo que significa para nosotros y cómo podemos aplicar ese significado a nuestra cotidianidad. Él también nos habla al alma cuando guardamos silencio y escuchamos Su voz queda y apacible. Asimismo debemos dedicar tiempo a agradecerle y enaltecerlo por lo que ha hecho por nosotros; por salvarnos, por proveer para nosotros, cuidarnos y contestar nuestras oraciones.
El tiempo que empleas leyendo Su Palabra es para entablar conexión con Él. Es un tiempo de contemplación, de meditación en lo que has leído, un espacio para que el Espíritu Santo te indique las aplicaciones que tiene en tu vida el texto leído. Evidentemente que aplicar la Escritura con frecuencia nos exige efectuar cambios de carácter personal, ya que el Espíritu Santo cuestiona nuestro modo de pensar o actuar. Cuando reflexiones en lo que dice la Palabra de Dios conviene que te hagas algunas preguntas: ¿Qué me enseña este pasaje? ¿Cómo puedo aplicarlo? ¿Me está señalando algún aspecto en el que estoy pecando? En ese caso, ¿qué voy a hacer al respecto? Lo que estoy leyendo, ¿me trae al pensamiento cosas o personas por las que debiera estar orando?
A medida que estudiamos Sus enseñanzas y permitimos que Su Palabra nos hable, nos compunja, nos exhorte a superarnos y nos cambie, nos iremos transformando más y más conforme a Su imagen y semejanza. Hablando con Él —desahogándole nuestro corazón, nuestras cargas, preocupaciones y temores, así como nuestras esperanzas, alegrías y sueños— es como nuestra relación se hace más estrecha. Interactuar con el Señor, amarlo, pasar ratos escuchándolo, aprender de Él, aplicar Su Palabra, estar con frecuencia en Su compañía, todo ello contribuye a que lleguemos a ser más como Él.
Publicado anteriormente en abril de 2016. Texto adaptado y publicado de nuevo en abril de 2021.
[1] NVI.
[2] 2 Corintios 5:17.
[3] Romanos 5:10-11. A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.
[4] Marcos 1:35.
[5] Juan 5:30.
[6] Salmo 73:24; 143:10.
[7] Juan 17:17.
[8] 1 Pedro 1:15-16 (NVI).
[9] Salmo 42:1-2; 63:1 (NVI); 73:25.
[10] Rick Warren, Métodos de estudio bíblico personal.
[11] Salmo 100:4.
[12] Salmo 119:18 (DHH).
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