enero 20, 2021
Dicen que uno de los dolores más profundos del alma humana es la pérdida de una pareja. Me sucedió cuando tenía solo 37 años y mi esposo 42. Sabíamos que su familia tenía un historial de alta presión sanguínea. Él había empezado a hacerle seguimiento a esa condición y a buscar tratamientos preventivos, pero nunca imaginamos que se agravaría a tan temprana edad.
Había sido un día muy ajetreado para él. A mitad de la noche, empezó a vomitar. Llamé una ambulancia y lo acompañé al hospital, donde le diagnosticaron un leve derrame en el hemisferio derecho de su cerebro. Pero los doctores afirmaron que era joven y que se recuperaría. Sin embargo, al cabo de unos días sufrió otro derrame cerebral y entró en coma. Tuvo que ser operado para aliviar la presión causada por la acumulación de sangre en su cerebro. Esta vez, los doctores admitieron que no volvería a caminar y que le costaría hablar. Se me fue el alma a los pies, pero rogué a Dios por la fortaleza para enfrentar el futuro y seguí adelante. Tenía una pequeña empresa que dirigir y siete hijos de los que cuidar.
Pocos días después, mientras tomaba una siesta, soñé que mi esposo volvía a casa y caminaba hasta la sala de estar con una sonrisa resplandeciente. Me dijo: «Dios me ha dicho que podía dejar la habitación del hospital cuando quisiera, así que elegí irme». Desperté colmada de alegría. Pensé que eso significaba que se recuperaría pronto. Pero al visitar el hospital por la tarde, la recepcionista me dirigió a una esquina de la recepción y me explicó que mi marido había muerto al mediodía. Me senté por lo que pareció una eternidad y supliqué a Dios por las fuerzas necesarias para criar bien a mis hijos, aun con el vacío que su partida nos dejaría.
Me pareció una eternidad, pero debieron ser unos quince minutos porque, al levantar la mirada, vi que la recepcionista seguía esperando para llevarme a reconocer el cuerpo. El cuerpo de mi marido se sentía frío al tacto, pero de alguna manera sabía que seguía allí. Le agradecí por una maravillosa vida juntos y le pedí perdón por mis errores y faltas de consideración. Puedo afirmar que me respondió: «¡Calma! ¡Está bien! Todo fue perdonado hace muchísimo tiempo».
A la mañana siguiente, mi cuñado viajó desde Buenos Aires. Acordamos celebrar su funeral en San Miguel de Tucumán, su ciudad natal en el norte de Argentina. Resulta que su madre, que tenía 84 años, también se encontraba en coma. Había estado así durante un mes y los doctores no se explicaban cómo seguía con vida. Esa noche, mi cuñado me llamó para decirme que ella también había pasado a mejor vida cuando él estaba en Foz de Iguazu con nosotros.
Cuando llamé a mi mamá para contarle las tristes noticias, me dijo que había soñado la noche anterior con un joven buen mozo que llamaba a su madre. Le decía: «Mamá, ven. ¡No tengas miedo! ¡Ven!» Ella no sabía que mi suegra estaba enferma, así que no pudo ser otra cosa que un sueño sobrenatural. Se sentía tranquila y me consoló por mi pérdida. «La vida sigue», fueron sus últimas palabras.
Al día siguiente, tomé un avión con mi pequeña de siete meses —y el cuerpo de mi marido como carga— hacia Buenos Aires para encontrarme con sus familiares. Desde allí viajaríamos juntos a San Miguel de Tucumán para el entierro. En el avión, una mujer empezó a hablar conmigo. Al conocer el motivo de mi viaje, empezó a bendecirme. Me dijo: «Dios y la Virgen María estarán contigo y te darán las fuerzas para criar bien a tus hijos. ¡Estarás bien en las manos de Jesús!»
En el siguiente vuelo, me senté junto a mujer de mediana edad, que también viajaba sola. Luego de conocer mi experiencia, me confió que había perdido hacía poco a un hijo suyo de un ataque al corazón. Nos tomamos de las manos y derramamos lágrimas pero, de alguna manera, eran lágrimas de consuelo, de saber que las tragedias pueden tocar a la puerta de cualquiera, pero que teníamos la compañía de otras personas que nos acompañarían por el camino.
Al aterrizar en San Miguel de Tucumán, nos reunimos con numerosos familiares y amigos en una larga procesión de automóviles. Entramos a un hermoso cementerio que se asemejaba a un jardín. Cuando el cuerpo de mi marido fue descendido a su morada y echamos puñados de tierra sobre el féretro, todas las lágrimas retenidas se abrieron paso. Mis ojos eran una fuente interminable de llanto.
Desde entonces, Dios nunca ha permitido que mi familia tuviera carencias. La presencia de mi querido esposo y padre de mis hijos permanece entre nosotros: sus fotografías decoran las paredes y su sabiduría, espíritu alegre y canciones siguen vivos en nuestra memoria y en nuestras reuniones familiares.
Verdaderamente he experimentado lo que la Biblia afirma en 2 Corintios 1:4: «Quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones. De esta manera, con la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios, también nosotros podemos consolar a los que están en cualquier tribulación». ¡Tengo la certeza de que la fe en Dios y la esperanza en la vida después de la muerte son cruciales para encontrar auxilio en los momentos de mayor desolación!
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