julio 29, 2020
En el Salmo 27 leemos que el rey David consideraba su mayor alegría y prioridad mirar la belleza del Señor. En aquel entonces, el rey de Israel se adentraba en el hermoso tabernáculo donde se guardaban los artefactos que simbolizaban la intervención divina en favor de Su pueblo. Hoy en día podemos dirigirnos a un lugar igual de hermoso y sorprendente: la Palabra de Dios en toda su plenitud y Su Espíritu Santo, que mora en nosotros y nos habla directamente al corazón.
Muchas personas dan testimonio de que, aunque han escuchado mucho hablar de la Biblia y la han leído de vez en cuando desde su niñez, luego de recibir a Jesús y obtener el perdón de sus pecados, la Biblia cobra vida para ellos de manera única. Desde entonces, se ha convertido para ellas en un libro muy distinto a cualquier otro; un libro con verdades inagotables en las que meditar. Se volvió un libro que —en ocasiones— parece tener a Alguien viviendo entre sus páginas, por así decirlo, y que imparte mucho más de lo que se lee en las palabras impresas.
Cada vez que se lee un pasaje de la Biblia, se descubren verdades nuevas y viejas. A modo de ejemplo, el siguiente es un relato de la Biblia que me invitó a la reflexión:
El relato de Naamán, en el capítulo 5 de 2 de Reyes, trata sobre el gran capitán del ejército del rey de Siria. Gozaba de éxito, una posición inmejorable, riquezas y el beneplácito de su rey. Pero sufría de lepra, enfermedad que lo aislaba y causaba que la grandeza por la que había trabajado durante tanto tiempo se desvaneciera y perdiera su valor.
Su esposa tenía una joven esclava hebrea, que había sido tomada cautiva durante las conquistas de su ejército. Esa chica le dijo a su señora: «Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra»[1].
Ahora bien, Naamán tiene dinero, una buena posición y el respeto de todos, por lo que actúa en consecuencia y primero visita a su señor, el rey de Siria, para explicarle el motivo por el que desea ver al profeta en Samaria. Entonces el rey de Siria envía una carta a su homólogo en Israel para explicarle la razón por la que Naamán desea viajar a su tierra. Eso no le hace ninguna gracia al rey de Israel, que no quiere ser responsable del resultado.
Naamán se encamina a Samaria, acompañado de su banda real, para encontrar a Eliseo. Está preparado para pagar una enorme suma de dinero y espera tener un glorioso evento de sanación. Naamán actúa de manera consecuente con la cultura de su gran nación y planea acudir al Dios de Israel desde la posición de realeza a la que está acostumbrado. Pensaba que el rey de Israel ordenaría a Eliseo que lo curara. No le cabía duda de que el Dios de Israel le concedería su petición al ver la gran suma que donaría y tras reconocer la importancia y estatus social de Naamán.
Pero cuando Naamán y compañía finalmente llegan a la casa de Eliseo, se asoma un sirviente —en vez del profeta— para indicarle que se lavara siete veces en el río Jordán. Para Naamán, eso es un insulto terrible. Está dispuesto a pagar una gran suma de dinero y es toda una celebridad en Siria. El solo hecho que un sirviente lo reciba y le dé órdenes es inaceptable. Seguramente imaginaba que el mismo profeta lo recibiría y prepararía una elaborada ceremonia.
Total que se marcha hecho una furia. Pero uno de sus propios sirvientes, que lo había acompañado, le sugiere que al menos intentara cumplir y se lavara siete veces en el río Jordán. No se perdía nada con intentarlo. Naamán se calma, se humilla y se dirige al río Jordán para bañarse siete veces. Como resultado, ¡se cura de manera maravillosa!
Timothy Keller, en su libro Dioses falsos, nos asegura que este conocido relato de la Biblia está lleno de lecciones valiosas para la sociedad actual. En nuestra cultura se nos inculca como máxima prioridad el éxito individual, los grandes logros, las buenas posiciones y el estatus económico, todas las cosas de las gozaba Naamán. La vida y mentalidad de Naamán giraban en torno a esa cultura y a él le había ido bien. Estaba decidido a usar sus conexiones y riquezas para convencer a Eliseo y a su Dios hebreo. Pero descubrió que el único y verdadero Dios del universo «no es una extensión de la cultura, sino un transformador de ella, no es un Dios controlable, sino soberano… cuya salvación no se gana, solo se recibe»[2].
Nosotros, al igual que Naamán, podemos aferrarnos al sutil deseo de que Dios despliegue un circo de cuatro pistas cuando acudimos a Él en busca de salvación o de respuesta a nuestras fervientes oraciones. Es cierto que a veces hace milagros asombrosos, pero no siempre. Como destaca este relato, a menudo nos indica realizar actos sencillos y humildes. A Naamán le dijeron que fuera a lavarse. Al principio le pareció un insulto y una terrible afrenta a su orgullo y estatus. Hoy en día se nos pide que nos lavemos con el agua de Su Palabra[3]. Es una tarea tan sencilla que cualquiera puede hacerla. Pero al igual que con Naamán, produce resultados maravillosos y es un medio riguroso de sanación interior.
Cuando volvemos una y otra vez a la Palabra de Dios, se vuelve nuestra mayor alegría y —de manera natural— nuestra máxima prioridad. Al igual que el rey David, consiste en dirigirse al templo, observar la belleza del Señor y meditar en Dios por Quién es y en todo lo que hace. Esa fue la única actividad que David jamás descuidó, pues encontraba en ella un manantial de alegría y satisfacción. Y así puede ser para todos nosotros, al volver una y otra vez a nuestra sala de estar —o al lugar que prefieran— para leer Su Palabra y comunicarnos con Su Presencia. Cuando atravesamos dificultades, cuando tropezamos en el largo camino de la vida, cuando sufrimos decepciones, ese es el único recurso que nos permite remontarnos una y otra vez sobre las dificultades, lo único que nos sostiene.
Cuando Naamán se sumergió en las aguas del Jordán y se bañó «conforme a la palabra del varón de Dios, su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio». Jesús dice: «Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado». Su Palabra limpia y regenera nuestro espíritu. Y con el paso de los años, nuestra seguridad y fe aumentan de manera gradual a medida que la estudiamos en mayor profundidad y la disfrutamos y entendemos más. Ese sencillo acto, dirigirnos a Su Palabra, cambia nuestra motivación, nuestra identidad, nuestras ideas y nuestras acciones.
«Gustad y ved cuán bueno es el Señor […] El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente. […] Ríos de agua viva […] Aguas para nadar […] Venid a las aguas […] Oídme atentamente […] y se deleitará vuestra alma con lo más sustancioso. […] Hay un río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios […] Porque el Cordero los guiará a fuentes de aguas de vida.»[4]
[1] 2 Reyes 5:2-3.
[2] Timothy Keller, Dioses falsos, capítulo 4, La seducción del éxito.
[3] V. Juan 8:31, Efesios 5:26, Tito 3:5, Salmo 119.
[4] Extractos de Salmo 34:8, Apocalipsis 22:17, Juan 7:38, Ezequiel 47:5, Isaías 55:1-2, Salmo 46:4, Apocalipsis 7:17.
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