junio 2, 2020
Sabemos que has venido de Dios como maestro. Juan 3:2
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Jesús unió de manera magistral extremos de su ministerio terrenal aportando equilibrio y detalle a la verdad. Dejó maravillados a los maestros de la ley, a los doctores y religiosos de Su época con Su autoridad y argumentos irrefutables. Se dice que dejó boquiabiertos a los eruditos de Su día, y más aún: «el pueblo le oía de buena gana». Pablo el rabino, Lucas el médico y Pedro el pescador, todos entendieron la realidad como nunca antes cuando Jesús les abrió los ojos y el corazón a la verdad. Demostró el valor que tiene cada individuo. No desatendió el gemido del mendigo, la entrecortada súplica del cojo ni el vacío del hombre rico o del fariseo culto. Ravi Zacharias[1]
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Si bien hay grandes multitudes que todavía están por fuera del ámbito de las enseñanzas de Jesús, y que a muchos de Sus propios seguidores nunca les ha importado ni se han atrevido a ponerlas en práctica, dichas enseñanzas han tenido un poder y un impacto con los que la influencia de ningún otro maestro puede llegar a compararse ni por un instante. Jesús es único, el Gran Maestro. Los que leen los evangelios no pueden menos que sorprenderse por la gran cantidad de tiempo y empeño que Jesús deliberadamente dedicó al ministerio de la enseñanza. La característica principal de toda la enseñanza de Jesús fue Su espontaneidad y autonomía.
Y nunca olvidemos que si bien Jesús fue un maestro, un maestro nato y el Príncipe de los maestros, fue también mucho más que eso. Pues Él mismo es mayor que Su enseñanza; y no es la enseñanza de Cristo la que salva, sino el Cristo que enseña. Jesús no vino tanto a predicar el Evangelio, como a que hubiera un Evangelio que predicar. James Stewart[2]
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Podemos observar que la enseñanza de nuestro Señor, en la cual no hay imperfección, no nos llegó de manera clara, simple o infalible ni de manera sistemática como habríamos esperado o deseado. Jesús no escribió un libro. Solo tenemos dichos repetidos por terceros, muchos de los cuales fueron respuestas a preguntas, y donde hasta cierto punto, el mismo contenido les dio forma. Una vez los hemos reunidos, no los podemos reducir a un sistema. Jesús predica, pero no sermonea. Utiliza paradojas, proverbios, exageraciones, parábolas, ironía; incluso (y no quiero sonar irreverente) ocurrencias. Emplea máximas que, cual proverbios populares, si se toman rigurosamente, pudieran dar la impresión de contradecirse unas con otras. Por tanto, Su enseñanza no puede ser captada solamente por el intelecto, no se puede entender como si fuera una asignatura. Si hacemos eso, Jesús nos parecerá el más evasivo de los maestros. Él rara vez respondió de manera frontal a una pregunta directa. No podemos forzarlo a ser como nosotros queremos que sea. El intento sería (y una vez más no pretendo ser irreverente) como tratar de embotellar un rayo de sol. C. S. Lewis[3]
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Y todos los que le oían, se maravillaban de Su inteligencia y de Sus respuestas. Lucas 2:47
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Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de Su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Mateo 7:28-29
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Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras. Lucas 24:45
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Y se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras? Lucas 24:32
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El genio particular de Jesús como maestro y comunicador yace en Sus parábolas, las cuales eran pequeños relatos vívidos, cada uno completo en sí mismo. Como estaban en el lenguaje e imaginario de la vida cotidiana, eran de fácil y rápida comprensión. Captaban la atención de gente iletrada y sencilla, de un modo como jamás lo harían temas místicos o intelectuales. Las parábolas nos dejan entrever, como ninguna otra cosa, cómo era la vida para Jesús hace dos mil años; Su manera de reaccionar ante situaciones y personas; qué le llamaba la atención y qué le interesaba. Nadie puede quedar indiferente ante el relator; detrás de las parábolas uno percibe una mente brillante, a menudo irónica, perceptiva y creativa.
El propio Jesús insistía en que lo que decía sería más comprensible para la gente común que para los sofisticados, y que para entenderlo a Él había que ser como un niño pequeño. Malcolm Muggeridge[4]
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Aunque las enseñanzas de Jesús tenían autoridad, no tenían un sesgo dominante, dogmático ni trataban de forzar a nadie. Cuando uno lee los evangelios, hay un hecho que continuamente llama la atención: la asombrosa paciencia que tenía con los hombres a los que enseñaba. Se negaba a obligarlos, imponerse o forzarlos a acatar Su voluntad y tenía sumo respeto por la personalidad de cada uno de ellos.
La nota predominante de todas las enseñanzas de Jesús a Sus discípulos era «no os he llamado siervos… sino amigos»[5] […] No decía: «Ahí tienen la verdad: ¡o la aceptan o mueren!», sino «Yo soy la verdad: vengan conmigo y la encontrarán.»
El gran principio de las enseñanzas de Jesús es Su intimidad y amor por aquellos a los que enseñaba. «Un espíritu amoroso», dijo Agustín, «contagia de fervor a otro», y ese fue y sigue siendo el mayor secreto del divino éxito de Cristo como maestro. De Su amoroso espíritu, el espíritu de Sus alumnos se encendía continuamente, de modo que la lección de aquella llama de amor mutuo no fue una de aburrida disciplina, sino de alegría, romance y encanto.
Él se pone a la par de Sus hermanos. Los conduce con la fe que ellos le pueden ofrecer. Está contento con eso como un primer paso; y de ahí dirige a Sus amigos, paso a paso como condujo al primer grupo, al secreto íntimo de quién es Él y a toda la gloria del discipulado. James Stewart[6]
Recopilado por William B. McGrath. Publicado en Áncora en junio de 2020.
[1] Ravi Zacharias, The Real Face of Atheism (Grand Rapids: Baker Books, 2009), 113, 136, 142–143.
[2] James Stewart, The Life and Teaching of Jesus Christ (Nueva York: Abingdon Press, 195?), capítulo 8.
[3] C. S. Lewis, Reflections on the Psalms (San Diego: Harcourt, 1958), 113.
[4] Malcolm Muggeridge, Jesus, the Man Who Lives, 3ª parte.
[5] Juan 15:15.
[6] Stewart, The Life and Teaching of Jesus Christ, capítulo 8.
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