abril 21, 2020
Israel fue creado con la necesidad de vivir en las tres dimensiones de tiempo: pasado, presente y futuro. Se les ordenó que recordaran las palabras de Dios y Sus poderosos hechos en la historia. Se los llamó a ver la vida como una bendición del presente, con fe y justicia como respuesta al Dios que la dio. Y debían poner su esperanza en las buenas manos de Dios, tanto así que ni la muerte ni el futuro constituían una amenaza.
Pero Israel lo olvidó. Descuidaron su legado, la gente se alejó. Fueron en pos de otros amores y anduvieron en enamoramientos con las naciones que los rodeaban. Israel olvidó su supremo llamamiento y las consecuencias fueron trágicas.
El profeta Habacuc estaba comprensiblemente apenado. Sin poder entender lo que le estaba ocurriendo a su comunidad, el profeta atravesó momentos de depresión, enojo, aceptación y fe. Los capítulos de su libro pasaron de preguntar ¿por qué? a expresar desánimo y enojo y por último y, de manera sorpresiva, a cantar: «Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos […] con todo, yo me alegraré en el Señor; me gozaré en el Dios de mi salvación»[1].
Creo que hay momentos en la vida en que nos hallamos en una travesía similar. Aunque estemos atascados en una etapa u otra, se nos invita a recordar la participación de Dios en nuestro pasado, presente y futuro. Entre las páginas en donde Habacuc clama a Dios por una respuesta y en donde termina con una mezcla de temor y fe, aprendemos algo de la ambigüedad, tensión y lucha que es parte de nosotros hasta que termine la travesía.
En cada una de las narrativas de los evangelios, la pasión de Cristo, Su lucha en Getsemaní, Su juicio y tortura, constituyen una gran parte de las narrativas en sí. El evangelio simplemente no es el evangelio sin esta porción de la historia: la muerte de Cristo y todo lo que la rodeó. Fue una muerte importante, una muerte voluntaria y llena de propósito. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo.
Si esto es cierto, si ocurrió realmente, si de veras el tiempo fue interrumpido por la curación, el perdón y el amor de un Dios que se entrega, entonces el tiempo se alteró, la historia cambió y la vida tomó un nuevo rumbo.
Si este es el caso, entonces se debería dedicar seriamente un tiempo y espacio a recordar la obra de Dios en la historia y en nuestra vida. En un mundo de prisas y centrado en el momento, este es el mensaje contracultural de la iglesia al mundo. Las Escrituras nos recuerdan que la crucifixión de Cristo tomó lugar en un tiempo y espacio reales, por tanto, todo tiempo —pasado, presente y futuro— tiene impacto e importancia. Por tanto, nuestros actos de recordar, adorar, penitencia y esperanza son también momentos sagrados, momentos que invitan a que un Dios eterno le reste importancia a la inmediatez de la vida y a otros temas de menor importancia en el tiempo. Por supuesto que hay grandes cosas disponibles: el amor de Dios, el sacrificio de la muerte de Cristo por el mundo, el perdón de los pecados y el ofrecimiento de una nueva vida. Stuart McAllister[2]
La Biblia dice [que] el mundo tuvo un comienzo, y que en el principio se dio inicio a una acción, un movimiento dirigido por la divina providencia hacia un telos final, la culminación del propósito, meta o fin últimos. Este propósito o telos en la historia es tanto personal como universal. Todo individuo va del nacimiento a la muerte, de un principio a un final que continúa más allá de la tumba en el tiempo. De igual manera, el mundo mismo mira con ilusión a un futuro que ha sido ordenado por su Creador.
Como personas que vivimos en el presente, que tenemos un pasado del cual somos conscientes y un futuro que no es del todo claro, con todo tenemos promesas futuras establecidas en la Palabra de Dios que sirven de ancla para nuestra alma. La Biblia se refiere a nuestra confianza en el futuro en términos de la idea de esperanza. En categorías bíblicas, la esperanza no indica un deseo no cumplido que queremos que se haga realidad. En cambio, nuestra esperanza radica en una cierta conclusión en el futuro que Dios ha prometido para Su pueblo. Aquí la esperanza se describe en la metáfora del ancla: el ancla de nuestra alma[3]. Un ancla no es algo frágil o efímero. Tiene peso, tiene solidez y es aquello que le da seguridad a un barco que está anclado en aguas abiertas. De igual manera, conducimos nuestras vidas en medio de las olas que revientan contra nosotros, pero no somos llevados de un lado a otro sin tener ancla. Nuestra ancla es la promesa de Dios para el futuro que Él ha dispuesto para Su pueblo.
Es fácil preocuparse tanto por el futuro que olvidemos el pasado y casi ignoremos la maravillosa realidad que Dios ya ha llevado a cabo para Su pueblo en la historia. La historia es el dominio de la encarnación, expiación, resurrección y ascensión de Cristo, y no podemos entender nuestra esperanza del futuro sin comprender las cosas que Dios ya ha hecho en Su plan de redención. Al mismo tiempo, no debemos detenernos tanto en el pasado y en el presente que olvidemos la esperanza que Dios ha establecido para nosotros en el futuro. De modo que la manera en que vivimos en la actualidad se ve determinada en gran medida por cómo entendemos el pasado, así como el futuro. Debido a que Dios es el Dios de la historia, un Dios con propósito, el Dios del telos de que el presente tiene un significado eterno. El presente cuenta para siempre porque Dios es el Señor de la historia. R. C. Sproul[4]
A veces nos resignamos a ciertas situaciones y circunstancias porque nos parece que no hay esperanza de que cambien, que son como son y simplemente hay que aguantarse. Sin embargo, Dios es especialista en cambiar las cosas, en insuflar nueva vida a corazones, relaciones o situaciones que están o parecen muertos. Es posible que te halles en una situación que te parece que se te ha ido de las manos o en la cual ya no hay esperanza; pero no hay situación que Jesús no pueda controlar. Su poder es ilimitado. Cuando Él estuvo en la Tierra, obró lo imposible en repetidas ocasiones. Multiplicó los panes y los peces, caminó sobre el agua, curó a los paralíticos y devolvió la vista a los ciegos. Hasta resucitó muertos.
La venida de Jesús a la Tierra, Su muerte en la cruz por nosotros y Su posterior resurrección alteraron para siempre el curso de la Historia. Dichos actos nos dan a todos la oportunidad de aceptar a Jesús y pasar a formar parte de la familia de Dios. Deberíamos estar impresionados por lo maravilloso que es el don de la salvación y sentirnos conmovidos por la gran necesidad de darlo a conocer a todas las personas que podamos. Se trata del regalo más valioso que puede uno recibir, y los que hemos tenido la bendición de recibirlo deberíamos sentirnos impulsados a divulgarlo.
Es fácil andar tan atareados con nuestras obligaciones y compromisos cotidianos que terminemos pensando que no nos queda tiempo para ser embajadores de Dios. Pero ¿realmente es así? ¿O es una cuestión de prioridades? Cuando reflexionamos sobre la magnitud y el sentido del invaluable regalo que Dios nos hizo, nos sentimos motivados a darlo a conocer asiduamente.
El hecho de que Jesús encargara a Sus discípulos que predicaran el evangelio por todo el mundo nos da a entender que Él quiere que todo hombre, mujer y niño tenga la oportunidad de formar parte de Su familia, salvarse de sus pecados y conocer Su perdón y reconciliación. Todos los que ya hemos aceptado Su magnífico regalo y sabemos lo que es pertenecer a la familia de Dios y tener nuestros pecados perdonados y al Espíritu de Dios en nosotros deberíamos sentirnos impulsados a hablar del evangelio con los que están buscando. Peter Amsterdam
Publicado en Áncora en abril de 2020.
[1] Habacuc 3:17–18.
[2] https://www.rzim.org/read/just-thinking-magazine/life-redirected.
[3] Hebreos 6:13–20.
Copyright © 2024 The Family International