abril 7, 2020
Justo antes de resucitar a Lázaro, Jesús le dijo a Marta, la hermana de este: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente»[1].
Con las personas a las que revivió —como Lázaro, como el muerto que estaba siendo llevado fuera del pueblo para enterrarlo y como la hija del dignatario—, Jesús demostró tener poder sobre la propia muerte[2]. Dicho poder quedó aún más de manifiesto cuando Él mismo resucitó tres días después de ser brutalmente azotado y colgado de una cruz hasta morir.
Su resurrección probó que Él era el Hijo de Dios. «Fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por Su resurrección de entre los muertos»[3].
Su muerte expiatoria y Su resurrección hicieron posible que los que creen en Él sean también levantados de entre los muertos y tengan vida para siempre. Jesús fue el primero que murió, resucitó y nunca más morirá, por lo que el apóstol Pablo dice que fue «primicias de los que murieron»[4].
Antes de salvarnos, éramos pecadores espiritualmente muertos; pero la salvación nos resucitó espiritualmente. Si bien llegará el día en que moriremos físicamente, nuestro espíritu seguirá teniendo plena conciencia y estará en presencia del Señor hasta el momento en que Jesús retorne. Cuando eso suceda, nuestro espíritu se unirá a nuestro cuerpo glorioso, que habrá sido transformado para ser como el de Jesús después de Su resurrección.
Al declarar: «Yo soy la resurrección», Jesús estaba diciendo que tenía poder para revivir a los muertos. Antes de eso, en el Evangelio de Juan, Jesús dice:«Esta es la voluntad del que me ha enviado: que todo aquel que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna; y Yo lo resucitaré en el día final»[5]. Porque Él vive eternamente, también nosotros viviremos eternamente.
Aparte de declarar ser «la resurrección», Jesús afirmó ser «la vida», con lo que quiso decir que tenía poder para conceder vida después de la muerte. Como Él tiene vida dentro de Sí, está facultado para obsequiar con resurrección a todos los que creen en Él. Como Él es la vida, la muerte en definitiva no tiene poder sobre Él; y como da vida espiritual a los que creen en Él, también ellos participan de Su victoria sobre la muerte.
«Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, ni nadie los arrebatará de Mi mano»[6]. Al momento de fallecer, abandonamos esta vida terrenal, y nuestro ser exterior muere; pero nuestro espíritu, nuestro ser interior, continúa viviendo eternamente. Además, cuando se produzca la resurrección recuperaremos nuestro cuerpo físico, que habrá sido renovado.
La muerte física, que pone fin a la vida física y separa a las personas de sus seres queridos, es un reflejo de la muerte espiritual que se produce cuando uno queda separado de Dios a causa del pecado. Sin embargo, como Jesús tomó sobre Sí nuestros pecados cuando sufrió y murió en la cruz, y seguidamente triunfó sobre la muerte con Su resurrección, la muerte ha sido vencida. Como estamos unidos a Él, también nosotros resucitaremos y viviremos eternamente con Él.
¡Resucitaremos porque Él resucitó! Eso es lo que se celebra el día de Pascua. Él es la resurrección y la vida, y si creemos en Él, aunque muramos, viviremos, y ya nunca moriremos. Peter Amsterdam
En el capítulo 2 de los Hechos, leemos acerca del primer sermón de Pedro en Pentecostés. Jesús acababa de ascender el cielo y les había dicho a Sus discípulos que el Espíritu Santo vendría a ellos. Los creyentes se juntaron ansiosamente en un aposento alto esperando ver lo que seguía. Y el Espíritu Santo se manifestó como llamas de fuego, y todos fueron llenos de poder y audacia que nunca habían conocido.
En aquel tiempo, Jerusalén estaba llena de judíos de todo el mundo. Luego de ser llenos del Espíritu Santo, los discípulos fueron bajando del aposento alto y apareciendo en público, donde empezaron a pregonar el evangelio en idiomas extranjeros que nunca antes habían aprendido. Todos los visitantes judíos de Jerusalén quedaron atónitos de escucharlos hablar en sus lenguas. La gente intentaba entender cómo era posible que hablaran en idiomas que nunca habían aprendido. Algunos se burlaron, diciendo: «Deben estar ebrios»[7].
Luego Pedro, el mismo Pedro que había negado a Jesús unas semanas antes, se puso en pie y se dirigió a aquella enorme multitud: «No estamos ebrios; apenas son las 9 de la mañana. Fuimos llenos del Espíritu tal como lo profetizó el profeta Joel»[8].
Siguió explicando que Jesús de Nazaret, el que todos sabían que había sido crucificado hacía poco, era el Hijo de Dios, a quien Dios había levantado de los muertos. Entonces hizo referencia a la profecía de David sobre Jesús en el Salmo 16:10: «Porque no dejarás mi alma en el Seol; ni permitirás que Tu Santo vea corrupción».
Pedro dice: «Hermanos, permítanme hablarles con franqueza acerca del patriarca David, que murió y fue sepultado, y cuyo sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. Era profeta y sabía que Dios le había prometido bajo juramento poner en el trono a uno de sus descendientes. Fue así como previó lo que iba a suceder. Refiriéndose a la resurrección del Mesías, afirmó que Dios no dejaría que Su vida terminara en el sepulcro, ni que Su fin fuera la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos.»[9]
Luego Pedro retó a la gente diciendo: «Por tanto, sépalo bien todo Israel que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías»[10].
El mensaje de Pedro fue tan contundente y ungido que la multitud se conmovió y dijo: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?», «Arrepiéntanse y bautícese cada uno», les contestó. Ese día 3000 creyentes se unieron a la iglesia. Y eso fue solo el comienzo.
El mensaje de Pedro no fue solamente osado, fue también elocuente. Hizo referencia con toda precisión a las profecías y los profetas judíos y habló con claridad, cosa que no lo caracterizaba anteriormente. Estaba claramente ungido, y fue obra del Espíritu Santo.
Jesús tuvo que dejar a Sus discípulos para que recibieran el don del Espíritu Santo. «Pero les digo la verdad: Les conviene que me vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me voy, se lo enviaré a ustedes»[11].
El don del Consolador está directamente relacionado con la muerte de Jesús. Nunca pensé que el Espíritu Santo podría ser algo para celebrar durante la Pascua, pero veo que el don del Espíritu Santo es un gran regalo que podemos celebrar en la Pascua.
El Espíritu Santo es Dios viviendo en nosotros. Es Su presencia en nuestra vida y está a nuestra disposición porque Jesús estuvo dispuesto a dar Su vida para que lo recibiéramos. El Espíritu Santo va más allá de la salvación (que ya de por sí es el don más asombroso, increíble y rebosante de amor que podríamos recibir), y nos asegura una eternidad con Dios, nos conecta con el Espíritu y la presencia de Dios todos los días.
Pensar en el don del Espíritu Santo ha añadido otra capa a mi aprecio de la Pascua y de lo que Jesús hizo por nosotros. Estoy agradecida por este entendimiento más profundo de lo que Jesús hizo por mí y es algo que nunca quiero dar por sentado. Mara Hodler
Publicado en Áncora en abril de 2020.
[1] Juan 11:25–26.
[2] Lucas 7:11–15; 8:49–56.
[3] Romanos 1:4.
[4] 1 Corintios 15:20.
[5] Juan 6:40.
[6] Juan 10:28.
[7] Hechos 2:13.
[8] Hechos 2:15–16 (parafraseado).
[9] Hechos 2:29–32 (NVI).
[10] Hechos 2:36 (NVI).
[11] Juan 16:7 (NVI).
Copyright © 2024 The Family International