marzo 4, 2020
A lo largo de mi vida, ha habido momentos en los que no he tenido fe. Lo único que conocía en aquel entonces era cómo obtener buenas calificaciones y trabajar duro para alcanzar el éxito, además de ser una buena persona, en la medida de lo posible. Lo anterior no suena tan mal, pero he descubierto que ese enfoque general de la vida tiene enormes carencias. En especial cuando las dificultades se ciernen sobre uno a temprana edad.
Nací en el año 1955 en una familia de obreros alemanes. Alemania había sido devastada durante la Segunda Guerra Mundial y estaba en proceso de reconstrucción. La consigna de mi niñez era «trabaja duro y aguanta». En nuestra familia no había lugar para la fe, ni para dedicarle tiempo a Dios y a la oración, o para las necesidades emocionales.
La vida era dura, las provisiones escasas y mis dos padres trabajaban para salir adelante. Desde los seis años, mi hermana y yo encontrábamos la casa vacía al volver del colegio.
Luego cambiaron las cosas y la situación económica de nuestra familia empeoró aún más. A continuación me diagnosticaron una enfermedad muscular crónica que me deformó la espalda. Sola y emocionalmente abrumada durante aquellos días de interminables tratamientos y fisioterapia, me sentía muy pequeña e insegura.
Sin rumbo, era como una pequeña embarcación azotada por la tormenta y las olas. Necesitaba un ancla que me sujetara y me impidiera flotar a la deriva en un océano de preocupación y ansiedad.
Fue entonces cuando una chispa de fe iluminó las tinieblas de mi vida. A los 12 años escuché el himno Ein feste Burg ist unser Gott[1], de Martín Lutero, durante una clase de religión. La canción dice que Dios es una fortaleza y una ayuda en momentos de dificultad. Me animó mucho. Recuerdo sentirme mejor cada vez que la cantaba y mis pensamientos volvían a llenarse de valentía.
El día de mi confirmación —una tradición en la aldea de afiliación protestante en la que vivíamos— mi fe creció a pasos agigantados. Aquella lluviosa tarde de otoño invité a Jesús a formar parte de mi vida en el interior de una antigua capilla de piedra. Esa experiencia dejó una huella indeleble en mi corazón, me brindó paz y una renovada confianza.
Debo admitir que desterré esa experiencia de mi mente durante mis años de díscola adolescencia, pero aquella semillita de fe seguía plantada en la tierra fértil de mi corazón desde aquel día en la capilla. Años después, al final de un largo viaje, creció en mi interior.
Al igual que muchos jóvenes en la década de los setenta, me embarqué en el peregrinaje del famoso Sendero Hippie: empezando en Alemania y pasando por varios países del Medio Oriente hasta llegar a India y Nepal. Era una búsqueda de significado y propósito. Tras casi dos años viajando con unos amigos en una caravana destartalada, surgieron contratiempos y me encontré completamente sola y abandonada en una pequeña aldea del norte de la India, muy lejos de caminos conocidos. Acababa de recuperarme de una hepatitis aguda, estaba enferma y frágil, adicta a las drogas, y sin un céntimo en el bolsillo.
Fue entonces, envuelta en la lúgubre niebla matutina, que un encuentro cambió mi vida.
En el motel venido a menos en el que me hospedé esa noche, me encontré con un grupo de jóvenes misioneros. Se habían detenido para recargar combustible y comer algo en el malogrado restaurante del hotel, camino a una prisión en la que ministraban. Me encontraba en tan mal estado que se apiadaron de mí y me invitaron a quedarme en su casa hasta que estuviera mejor.
Su amabilidad, dedicación y fe en que Dios se encargaría de todo me conmovió profundamente. En sus ojos veía un brillo que emanaba fe y propósito.
En las devociones del día siguiente, un pasaje de Mateo 13 me llegó al alma. «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, que un hombre descubrió y luego escondió. Y con regocijo va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo. Además, el reino de los cielos es semejante a un comerciante que buscaba perlas finas. Y habiendo encontrado una perla de gran valor, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.»[2]
Al igual que el mercader, anhelaba aferrarme a esa perla de gran valor que había encontrado: una fe renovada en la bondad de Dios. Me di cuenta de que no buscaba fama, éxito o dinero, sino significado, propósito, paz y sentido para mi vida. En aquel momento, dejé mi pasado atrás y encontré la fuerza para romper las cadenas de la adicción y ofrecer mi vida al servicio de los demás.
Desde entonces, mi vida se desarrolló en patrones inexplicables. Más adelante me mudé a África y en el curso de los últimos 25 años he realizado labores humanitarias con mi familia. Como madre de siete hijos, he tenido numerosos altibajos, pero aquella perla de fe que encontré hace tantos años en la India me ha ayudado a superar las tormentas de la vida confiando en que Dios está al control de todo y que nos aguarda un futuro radiante.
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