El padre y los hijos perdidos

enero 20, 2020

Peter Amsterdam

[The Father and the Lost Sons]

«Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde”. Y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada»[1].

La insólita petición del hijo menor debió de sorprender y escandalizar a los oyentes originales. El hijo pide que se le entregue la parte de la herencia que habría de recibir a la muerte de su padre, estando este aún vivo y gozando de buena salud. A todos los efectos, con ese acto está rompiendo con su padre. Muy probablemente los oyentes se esperaban que Jesús a continuación les contara que el padre montó en cólera y castigó a su hijo.

Pero el padre acepta y reparte la propiedad entre sus hijos. El hijo menor quería vender su herencia a cambio de efectivo, y al hacer eso, no manifestó el menor interés en el futuro de su padre y lo privó de la parte de los frutos que le correspondía en su vejez.

El hermano mayor, que recibe su parte de la herencia al mismo tiempo, obtiene la posesión de la tierra restante, pero no el control. A medida que progresa el relato queda claro que el padre sigue siendo el jefe del hogar y de la finca, ya que más adelante en la parábola le dice al hijo mayor: «Todas mis cosas son tuyas», por el hecho de que el hijo mayor tendrá la propiedad y el control de todo cuando el padre muera.

Infortunios del hijo menor

Seguidamente Jesús cuenta lo que le pasa al hijo menor: «Juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia y comenzó él a pasar necesidad»[2].

Al marcharse de la casa de su padre, el hijo menor se lanza a una vida que puede describirse como desenfrenada y desordenada, con la que termina perdiendo todo lo que tenía. Después que se gasta toda la plata, sobreviene una hambruna. En esas épocas, debía de haber muy pocas posibilidades de trabajo.

«Entonces fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual lo envió a su hacienda para que apacentara cerdos. Deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba»[3].

Los oyentes originales habrían entendido lo bajo que había caído con ese trabajo de apacentar chanchos. Según la Ley, los cerdos eran animales inmundos, y textos judíos posteriores declaran maldito a cualquiera que los críe. Para colmo pasa hambre y tiene envidia de lo que comen los cerdos. En ese momento «vuelve en sí».

«Volviendo en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros’”»[4].

El hijo entra en razón y decide volver con su padre, confesar su error y su pecado. Recordando que a los «jornaleros» de su padre no les falta la comida, tiene pensado pedirle a su padre que lo acepte como jornalero. Por consiguiente, ya no tendría categoría de hijo. En el discurso que piensa decirle a su padre hay una confesión de culpabilidad: «He pecado»; una admisión de haber echado a perder la relación con él: «Ya no soy digno de ser llamado tu hijo», y una propuesta de solución: «Hazme como a uno de tus jornaleros».

El regreso a casa

«Entonces se levantó y fue a su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello y lo besó. El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”».[5]

Después que el hijo avergonzó a su padre delante de todo el pueblo, habría sido justo y razonable que el padre dejara que el hijo se acercara y pasara caminando por el pueblo ante las miradas de desaprobación de la gente. Pero no. El padre, lleno de misericordia, corre hacia él, algo que un anciano decoroso no hacía nunca en público. Para ello habría tenido que subirse la vestimenta y mostrar las piernas, lo cual en la cultura de aquel entonces se habría considerado vergonzoso. Lo primero que hace el padre es abrazar y besar a su hijo, antes incluso de escuchar lo que este le quiere decir.

«El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Sacad el mejor vestido y vestidle; y poned un anillo en su dedo y calzado en sus pies”».[6]

El hijo empieza a pronunciar el discurso que ha ensayado, pero el padre no lo deja terminar. Después de oír al hijo manifestar que no es digno de ser llamado así, el padre no necesita escuchar nada más. Ordena a sus criados que le pongan el mejor vestido, un anillo y zapatos. Con esos actos el padre da a conocer que se ha reconciliado con su hijo.

Aparte del mensaje para los criados y vecinos, hay también un fuerte mensaje para el hijo, un mensaje de perdón. La bienvenida del padre es un acto de gracia inmerecida, de perdón. Nada que haga el hijo puede remediar lo que hizo antes. El padre no desea el dinero perdido; quiere a su hijo perdido.

«“Traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta”»[7]. El hecho de que se prepare un animal de buen tamaño para la celebración da a entender que es probable que todo o casi todo el pueblo esté invitado a la fiesta. El padre revela su motivo para regocijarse y festejar cuando exclama: «“Porque este, mi hijo, muerto era y ha revivido; se había perdido y es hallado”. Y comenzaron a regocijarse»[8].

El hijo mayor

«El hijo mayor estaba en el campo. Al regresar, cerca ya de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello. El criado le dijo: “Tu hermano ha regresado y tu padre ha hecho matar el becerro gordo por haberlo recibido bueno y sano”. Entonces se enojó y no quería entrar».[9]

El hijo mayor, al terminar la jornada de trabajo, vuelve del campo una vez comenzada la fiesta. Al enterarse del motivo de la celebración y de que su padre ha recibido nuevamente en casa al hijo menor, se pone furioso. En una fiesta así era habitual que el hijo mayor estuviera atendiendo a los invitados, como parte de sus obligaciones en calidad de coanfitrión juntamente con su padre. Pero el hermano mayor, saltándose el protocolo, se niega públicamente a entrar en la casa y unirse a la celebración, y seguidamente discute con su padre a la vista de todos.

«Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrara. Pero él, respondiendo, dijo al padre: “Tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo”»[10].

Arriesgándose a quedar humillado y avergonzado delante de sus invitados, el padre deja la fiesta para suplicarle a su hijo que se una a la celebración. La respuesta del hijo denota impertinencia, resentimiento, rencor, y revela cómo ve la relación con su padre.

¿Cómo reacciona el padre? Exactamente de la misma manera que con su otro hijo perdido: con amor, bondad y misericordia. Dice: «“Hijo, tú siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas”»[11].

La relación que tiene con él el hijo mayor está dañada —como ocurría con el menor—, y el padre desea repararla.  Ambos hijos necesitan reconciliarse con su padre y restaurar su relación con él. Ambos reciben el mismo amor de su padre, amor comunicado con humildad.

La última frase del padre expresa su alegría por el hecho de que el hijo menor ya no esté perdido. «“Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto y ha revivido; se había perdido y ha sido hallado”»[12]. Queda a discreción del oyente imaginar si el hermano mayor, que también estaba perdido, será hallado y restaurado, porque no se nos dice su respuesta.

Esta parábola nos muestra algo bien hermoso de Dios nuestro Padre. Él es todo compasión, gracia, amor y misericordia. Como el padre de la parábola, deja que tomemos decisiones por nosotros mismos, y nos ama independientemente de cuáles sean nuestras decisiones y sus consecuencias. Él desea que todos los que se han descarriado, todos los perdidos, todos aquellos cuya relación con Él está dañada, vuelvan a casa. Los está esperando, y los recibe con gran alegría y celebración.

Esa es la actitud de Dios frente a cada persona. Él nos ama entrañablemente y anhela tener una relación viva con todos. Busca a los perdidos y se alegra enormemente cuando vuelven a casa. Los recibe con los brazos abiertos, sin importar quiénes sean ni lo que hayan hecho. Los perdona, los ama, los acoge. Como reza un antiguo himno: «Venid, venid, si estáis cansados, venid».

El Padre ama profundamente a cada persona. Jesús dio la vida por todos. Y a nosotros se nos pide que demos a conocer esa noticia. Para ello tenemos que buscar a los demás, como hacía Jesús, hacer un esfuerzo por llegar a ellos y comunicarles el mensaje de que Dios los ama y quiere tener una relación con ellos. Dios es compasivo, está lleno de amor y misericordia. Ama a todas las personas y pide que nosotros, Sus representantes, hagamos lo que hizo Jesús: que manifestemos amor incondicional, que amemos a los despreciados, y busquemos a los perdidos, los llevemos a la reconciliación y reaccionemos con alegría y celebración cuando se encuentra lo que estaba perdido.

Publicado por primera vez en enero de 2015. Pasajes seleccionados y publicado de nuevo en enero de 2020.


[1] Lucas 15:11-13. Todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995.

[2] Lucas 15:13-14.

[3] Lucas 15:15-16.

[4] Lucas 15:17-19.

[5] Lucas 15:20–21.

[6] Lucas 15:21–22.

[7] Lucas 15:23.

[8] Lucas 15:24.

[9] Lucas 15:25–28.

[10] Lucas 15:28–30.

[11] Lucas 15:31.

[12] Lucas 15:32.

 

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