Esperando... esperando la Navidad

diciembre 18, 2019

Elizabeth English

[Waiting … Waiting for Christmas]

Herman y yo finalmente cerramos nuestra tienda y cansados nos dirigimos a casa en South Caldwell Street. Eran las 11:00 de la noche el día de Nochebuena de 1949. Estábamos agotadísimos.

La nuestra era una de esas grandes tiendas de electrodomésticos que vendían de todo, desde refrigeradores, tostadoras y tocadiscos hasta bicicletas, casas de muñecas y juegos. Habíamos vendido casi todos los juguetes; y todo lo que la gente había reservado, excepto un paquete, que no había sido recogido.

Por lo general, Herman y yo manteníamos la tienda abierta hasta que todo había sido recogido. Sabíamos que no nos despertaríamos muy felices en la mañana de Navidad sabiendo que el regalo de un niño estaba en el estante reservado. Pero la persona que había dejado un dólar de depósito por ese paquete nunca apareció.

Temprano en la mañana de Navidad, nuestro hijo de 12 años, Tom, y Herman y yo estábamos junto al árbol abriendo regalos. Pero lo cierto es que había una sensación de aburrimiento en esta Navidad. Tom estaba ya más grande; no había querido ningún juguete, solo ropa y juegos. Extrañaba su exuberancia infantil de años pasados.

En cuanto terminamos el desayuno, Tom se fue a visitar a su amigo de al lado. Y Herman se metió en la habitación, farfullando: «Me vuelvo a dormir. Igual, no hay razón para quedarme despierto.»

Así que me quedé sola, lavando los platos y muy decepcionada. Eran casi las 9:00, y el aguanieve mezclado con nieve cortaba el aire afuera. El viento sacudía nuestras ventanas y me sentía agradecida por la calidez del apartamento. Qué bueno no tener que salir en un día como hoy, pensé, recogiendo las envolturas y cintas esparcidas por la sala de estar.

Y de pronto empezó. Algo que nunca antes me había pasado. Un extraño y persistente impulso. «Ve a la tienda», parecía decir.

Miré la acera cubierta de hielo. Es una locura, me dije. Traté de descartar el pensamiento, pero no me dejaba en paz. Ve a la tienda.

Pues no pensaba ir. Nunca había ido a la tienda el día de Navidad en los 10 años que la habíamos tenido. Nadie abría su tienda ese día. No había razón para ir, no quería y no iba a hacerlo.

Durante una hora luché contra esa extraña sensación. Finalmente, no pude soportarlo más y me vestí.

—Herman —dije, sintiéndome tonta—, creo que voy a ir caminando a la tienda.

Herman se despertó sobresaltado.

—¿Para qué? ¿Qué vas a hacer allí?

—No lo sé —respondí sin convicción—. No hay mucho que hacer aquí. Me daré un paseo.

Me cuestionó un poco, pero le dije que volvería pronto.

—Bueno, adelante —gruñó—, pero no entiendo para qué vas.

Me puse mi abrigo de lana gris y un gorro gris, luego mis botas y mi bufanda y guantes rojos. Una vez afuera, ninguna de estas prendas parecía ayudar. El viento me atravesaba y el aguanieve me escocía en las mejillas. Caminé a tientas durante el kilómetro y medio que había hasta el 117 de East Park Avenue, resbalando y deslizándome todo el camino.

Me temblaba el cuerpo y metí las manos en los bolsillos de mi abrigo para evitar que se congelaran. Me sentía ridícula. Que hacía ahí afuera con ese frío infernal.

Ahí estaba la tienda delante de mí. El letrero anunciaba ventas y servicios de radioelectrónica, y las grandes ventanas de cristal sobresalían en la acera. Pero... ¿qué es lo que veo? Frente a la tienda había dos niños pequeños, acurrucados, uno de unos 9 años y el otro de 6.

—¡Ahí viene! —Gritó el mayor. Tenía su brazo alrededor del más pequeño—. Te dije que vendría —dijo con júbilo.

Los dos pequeños estaban medio congelados. El rostro del más chico estaba húmedo de lágrimas, pero cuando me vio, abrió los ojos de par en par y dejó de sollozar.

—¿Qué están haciendo aquí bajo esta lluvia helada? —Les regañé, haciéndoles entrar rápidamente a la tienda y encendiendo la calefacción—. ¡Deberían estar en casa en un día como este!

Estaban mal vestidos. No tenían gorros ni guantes, y sus zapatos estaban medio destrozados. Froté sus manitas heladas y las acerqué al calentador.

—La hemos estado esperando —respondió el mayor.

Habían estado afuera desde las 9:00, hora en que normalmente abro la tienda.

—¿Por qué me esperaban? —Le pregunté, asombrada.

—Mi hermanito, Jimmy, no recibió ninguna Navidad —tocó el hombro de Jimmy—. Queremos comprar unos patines. Eso es lo que quiere. Tenemos estos 3 dólares. Vea, señorita Lady —dijo, sacando el dinero de su bolsillo.

Miré los dólares en su mano. Miré sus caras expectantes. Y luego miré la tienda.

—Lo siento —dije—, pero hemos vendido casi todo. No tenemos patines.

Entonces vi el estante de las reservas con ese único paquete que había quedado. Traté de recordar lo que tenía...

—Un momento —les dije.

Fui, recogí el paquete, lo desenvolví y, milagro de milagros, ¡había un par de patines!

Jimmy extendió las manos hacia ellos. Señor, dije en silencio, haz que sean de su tamaño.

Y cual milagro añadido a otro milagro, eran de su talla.

Cuando el niño mayor terminó de atar los cordones del pie derecho de Jimmy y vio que el patín le quedaba perfecto, se levantó y me quiso entregar los dólares.

—No, no voy a tomar tu dinero —le dije—. No podría aceptar su dinero—. Quiero que te quedes con estos patines, y que uses tu dinero para conseguir unos guantes.

Los dos parpadearon al principio. Luego se les pusieron los ojos como platos, y sonrieron de oreja a oreja cuando entendieron que les estaba dando los patines y no quería sus 3 dólares.

Lo que vi en los ojos de Jimmy fue como una bendición. Alegría pura, hermoso. Se me levantó el ánimo.

Después de que los niños se habían calentado, apagué el calentador y salimos juntos. Mientras cerraba la puerta, me volví hacia el hermano mayor y le dije:

—Qué suerte que vine. Si se hubieran quedado ahí mucho más tiempo, se habrían congelado. ¿Pero cómo sabían que vendría?

No estaba preparada para su respuesta. Su mirada era firme y me respondió suavemente.

—Sabía que vendría —dijo—. Le pedí a Jesús que la enviara.

Los hormigueos en mi columna no eran del frío. Dios lo había planeado todo.

Nos despedimos y volví a casa a una Navidad más radiante que la que había dejado antes. Tom trajo a su amigo a nuestra casa. Herman salió de la cama, y vinieron su padre, «Papa» English, y su hermana, Ella. Disfrutamos una cena maravillosa y un rato maravilloso.

Pero lo que hizo que esa Navidad fuera realmente maravillosa fue lo que hace que cada Navidad sea maravillosa: Jesús estaba presente[1].

«La Navidad… es amor en acción. Cuando amas a alguien, lo tratas como Dios nos trata a nosotros. El mayor regalo que nos dio fue a Su Hijo, a quien envió como ser humano, para que podamos conocer cómo es Dios el Padre en realidad. Cada vez que amamos, cada vez que damos, es Navidad.»  Dale Evans Rogers


[1] https://bolstablog.wordpress.com/2010/12/25/boys-skates. Este relato se imprimió por primera vez en la revista Guideposts en algún momento de la década de los 50 y se volvió a publicar en el libro de 1989 New Guideposts Christmas Treasury y en el libro de 2000, Christmas in My Heart, Volume 9. ...Elijo creer que sucedió. Después de todo, ¡la Navidad es una temporada mágica y, bueno, creer en historias como ésta la hace mucho más mágica!  Phil Bolsta

 

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