diciembre 5, 2019
La santidad es uno de los atributos de Dios, parte de Su esencialidad. Él es único, singularizado, distinto y mayor que cualquier otra cosa o ser que exista; es además moralmente puro. Su santidad es la diferencia fundamental entre Dios y el hombre.
Si bien es posible que nosotros reflejemos a Dios practicando actos de santidad, Dios es santidad. Su santidad entraña ausencia de mal, una perfecta libertad de todo mal. Los seres humanos, por nuestra condición, no somos capaces de eso. En 1 Juan 1:5 leemos: Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en Él. Este uso que se da en la Escritura a las palabras luz y tinieblas tiene un significado mucho más amplio que el referido a la luz del día y la oscuridad de la noche. Juan nos expresa que Dios está absolutamente exento de todo mal en sentido moral y que Él mismo constituye la esencia de la pureza moral[1].
Dios siempre está en perfecta conformidad con Su propio carácter y en Sus actos siempre es consecuente con Su carácter santo. Dado que es santo, todas sus acciones son también santas. Por tanto, podemos estar seguros de que las acciones que realiza en relación a nosotros son perfectas y justas. Dios no puede ser injusto nunca; de serlo contravendría Su naturaleza esencial.
Ya que Dios es santo, también a nosotros se nos llama a ser santos. El apóstol Pedro escribió: «Como hijos obedientes, no se conformen a los deseos que antes tenían en su ignorancia, sino que así como Aquél que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: “Sean santos, porque Yo soy santo”»[2].
El vocablo griego traducido en este pasaje con la frase manera de vivir entraña también el concepto de conducta, comportamiento, proceder y el modo de gobernarse una persona. En otras partes la Escritura nos exhorta: Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor[3]. Naturalmente que es imposible para nosotros ser enteramente santos, ya que somos humanos y pecamos. No obstante, la santidad es parte del camino que vamos recorriendo con el Señor y del proceso de llegar a parecernos más a Él.
Santidad tiene dos significados. El primero alude a separación o apartamiento. En el Antiguo Testamento, a Israel se lo denominaba pueblo santo, porque pertenecía exclusivamente a Dios y se hallaba separado de otras naciones. Guardaba un paralelismo con la separación o la otredad de Dios con respecto a todas las cosas creadas. El concepto de pueblo santo alusivo a los cristianos también se puede apreciar en el Nuevo Testamento: «Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable[4].
El pueblo de Dios es santo en virtud de que pertenece singularmente a Él.
El segundo significado de santo se refiere a pureza y limpieza. El Antiguo Testamento se ocupa mucho del tema de la santidad ritual, que incluye la limpieza ceremonial y distinciones entre alimentos puros y alimentos impuros. También alude a quedar limpio de pecado[5]. En el Nuevo Testamento Jesús descartó la pureza ritual/ceremonial y se enfocó en la pureza interior, la pureza moral y la pureza del corazón[6].
Por medio de la salvación nos santificamos[7]. Y, sin embargo, aunque se nos han perdonado nuestros pecados, de ninguna manera estamos sin pecado. Si bien el pecado ya no reina en nuestra vida, sigue presente dentro de nosotros. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros»[8]. Evidentemente que todavía cometemos pecados; no obstante, «si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad»[9].
El pecado no tiene sobre nosotros el mismo dominio que tenía antes de la salvación; así y todo, aún lidiamos con él. En cierto sentido, somos santificados en el momento de la salvación; pero también tiene lugar un proceso transformacional que persiste el resto de nuestra vida, un crecimiento en santidad. El apóstol Pablo lo expresó de esta manera: «Nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor»[10].
Crecer en santidad no es algo que se produzca automáticamente; demanda un esfuerzo, como se advierte en la alegoría de la carrera atlética: «Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante»[11]. A lo largo de «la carrera» de la vida tiene lugar un continuo despojarse del pecado. Jamás lograremos una plena semejanza con Cristo ni podremos erradicar el pecado de nuestra vida terrenal. Así y todo, aunque sabemos que eso no sucederá cabalmente hasta la vida venidera, se nos convoca a esmerarnos por ello en nuestra presente vida.
Debemos esforzarnos por conformar la totalidad de nuestra persona a la imagen de Dios: nuestro corazón, emociones, mente, alma y espíritu. A medida que estos se vayan transformando progresivamente, las acciones de nuestro cuerpo reflejarán esa transformación interior; nuestros actos, nuestras palabras, nuestra interacción con los demás serán reflejo de Cristo. Pablo escribió al respecto: «Como tenemos estas promesas, queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación»[12].
La Escritura destaca la necesidad de transformación mediante una continua renovación de la mente: «No se adapten a este mundo, sino transfórmense mediante la renovación de su mente»[13]. Se nos insta a desarrollar una disposición de ánimo acorde con la Escritura para que nuestros valores, deseos y moral se basen en las enseñanzas de la Biblia y no en las normas de la sociedad.
La piedad y la devoción también requieren que nuestra voluntad se transforme de tal manera que se ajuste a Su voluntad tal como nos ha sido revelada en la Escritura. Acogemos lo que se ciñe a la voluntad de Dios y desestimamos lo que se le opone. Nuestras preferencias, decisiones y acciones están en armonía con Su voluntad y naturaleza reveladas en Su Palabra. La gracia de Dios nos ayuda a decidir con acierto ante las alternativas morales que se nos presentan.
La transformación en semejanza a Cristo es holística en el sentido de que muda la totalidad de nuestra persona. Es un proceso que empieza en el momento de nuestra salvación y continúa a lo largo de la vida. Se logra mediante la gracia de Dios y la obra transformativa del Espíritu Santo. Eso, sin embargo, no significa que Dios nos transmute en semejanza a Cristo sin ningún esfuerzo de nuestra parte. Cuando asumimos seriamente el cometido de imitar a Cristo, sin duda oramos para que el Señor nos cambie, pero a la vez tomamos decisiones que nos impulsen hacia la santidad y somos consecuentes con esas decisiones.
Para alcanzar una mayor similitud con Cristo es imperativo que asumamos una postura clara contra las acciones, impulsos y pensamientos negativos que en nuestra mente y corazón nos inducen al pecado; y que por otra parte abracemos las virtudes, valores y preceptos morales que reflejan la naturaleza divina.
Artículo publicado por primera vez en septiembre de 2016. Texto recopilado y publicado de nuevo en diciembre de 2019.
[1] Este artículo se basa en elementos básicos del libro En pos de la santidad de Jerry Bridges (Unilit, 1995).
[2] 1 Pedro 1:14-16 (NBLH). A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.
[3] Hebreos 12:14.
[4] 1 Pedro 2:9 (NVI).
[5] Levítico 16:30 (RVC).
[6] Mateo 5:8.
[7] Hebreos 10:10.
[8] 1 Juan 1:8.
[9] 1 Juan 1:9.
[10] 2 Corintios 3:18.
[11] Hebreos 12:1.
[12] 2 Corintios 7:1 (NVI).
[13] Romanos 12:2 (NBLH).
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