agosto 12, 2019
La enseñanza medular del Nuevo Testamento se encuentra en uno de los versículos más bellos de las Escrituras: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna»[1].
Ese versículo revela la asombrosa verdad de que el Creador del universo amó tanto a la especie humana que envió a la segunda Persona de la Trinidad —Dios Hijo, Jesús— para que se hiciera humano y muriera en nuestro lugar por los pecados que hemos cometido, a fin de que no tuviéramos que sufrir el castigo de esos pecados, a pesar de que nos lo merecemos. Tenemos la oportunidad de obtener vida eterna porque Jesús, con Su sacrificio, pagó nuestros pecados.
El plan de Dios para salvarnos, que fue decidido desde antes de la creación del mundo, es consecuencia de Su amor por la humanidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos aman y concibieron una forma de que nos salváramos de la máxima consecuencia del pecado: la muerte espiritual y la separación de Dios en el más allá, que las Escrituras llaman infierno.
Hay personas que tienen la impresión de que Dios es cruel y colérico, de que nos juzga con dureza porque Él personalmente está ofendido por el hecho de que hayamos pecado contra Él, y por consiguiente exige egoístamente que seamos castigados. La realidad es muy distinta. Dado que la naturaleza de Dios incluye atributos como Su santidad, Su rectitud, Su justicia y Su ira, para ser consecuente con Su naturaleza divina Él debe juzgar el pecado.
Podría haber castigado justamente a todos los seres humanos por sus pecados. Pero como Su naturaleza divina también incluye atributos como Su amor, Su misericordia y Su gracia, quiso que no pereciera nadie[2], y por eso ideó una manera de que los seres humanos pudieran ser redimidos. Tal redención está motivada por Su amor, es porque «de tal manera amó al mundo». Aunque somos pecadores y hemos pecado contra Él, Su amor es tal que lo ha llevado a disponer una forma de que nos salvemos del castigo que merecen nuestros pecados. El plan de Dios para salvarnos es manifestación de Su misericordia y Su amor por la humanidad.
Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros[3].
En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados[4].
Antes de crear el universo, Dios ya sabía que los seres humanos, que fueron dotados de libre albedrío, pecarían; por eso concibió una manera de librar a la humanidad del castigo del pecado: Su plan de salvación.
Dios desea salvar a los seres humanos, redimirlos, reconciliarlos con Él. No tenía ninguna obligación de salvarnos. Podría haber dejado que todos los seres humanos simplemente sufrieran el castigo del pecado; pero no. Por amor a nosotros, Dios ideó una forma de redimirnos. Desde el principio ya tenía un plan para salvarnos, y comenzó a ejecutarse cuando Adán y Eva pecaron por primera vez y culminó con la muerte y resurrección de Jesús.
Como Dios es el Creador omnisciente, no le sorprendió que Adán y Eva pecaran. Sabía que ellos, por voluntad propia, optarían por desobedecer, y previsoramente ya había concebido un plan de salvación.
Su plan de salvación consistía en escoger a un pueblo, Israel, a quien se revelaría y daría Sus mandamientos. En Sus palabras a Israel, Dios reveló información sobre Sí mismo, el único Dios verdadero, y Su ley. Israel guardó y transmitió Su revelación de generación en generación, con lo que garantizó su preservación. Por el linaje de Israel Dios envió a Su Hijo, el Dios-Hombre, mediante el cual trajo salvación a la humanidad.
La historia de Israel no es otra que la historia de cómo Dios preparó el terreno para la salvación de la humanidad por medio de Jesús. El Antiguo Testamento no solo contiene profecías sobre la vida y misión del Mesías, sino también numerosos presagios de la salvación que vendría mediante el Hijo de Dios hecho carne.
En todo el libro del Génesis se ofrecen sacrificios a Dios, comenzando con Caín y Abel y siguiendo con Noé, Abraham, Isaac, Jacob y otros. Un episodio en particular, en que Dios le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac, prefigura el sacrificio, por parte de Dios, de Su Hijo por los pecados de la humanidad. Cuando Isaac le pregunta a su padre dónde está el cordero para el sacrificio, Abraham le responde que Dios proveerá. En el momento en que Abraham se dispone a matar a su hijo sobre el altar, el Señor le muestra un carnero enredado en unos matorrales, que Abraham sacrifica en lugar de su hijo. La sustitución de Isaac por un cordero que se ofrece en sacrificio a Dios ilustra el concepto del sacrificio sustitutivo, el cual constituye el fundamento del sistema de sacrificios de animales que más tarde Dios le dio a Israel, por medio de Moisés, como una forma de expiar sus pecados. El hecho de que Dios proporcionara el carnero prefigura cómo proveería una víctima, Su Hijo, para ser sacrificada por los pecados de la humanidad[5].
En el segundo año después de la liberación de Egipto, Dios dio instrucciones a Moisés para que instituyera el sistema sacrificial levítico, en el que los sacrificios de animales expiarían el pecado[6]. Cada año, en el Día de Expiación, se hacía un sacrificio especial por los pecados de todo el pueblo. Primero el sumo sacerdote hacía una ofrenda por sus propios pecados, seguida de una ofrenda especial por el pueblo.
En esos sacrificios del Antiguo Testamento ya aparece el concepto de expiar el pecado y hacer reconciliación por el mismo mediante sustitución. De la misma manera que en lugar de sacrificar a Isaac se sacrificó un carnero, los animales se sacrificaban por los pecados del ofrendante. Con esos sacrificios del Antiguo Testamento se expiaban los pecados ya cometidos; pero era necesario repetirlos al incurrir en nuevos pecados.
El divino plan de salvación mediante la muerte y resurrección de Jesús fue el plan de redención que trazó Dios para los seres humanos desde antes que estos existieran. En el Antiguo Testamento ya comenzó a revelarlo; y en el Nuevo Testamento, cuando Juan el Bautista proclama: «¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!»[7], empieza a desvelarse plenamente la totalidad del plan.
El cumplimiento del plan divino de redención mediante la muerte de Jesús, Su sacrificio en nuestro lugar con el derramamiento de Su sangre por nuestros pecados, es algo que se menciona repetidamente en todo el Nuevo Testamento. Él es el Cordero sacrificado, el que murió en nuestro lugar y el que, como el chivo expiatorio, ha tomado nuestros pecados sobre Sí mismo.
Es el Redentor que nos salva de la esclavitud del pecado. Su muerte y Su resurrección son el cumplimiento del plan divino de redención. Dios ha sido santo, recto y justo con Sus criaturas. Ha sido amoroso, misericordioso y compasivo. Somos los beneficiarios del mayor sacrificio jamás realizado.
Cristo nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante[8].
Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. […] Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados[9].
En Él tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de Su gracia[10].
Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mucha más razón, habiendo sido ya justificados en Su sangre, por Él seremos salvos de la ira[11].
Artículo publicado por primera vez en octubre de 2012. Pasajes seleccionados y publicados de nuevo en agosto de 2019.
[1] Juan 3:16.
[2] 2 Pedro 3:9.
[3] Romanos 5:8.
[4] 1 Juan 4:9,10.
[5] Génesis 22:6–8,13.
[6] Éxodo 40:17, 29.
[7] Juan 1:29.
[8] Efesios 5:2.
[9] Hebreos 10:10,14.
[10] Efesios 1:7.
[11] Romanos 5:8,9.
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