noviembre 12, 2018
Cuando aceptamos a Jesús como Salvador nuestros pecados quedan perdonados y por ende quedamos justificados ante Dios y tenemos certeza de nuestra salvación. En Su gran amor por la humanidad, Dios dispuso una vía para reconciliarnos con Él. Esa vía es el sacrificio de Su Hijo, Jesús, que dio Su vida para que pudiésemos nacer de nuevo como integrantes de la familia de Dios. La salvación cambió nuestra relación con Dios. Ahora es nuestro Padre. Somos parte de Su familia por la eternidad.
Sin embargo, nacer de nuevo no significa que ya no pecamos o que cuando lo hacemos nuestros pecados no tienen consecuencias. El pecado tiene efectos negativos en nuestra vida y en la de los demás, y sobre todo, en el daño que hace a nuestra relación personal con Dios. El pecado abre una brecha en nuestra relación con nuestro Padre. La confesión repara esa brecha. La rectificación requiere un esfuerzo de nuestra parte. Es similar al esfuerzo que debemos hacer para restaurar una relación con otra persona a quien hemos herido u ofendido.
La confesión es el medio para contrarrestar el efecto que tienen nuestros pecados en nuestra relación con Dios. Si no reparamos periódicamente el daño confesando nuestros pecados, corremos el riesgo de endurecernos en nuestro corazón y espíritu y de que nuestra relación con Él se vuelva más distante.
En el Padrenuestro, Jesús nos insta a pedir al Padre que perdone nuestros pecados[1]. No nos dice que recemos repetidamente por justificación, pues eso lo obtuvimos al salvarnos[2]. En cambio, nos muestra una forma de restaurar nuestra relación personal con Dios cuando esta se ha quebrado o se ha visto afectada por nuestros pecados.
Confesar nuestros pecados y pedir a Dios que nos perdone es el camino a esa restauración. Cuando venimos delante de Él y admitimos que hemos pecado, cuando le pedimos perdón y mostramos arrepentimiento de corazón, la brecha queda reparada y se restaura la relación afectada. Somos limpiados de nuestra injusticia y estamos en condiciones de volver a comulgar con la justicia, que es Dios mismo.
«Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad»[3]. Dios desea perdonarnos y la confesión es la vía por la que recibimos Su misericordia y compasión.
El término griego que significa pecado es hamartia, que significa errar el blanco, obrar mal o desviarse. Como cristianos no queremos desviarnos del camino de la rectitud o errar el blanco. Nuestro objetivo en la travesía de la vida es andar cerca de Jesús y no apartarnos de Él. Cuando pecamos, nos desviamos. Confesar nos devuelve al camino. La confesión es una expresión de nuestro amor y deseo de tener una relación estrecha con Él y permanecer unidos a Él.
Cuando confesamos nuestros pecados, convenimos con Él en la condena al pecado y reconocemos que al pecar hemos actuado en contra de Dios personalmente, en contra de Su Palabra y Su naturaleza. Admitimos que pecar está mal y que hemos actuado de manera que lo ofende.
Entraña reconocer que esas acciones repugnan a Dios y que al hacerlas menoscabamos nuestra relación con Él. Convenimos en que por causa de los pecados del hombre, incluidos los nuestros, Jesús sufrió la tortura y la muerte en la cruz. Confesar es reconocer que esas cosas están mal, que las hemos hecho, que hemos ofendido a Dios, que nos arrepentimos y que necesitamos Su perdón. Expresa también que comprendemos que cuando confesamos nuestros pecados, en Su amor y misericordia, Dios nos perdona.
Charles Spurgeon señaló que como hijos de Dios no venimos delante de Él a confesar como lo hace un inculpado o criminal ante un juez. Más bien, como hijos Suyos, acudimos a nuestro Padre amoroso, quien desea perdonarnos.
Al confesar nuestros pecados reconocemos y admitimos nuestra culpa. Afirmamos que independientemente de la persona a quien hemos herido, hemos pecado contra Dios, ante quien debemos dar cuenta, que nos pesa profundamente haberlo hecho y que procuramos Su perdón.
Naturalmente, parte de la confesión es el arrepentimiento, que significa cambiar de idea, mudar nuestra perspectiva y propósito. El arrepentimiento significa volvernos del pecado y acercarnos a Dios, de forma similar al hijo pródigo, que regresó de un país lejano a la casa del padre. Entraña arrepentirse de haber pecado y comprometerse a cambiar.
Cada uno de nosotros peca con frecuencia. No deseamos hacerlo, generalmente no nos proponemos hacerlo, pero lo hacemos. Y mientras algunos pecados son más graves que otros, todo pecado es espiritualmente perjudicial. La confesión forma parte del proceso de contrarrestar ese perjuicio.
Antes de acudir al Señor para confesar nuestros pecados, resulta beneficioso tomar tiempo para hacer examen de conciencia, meditar y orar acerca de las formas en que hemos pecado y de los pecados específicos que podemos recordar. El objetivo no es arrancar de raíz cada pequeño detalle de cada posible pecado en que hayamos incurrido, sino tomarse un rato para orar e invitar al Señor a obrar en nuestro corazón para que nos indique en qué aspectos necesitamos Su perdón.
Las Escrituras nos instan a confesar nuestros pecados a Dios. «Te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: “Voy a confesar mis transgresiones al Señor”, y Tú perdonaste mi maldad y mi pecado»[4]. Confesamos ante el Señor porque en última instancia es contra Él que pecamos.
Además de confesar nuestros pecados a Dios, las Escrituras también hablan de confesar ante los demás. «Por eso, confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros, para que sean sanados. La oración del justo es poderosa y eficaz[5]. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados»[6].
Algunos cristianos —los católicos, los ortodoxos y algunos anglicanos— siguen las instrucciones de confesar sus pecados a los demás dentro del sacramento de la confesión cuando confiesan ante el sacerdote. En general, en la fe protestante la confesión se hace únicamente ante Dios en la privacidad del tiempo personal de oración. En algunos servicios protestantes el pastor llama a un tiempo de silencio para dar lugar a que los fieles confiesen sus pecados al Señor en privado.
Si bien confesar nuestros pecados es generalmente un asunto entre el individuo y Dios, como hemos visto en los versículos anteriores, hay ocasiones en que se nos manda confesar nuestros pecados los unos a los otros.
Hay ocasiones en que un individuo confiesa sus pecados al Señor pero siente que con eso no basta; no tiene paz de que su confesión haya restaurado su relación con el Creador. En una situación de ese tipo puede resultar beneficioso confesar el pecado ante un hermano o hermana en el Señor, alguien de confianza. A veces es necesario confesar el pecado verbalmente a un cristiano de confianza y que este rece una oración efectiva para plasmar el convencimiento de que ha sido perdonado, lo que le ayudará a recobrar la paz en el corazón, la mente y el espíritu.
Como cristianos, uno de nuestros objetivos es cultivar una relación profunda y duradera con Dios por medio de Jesús. Dado que el pecado nos separa de Dios, queremos evitar incurrir en él; sin embargo, como seres humanos que somos, es imposible quedar completamente libres del pecado. A causa de ello, confesar nuestros pecados y obtener el perdón del Señor es clave para mantener la relación que deseamos tener con Él. La confesión es la vía que Dios dispone para eliminar los efectos del pecado en nuestra relación con Él. Dios desea perdonarnos y quiere que estemos dispuestos a procurar ese perdón.
Cuando acudimos al Señor para confesar nuestros pecados, puede que lo hagamos con pesar, tristeza y contrición, pero después podemos partir con una gran alegría. La alegría de haber sido perdonados, de que nuestra relación ha quedado restaurada y la carga de nuestros pecados no nos impide estar en Su presencia. La confesión nos lleva a la celebración. Nuestros pecados son perdonados, nuestra vida se ve transformada. En resumidas cuentas, «la confesión es buena para el alma».
Publicado por primera vez en julio de 2014. Texto adaptado y publicado de nuevo en noviembre de 2018.
[1] Lucas 11:4 (NVI).
[2] Romanos 8:1 (NVI).
[3] 1 Juan 1:9 (NVI).
[4] Salmo 32:5 (NVI).
[5] Santiago 5:16 (NVI).
[6] Juan 20:23 (DHH).
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