julio 19, 2018
«Alaben al SEÑOR desde los cielos; alábenlo en las alturas. Alábenlo, todos Sus ángeles; alábenlo, todos Sus ejércitos. Alábenlo, sol y luna; alábenlo, todas las estrellas luminosas. Alábenlo, cielos de los cielos, y las aguas que están sobre los cielos. Alaben ellos el nombre del SEÑOR, pues Él ordenó y fueron creados. Alaben ellos el nombre del SEÑOR, porque solo Su nombre es exaltado; Su gloria es sobre tierra y cielos.» Salmo 148:1–5, 13[1]
La alabanza es un elemento fundamental de la adoración, puesto que implica un reconocimiento verbal de las virtudes de Dios. Cuando lo alabamos, lo adoramos por Sus atributos.
La acción de gracias es también parte integral de la adoración. Agradecemos a Dios por todo lo que ha hecho y continúa haciendo, particularmente nuestra salvación. «Todas Tus maravillas contaré. En Ti me alegraré y me regocijaré; cantaré alabanzas a Tu nombre, oh Altísimo.»[2]
Cuando acudimos ante el Señor, adorándolo por lo que es y lo que ha hecho, generalmente tomamos una conciencia más nítida de nuestra humanidad, en el sentido de las limitaciones, flaquezas, defectos y pecados que tenemos como seres humanos. Ello nos pone en una actitud de humildad y contrición.
Cuando el profeta Isaías vio al Señor sentado en Su trono, las orlas de Su manto que llenaban el templo, los ángeles que lo rodeaban diciendo «Santo, santo, santo es el Señor Todopoderoso; toda la tierra está llena de Su gloria» y el templo lleno de humo, reaccionó con humildad y contrición. Dijo: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto al Rey, al SEÑOR Todopoderoso!»[3]
La santidad y perfección de Dios infundió en Isaías un profundo sentido de impureza, de pecado. Produjo en él un sentimiento de humildad y contrición. Asimismo, nosotros debiéramos acudir ante el Señor en adoración sabiéndonos indignos y al mismo tiempo agradecidos de nuestra salvación, lo que nos permite acceder a Su presencia en calidad de hijos Suyos.
Al leer más a fondo la experiencia de Isaías descubrimos que después de ver al Señor y obtener expiación por su pecado, sintió un llamamiento, una vocación de servicio.«¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?» Y él respondió: «Aquí estoy. ¡Envíame a mí!»[4] Estar en la presencia del Señor trajo consigo el deseo de servir a Dios.
El apóstol Pablo aludió a nuestro servicio al Señor como una forma de culto, cuando escribió: «Hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional»[5]. El estímulo para hacer la voluntad de Dios, para responder a Su llamado y servirle, es al mismo tiempo parte y consecuencia del culto que le tributamos.
Cuando entramos por Sus puertas con acción de gracias y por Sus atrios con alabanza… cuando agradecemos a Dios y bendecimos Su nombre y todos Sus atributos… cuando le expresamos nuestro profundo amor… cuando lo veneramos, lo honramos y ensalzamos Su magnificencia, y cuando acudimos ante Él en humildad y contrición, lo adoramos como Él quiere que se lo adore: en espíritu y en verdad.
Se nos llama a los creyentes a adorar tanto en privado como en público o en sociedad. Se espera que de tanto en tanto rindamos culto a Dios en compañía de otros cristianos. Cuando nos reunimos con otras personas para alabar al Señor y para orar en conjunto, hay elementos que no se dan cuando adoramos y oramos solos. El libro del Apocalipsis nos ofrece una vislumbre de los creyentes adorando juntos en el Cielo:
Luego miré, y oí la voz de muchos ángeles que estaban alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos. Había millones y millones de ellos, y decían con fuerte voz: «¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza!»[6]
La adoración en conjunto, sin embargo, no basta; también debemos adorarlo individualmente. En los Evangelios leemos que Jesús asistió a la sinagoga, así como también a diversos festivales religiosos en el templo de Jerusalén, lugares indicados para la época. No obstante, también se apartó de madrugada para comulgar a solas con Su Padre. Jesús habló del culto en la intimidad cuando dijo: «Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará en público»[7].
Toda relación robusta y provechosa exige una inversión de esfuerzo, y nuestra relación con el Señor es igual. Para estar relacionalmente cerca de Dios es preciso comulgar con Él en adoración y súplica; responderle con amor, honra y reverencia; exaltarlo y agradecerle; deleitarnos en Él[8].
La adoración exige un esfuerzo de nuestra parte para dedicar un tiempo para reverenciar al Señor. Hace falta determinación y un compromiso para acceder a la presencia del Señor en espíritu y en verdad. La adoración es más que un trámite habitual de oración, alabanza y canto; es acceder espiritualmente a la presencia de Dios, enchufar nuestro espíritu con el Suyo. Como Donald Whitney escribió: «Las aguas de la adoración no deben dejar de fluir nunca de nuestro corazón, porque Dios es siempre Dios y es siempre digno de reverencia.»
La adoración debiera ser parte del diálogo que mantenemos con Dios a lo largo del día. Cuando observamos la creación de Dios, miramos a una madre con su nene, las estrellas en la noche, cuando pensamos en el Señor, podemos rendirle honor, alabanza y gratitud por Sus maravillosas obras, por lo que ha hecho y lo que es. Cuando meditamos en Su Palabra, cuando pensamos en las bendiciones que nos ha conferido, la misericordia que nos ha demostrado, la gracia que nos ha otorgado, cuando rezamos y lo buscamos, en todos esos momentos podemos adorarlo.
Cuanto más expresamos verbalmente quién es Dios y lo que ha hecho, más presente se hace Él en cada aspecto de nuestra vida cotidiana. Cuando reconocemos con frecuencia Su amor, compasión, misericordia, bondad y justicia, interiorizamos esas virtudes y mayor probabilidad tenemos de emularlas en nuestras interacciones con nuestros semejantes. Cuando lo alabamos por Su poder, Su presencia y Su omnisciencia, nos acordamos de que está siempre con nosotros, que nos conoce hasta en el último detalle, que nos creó y que comprende los pensamientos y las intenciones de nuestro corazón. Hacer memoria de ello puede reafirmar nuestra determinación para poner todo de nuestra parte con tal de vivir conforme a Su Palabra, tratar a otros con amor y portarnos con los demás como queremos que se porten con nosotros.
Adorar en espíritu y en verdad debiera estar en la médula misma de nuestra relación con Dios nuestro Creador.
«Vengan, adoremos y postrémonos; doblemos la rodilla ante el SEÑOR nuestro Hacedor. Tributen al SEÑOR la gloria debida a Su nombre; adoren al SEÑOR en la majestad de la santidad.» Salmo 95:6; 29:2[9]
Publicado por primera vez en mayo de 2014. Texto adaptado y publicado de nuevo en julio de 2018.
[1] NBLH.
[2] Salmo 9:1–2 (NBLH).
[3] Isaías 6:1–5 (NVI).
[4] Isaías 6:6–8 (NVI).
[5] Romanos 12:1 (RVR1960).
[6] Apocalipsis 5:11–12 (DHH).
[7] Mateo 6:6.
[8] Salmo 37:4.
[9] (NBLH).
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