febrero 20, 2018
Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto. Mateo 5:48[1]
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[Jesús] advirtió a las personas que pensaran en lo que iba a costar antes de hacerse cristianas. Dice: «Que no les quepa la menor duda de ello, si me lo permiten, los haré perfectos. Apenas se ponen en Mis manos, a eso se exponen. Nada menos, ni diferente a eso. Tienen libre albedrío, y si así lo eligen, pueden apartarse de Mí. Pero si no me dejan a un lado, entiendan que voy a terminar este trabajo. Sea cual sea el sufrimiento que les cueste en su vida terrenal, sin importar la inconcebible purificación que les pueda costar después de la muerte, sea lo que sea que me cueste a Mí, no descansaré jamás, ni los dejaré descansar, hasta que sean literalmente perfectos, hasta que Mi Padre pueda decir sin reservas que está complacido con ustedes, tal como dijo que estaba complacido conmigo. Esto es lo que puedo hacer y lo que haré. Sin embargo, no haré nada menos».
El resultado práctico es este: por una parte, que Dios exija perfección no debe de ningún modo desanimarte de que ahora intentes ser bueno, ni siquiera por tus fracasos actuales. Cada vez que caigas, Él te volverá a levantar. Y Dios sabe perfectamente que tus esfuerzos ni siquiera te acercarán a la perfección. Por otra parte, desde el principio debes darte cuenta de que la meta a la que Él te empieza a dirigir es a la perfección absoluta; y ningún poder del universo, excepto tú mismo, puede evitar que te lleve a esa meta. A eso te expones. […]
He aquí otra manera de mostrar las dos caras de la verdad. Por una parte, nunca debemos pensar que podemos confiar en que con nuestro propio esfuerzo, sin ayuda, podemos ser una persona decente; ni siquiera por las siguientes veinticuatro horas. Si Dios no nos apoya, ni uno solo de nosotros está a salvo de cometer un flagrante pecado. Por otra parte, ningún posible grado de santidad o heroísmo de los mayores santos que haya sido registrado va más allá de lo que Dios ha decidido producir al final en cada uno de nosotros. En esta vida esa obra no se terminará; sin embargo, Dios quiere que avancemos lo más posible antes de la muerte.
Si se lo permitimos —porque podemos impedírselo, si es lo que decidimos hacer— Dios hará del más débil e inmundo de nosotros un dios o una diosa, una criatura deslumbrante, radiante, inmortal, palpitante; alguien con una energía, alegría, sabiduría y amor que ahora somos incapaces de imaginar; un espejo brillante, sin mancha, que perfectamente refleje a Dios (aunque, por supuesto, en una escala menor), que refleje Su poder ilimitado, Su deleite y bondad. El proceso será largo y a ratos muy doloroso; sin embargo, tenemos una buena razón para esperar eso. Nada menos. Dios hablaba en serio. C.S. Lewis[2]
Es difícil conciliar el ideal de perfección que tiene Dios y la realidad de nuestra imperfección. […] «Ustedes tienen que ser perfectos, como es perfecto el Padre celestial»[3]. Esas palabras de nuestro Señor son, como podríamos esperar, del sermón del monte; al término de la parte en que Jesús nos da un nuevo conjunto de leyes que nos dicen que mirar a otra persona con lujuria equivale a cometer adulterio, que la ira puede ser equivalente al asesinato, y que hasta a nuestros enemigos tenemos que amar.
El llamado de Jesús a ser perfectos es la única norma que Él podría establecer para nosotros; sin embargo, al mismo tiempo, es imposible cumplirla. Es el único modelo que nuestro Señor podría ofrecer cuando consideramos posibles opciones. ¿Podría haber dicho: «Sean, por lo tanto, 75% altruistas, 90% castos, 98% honrados…»? ¿O quizá: «Sean amorosos y caritativos hasta donde les parezca bien»? No. Un Dios justo y amoroso no puede aceptar el pecado, ni puede permitirnos —teniendo en cuenta nuestros pecados— que establezcamos nuestras propias normas. Si hay un juicio, y si hay perdón de los pecados, sin duda un Dios amoroso nos indicaría por anticipado cuál sería el parámetro por el que seremos juzgados y para lo que necesitamos perdón. Sin embargo, esa de verdad es una norma imposible de cumplir; un ideal que ninguno de nosotros alcanzará en esta vida. Nuestra naturaleza pecaminosa, nuestra tendencia a actuar con egoísmo, es demasiado profunda. Aunque intentáramos eliminar todos los pecados carnales, al poco tiempo estaríamos llenos de orgullo o juzgaríamos a los demás. Al intentar ser caritativos y dar todo lo que tengamos, descubrimos que estamos preocupados de nosotros mismos y de cómo vamos a gastar cada dólar y pasar cada hora.
¿Cómo conciliamos eso? ¿Cómo vivimos, llamados a la perfección, pero sabiendo que no podemos ser perfectos? Solo puede haber una respuesta posible: la gracia. Entre lo que somos y lo que somos llamados a ser se extiende el arco glorioso de la gracia de Dios. Al mismo tiempo, ese arco nos cubre y es un puente hacia el Padre: Su regalo valiosísimo, y nos lo ha obsequiado. La misericordia de Dios —por medio de la vida, la muerte y la resurrección de Su Hijo—, ya pagó completamente por nuestro gran fracaso. En vez de nosotros, Jesús asumió el castigo que exige un Dios justo, y al identificarnos con Él nosotros ya no tenemos que pagar las consecuencias. […]
Es posible que la tensión entre buscar la perfección y aceptar que no podemos ser perfectos exija siempre que hagamos correcciones sobre la marcha. Pero eso está bien; la misericordia de Dios es tan grande que Su gracia también abarca eso.
El ideal de Dios es la perfección. Nuestra vida de cristianos debe ser de libertad perfecta. La única manera en que podemos conciliar esas dos cosas es al fijar la mirada, no en nuestra perfección ni en nuestros defectos, sino en Jesucristo. Alan P. Medinger
Yo no creo en la doctrina de la santificación y su corolario, la erradicación, ni tampoco en la doctrina bautista de la supresión, sino más bien en la antigua doctrina bíblica de habitación: «Cristo en ti, la esperanza de gloria»[4]. «Separados de Mí nada podéis hacer»[5].
Todos estamos llenos de faltas, y si no fijamos la vista en el Señor y centramos nuestros pensamientos en Su Palabra, estamos abocados a la derrota, las dudas, la decepción y, por último, el fracaso. Cuando Pedro empezó a verse a sí mismo, empezó a hundirse. ¡No sirvió de nada! No debemos perder de vista a Jesús. Solo Él puede evitar que caigas. Aférrate a Su mano, y no mires las olas. ¡No apartes la mirada de Jesús!
Dios sabe que distas mucho de ser perfecto, que nunca alcanzarás la perfección, y que por lo general eres un desastre, como lo somos todos. Así que la única pregunta, el único criterio, es: ¿Pones toda tu confianza en el Señor, confías en Su gracia y en Su amor y misericordia? ¿Si haces algo bueno, le das a Él la gloria?
«Prodigaré alabanzas al Cordero inmolado. Limpió todas mis manchas y expió mis pecados»[6]. El Cordero es Jesús, ¡aleluya!
Ayúdanos a tener los ojos puestos en ti, Jesús. Haz que nuestros pensamientos, nuestro corazón y nuestra fe perseveren en ti; lo pedimos para Tu gloria. David Brandt Berg
Publicado en Áncora en febrero de 2018.
[1] NVI.
[2] Mere Christianity (1952).
[3] Mateo 5:48 (BLPH).
[4] Colosenses 1:27.
[5] Juan 15:5.
[6] Himno Revive Us Again, de William Mackay, 1863.
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