febrero 12, 2018
A menudo, las dificultades que enfrentamos son lo que nos ayuda a ejercer toda nuestra capacidad latente y a cumplir el propósito que Dios tiene para nosotros. Por esa razón, debemos persistir durante esos tiempos difíciles; no podemos darnos por vencidos. Incluso cuando no veamos claramente el camino que tenemos por delante, ¡debemos perseverar! Es posible que ahora mismo veamos como en un espejo, borrosamente, pero tenemos Su promesa de que un día veremos claramente, cara a cara[1].
Si no tuviéramos que tomar nada por fe, si viéramos claramente todas las cosas buenas que nos tiene reservadas el Señor para un futuro muy cercano, lo que ahora nos parece tan difícil o una prueba muy dura, se volvería insignificante. Casi ni lo notaríamos, ni lo sentiríamos. ¿Verdad que cuando uno está haciendo algo que le gusta mucho se olvida de sus problemas, de lo que lo molesta? Ni se acuerda, porque está concentrado en el momento que disfruta. Pues igualmente, si pudiéramos ver la alegría que tendremos más adelante —las maravillas que nos tiene reservadas el Señor—, no permitiríamos que los problemas y desafíos que tenemos en esta vida nos afectaran tanto ni mucho menos[2].
El Señor no puede mostrarnos por vista lo que nos espera, pero nos ha dicho en Su Palabra que debemos confiar en Él, en que nos va a dar grandes cosas. Nuestra fe se pone a prueba en esos casos para ver si le vamos a creer o no. Si le creemos, nuestras dificultades se harán mucho más llevaderas; las circunstancias no nos parecerán tan difíciles o desagradables y nuestra cruz nos resultará más fácil de soportar. Pero si no tuviéramos esos desafíos y pruebas, no aprenderíamos lo importante que es la Palabra de Dios. No nos sentiríamos tan acuciados y por tanto no nos asiríamos de ella a la desesperada, con lo cual no descubriríamos que nos sostiene cuando todo lo demás nos decepciona y se desmorona a nuestro alrededor. Si no tuviéramos que recurrir a la Palabra de Dios en busca de fe, no hallaríamos la fortaleza que necesitamos. Si no tuviéramos que acudir a ella, no llegaríamos a tener un conocimiento mayor de lo maravilloso que es Jesús con nosotros, y lo mucho que nos ama, sin importar en qué circunstancias nos encontremos.
Cuando ya no nos quedan fuerzas, cuando no estamos logrando mucho para Él, cuando nos sentimos avergonzados de nosotros mismos y pensamos que no somos capaces de hacer nada bien, que hemos fallado... es entonces cuando el Señor nos acerca más a Él, cuando descubrimos lo mucho que nos ama, porque hemos perdido las esperanzas en nosotros mismos. Entonces nos damos cuenta de que nos ama porque sí; no por lo que hagamos por Él. Cuando estás sumido en la confusión o desesperación, o te parece que has causado un desastre, entonces te das cuenta de que Jesús te ama; no a tus obras, tus logros ni tus dones. Te ama por el simple hecho de que eres Suyo.
Dios te ama porque eres hijo Suyo, y ve más allá de tus fracasos, confusión, dudas y pecado. Él ve tu corazón y la belleza que contiene, aunque tú ni sepas que existe. Ve tu más íntimo deseo de amarlo y ser como Él quiere que seas.
Aun en los momentos de más hondo desespero, Él ha prometido estar con nosotros, protegernos, consolarnos y amarnos. No dice que debamos realizar grandes hazañas. No insiste en que siempre seamos buenos y perfectos. Todo lo que pide es que confiemos en Él; en que Él nos guardará, nos defenderá, proveerá para nuestro sustento, en que Él nos convertirá en los hombres y mujeres de Dios que ha prometido que seremos.
Recordemos que el desaliento, la derrota, el sufrimiento, el dolor y la aflicción no deben separarnos del Señor. Al contrario, se supone que esas cosas deberían acercarnos a Él. Debemos pasar por experiencias que nos enseñen a ser humildes para que Dios nos pueda exaltar cuando fuere tiempo[3]. El Señor se vale de esas experiencias para ayudarnos a volvernos hacia Él.
Una de las cosas más importantes de recordar es que incluso cuando estemos sumidos en la desesperación por circunstancias o fracasos, aunque nos ahoguen el desaliento o la duda, incluso cuando los temores nos intimiden y nos impidan seguir adelante, eso no quiere decir que Dios nos haya fallado. No quiere decir que Su Palabra haya fallado.
En esas profundidades es cuando podemos aprender la más valiosa de las lecciones, que Él siempre está presente, que siempre nos hablará, que Sus Palabras nos infundirán consuelo y que lo será todo para nosotros. En muchos casos, en esas situaciones aprendemos a acudir a Él con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas.
Los momentos difíciles deben ser peldaños por los que vamos ascendiendo para llegar a tener una relación más estrecha con el Señor, ¡para tener más fe y alcanzar la victoria! ¿Y a los ojos de Dios qué es la victoria? «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe»[4].
Nos exige mucho, pero también nos da la fortaleza necesaria para estar a la altura de lo que se nos exige. Pide que nos entreguemos de lleno: corazón, alma, cuerpo, mente y fuerzas. Pero a cambio lo da todo. Si le damos a Él nuestro amor, obediencia y vida, ¡Él nos dará Su poder, Su fortaleza y Su ungimiento para que estemos en condiciones de hacer portentos para Él y los demás!
En los momentos en que seamos tentados a ceder a la desesperación, podemos apreciar todas las bendiciones que nos da el Señor; contarlas, enumerarlas una tras otra. Al ver lo que ha hecho el Señor, ¡te entusiasmarás! Nos ha prodigado dádivas y nos ha dado Su amor y Su salvación. Pues bien, si nos ha dado tanto, a manos llenas, ¿qué debemos hacer nosotros por nuestra parte? ¿Cómo se corresponde a una persona que nos hace un obsequio valioso, o un obsequio cualquiera, por pequeño que sea? ¡Reaccionamos entusiasmados, le damos las gracias y no dejamos de decirle cuánto lo apreciamos!
¿Por qué no hacemos lo mismo con el Señor y con los regalos tan inconmensurables e ilimitados que nos ha hecho a nosotros, Sus hijos, y que no deja de darnos y de derramar sobre nosotros para demostrarnos lo mucho que nos quiere? No olvides dar las gracias y alabar a quien te ha dado todo, a quien sigue dándote de todo. ¡A quien es tu mejor amigo, tu protector, tu guía, tu Salvador!
Artículo publicado por primera vez en julio de 1995. Texto adaptado y publicado de nuevo en febrero de 2018.
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