noviembre 22, 2017
Hace poco, llegué a una conclusión nada sorprendente: No soy suficientemente bueno.
Desde luego, sé que en esta vida nadie puede ser «demasiado bueno». Supongo que una forma más precisa de expresarlo sería decir que tengo mucho que mejorar. Está claro que no soy tan malo como podría ser puesto que me crie bajo el amor y la amonestación del Señor en un hogar que se regía tanto por las normas como por el amor. No obstante, el hecho indiscutible es que podría ser mucho mejor.
Así que al reconocer esta realidad, tomé la decisión de que debería mejorar, podría hacerlo y lo haría.
Empecé a poner por obra mi resolución de mediados de año. Tomé la decisión de ser durante el siguiente mes tan perfecto como fuera humanamente posible. No me enojaría. Sería servicial. Animaría a los demás. Haría las cosas por iniciativa propia. No llevaría la contraria innecesariamente. Mantendría aseada mi habitación y lugares de trabajo. Etcétera.
Empecé muy bien. Lavé la vajilla cada noche. Me mordí la lengua cada vez que alguna palabra impura o de enojo se asomara a mis labios, independientemente de quién tuviera razón. Asistí puntualmente a todos los eventos programados. Leí la Palabra más que antes. Mantuve limpios los espacios que me correspondían.
Todo lo anterior me duró casi dos semanas. Entonces, como suele pasar, el desafío empezó a desvanecerse. Lo había logrado hasta ese momento. Había sido difícil, aunque no mucho. Solo requería un poco de disciplina. Era factible. Como era de esperarse, dicha forma de ver las cosas acabó con mi disciplina, me relajé y perdí el enfoque.
Así que empecé a descarriarme un poco. Cierta vez me enfadé y luego me volvió a pasar. Algunas piezas de ropa comenzaron a aparecer fuera de las estanterías y cajones asignados. Cierta mañana llegué tarde a una reunión. Y también a la siguiente tarde. Dejé de estar tan dispuesto a lavar la vajilla.
Ello condujo a que mi resolución inspirada en mi orgullo y autoestima se descarrilara por completo. Habiendo arruinado mi mes, ¿qué más daba llegar tarde una vez más?
Como podrán ven mi mes tan «perfecto» era todo menos eso.
Pero me di cuenta de algo más al finalizar el mes y reflexionar sobre el efecto que había tenido sobre los demás. Durante las dos primeras semanas se mostraron alegres, serviciales, agradecidos y menos fastidiosos. A la siguiente, sentí un claro repliegue en dichas mejoras y hacia la última semana estas habían dado lugar a la impaciencia, la falta de colaboración, la ingratitud y las cantaletas.
Si tan solo los demás se hubieran mostrado más dispuestos durante todo el tiempo —suspiré con nostalgia—, tal vez lo hubiera logrado.
Gracias al Señor pude caer en cuenta de que mi desliz no obedecía a una reacción de mi parte, sino que por el contrario mi percepción de los demás había cambiado a medida que empecé a echar para atrás. A medida que mi tolerancia por los demás disminuía, más y más los tildaba en mi interior de «impacientes» o de «criticones». Así como el amor engendra amor y el hierro se afila con el hierro, mi actitud frente al comportamiento de los demás no solo afectaba el de ellos sino la armonía de nuestra relación.
El Señor también me reveló algo tan inesperado como difícil de aceptar. Me dijo que aunque no fuera consciente de ello, en el fondo mi desafío era producto de mi orgullo y santurronería. La sola idea de que yo pudiera mejorar la calidad de la persona que soy valiéndome de mi propia mente y fuerza de voluntad era apoyarme en el brazo de carne. Había dado inicio a mi mes perfecto con una actitud imperfecta, algo fundamentalmente inviable.
Pero quizá lo más impactante que me mostró el Señor no tenía que ver con el porqué, el cuándo o incluso el cómo había fallado. De hecho, al principio ni siquiera estaba seguro de que dicho concepto proviniera del Señor. Me hizo ver que estaba midiendo el éxito de manera equivocada.
Mi mes perfecto había sido un fiasco, ¿verdad? Pues, sí y no. En cuanto a que no hubiera sido un mes perfecto, claro que sí, sin duda la embarré. No obstante, al fallar aprendí importantes enseñanzas que tendré en cuenta durante largo tiempo. Me ayudaron a crecer y me atrevo a decir, a mejorar.
Para mejorar no tengo que ser perfecto. Ni siquiera tengo que ser mejor para hacer mejor las cosas. Simplemente tengo que estar atento a aquella silenciosa vocecilla. Estar verdaderamente dispuesto a escuchar y aprender.
Jamás podré ser perfecto, pero siempre puedo mejorar.
Es lo que aprendí de mi mes perfecto.
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