diciembre 19, 2017
Cuando llegamos al cementerio, nos emocionamos mucho por lo que encontramos allí.
Un día, poco antes de Navidad, nació Bay, nuestro tercer hijo. Fue el primer varón. Ya oscurecía cuando me despedí de mi esposa, que estaba agotada pero feliz. Salí del hospital. En aquella noche fría y clara de diciembre, me acompañaba el calor y la alegría del nacimiento de mi hijo.
El siguiente diciembre celebramos el primer año de vida de nuestro hijo de ojos y pelo oscuros. El día después de Navidad, estábamos en casa de mis suegros y participábamos de unos juegos. Se interrumpió la fiesta cuando mi suegra soltó un grito de angustia: «¡No respira!» Mi suegra había ido a ver a Bay, que dormía en su cama, y lo encontró con el cuerpo frío, sin vida. De inmediato lo llevamos al hospital, y en el camino intentamos realizar la reanimación cardiopulmonar. Quedamos desconsolados al enterarnos que no se podía hacer nada para salvarle la vida. Había pasado a mejor vida; se debió al síndrome de muerte súbita del lactante.
Desde entonces, la Navidad ha tenido un sentido mucho más profundo para nuestra familia. Cada año, en Nochebuena, cuando colocamos regalos para nuestros hijos en los calcetines navideños, hay uno que queda vacío en la chimenea. En la temporada navideña ese calcetín nos recuerda a Bay.
Cada año, más o menos en el cumpleaños de Bay, mi esposa y yo vamos en auto al cementerio donde está enterrado. En cada visita vemos que alguien llegó antes que nosotros y puso algo en la tumba de nuestro hijo: un año fueron flores pequeñas y delicadas; el siguiente año, había un oso de peluche. Y al año siguiente, encontramos allí un pequeño árbol de Navidad con adornos en miniatura. No sabíamos quién dejaba los regalos. Esos obsequios nos conmovían mucho, pero nunca estaban acompañados de una nota o tarjeta.
Cuando insinué a mi suegra que conocía su secreto, respondió que ella no era la persona que dejaba los regalos. Al año siguiente, cuando mis suegros estaban en una misión de la iglesia en otro país, encontramos nuevamente un regalo en la tumba de nuestro hijo. Pregunté a otros familiares y amigos, pero no descubrimos quién dejaba los regalos.
Pasaron diez años y varias tormentas de nieve nos impidieron hacer viajes cortos. Como consecuencia, la visita anual a la tumba de nuestro hijo tuvo que posponerse hasta varios días después de Navidad. Cuando por fin fuimos, encontramos allí un árbol de Navidad pequeño, con sus adornos y prácticamente sepultado bajo la nieve. El árbol se erguía valientemente en la parte delantera de la pequeña tumba de Bay. Quedamos muy conmovidos al ver que alguien debió haber hecho un gran esfuerzo para llegar al cementerio en medio de las fuertes nevadas. Las lágrimas corrían por nuestras mejillas al darnos cuenta de que alguien todavía compartía nuestra pena y pérdida.
Después de eso, tuvimos un deseo mayor de descubrir la identidad de nuestro benefactor y darle gracias a él o ella por manifestar tanta compasión hacia nosotros. Sin embargo, al reflexionar más al respecto, nos dimos cuenta de que quien manifestaba bondad de esa manera no quería ser identificado. Decidimos permitir que nuestro amigo siguiera en el anonimato. Reemplazamos la necesidad de agradecer a nuestro amigo simplemente con el deseo de vivir mejor.
Ahora nos cuesta más hablar mal o criticar a uno de nuestros amigos o familiares, porque uno de ellos puede ser nuestro amigo anónimo.
A menudo, al prestar un servicio, mi esposa y yo nos detenemos a examinar nuestro corazón: ¿Hacemos algo bueno para ser vistos por otras personas o solo por amor a Cristo y al prójimo?
Para nosotros, la caridad —humilde y que nunca busca lo suyo— está representada simbólicamente por un hermoso árbol de Navidad con sus adornos, medio enterrado en la nieve, en un cementerio donde reina el silencio. Darrell Smart[1]
(Este poema lo escribió un niño de 13 años que murió el 14 de diciembre de 1997. Tenía un tumor en el cerebro y estuvo en tratamiento cuatro años. Antes de morir, dio este poema a su mamá.)
Veo tantos árboles de Navidad
allí abajo, con luces pequeñas
reflejándose en la nieve
como hermosas estrellas.
La vista es espectacular,
no quiero que lloren,
con Jesús estaré en Navidad,
mi alegría será enorme.
Escucho los villancicos
que a la gente le encanta
escuchar, pero este coro
no se compara con nada.
Explicarlo me resulta difícil,
tanta alegría en las voces.
Son indescriptibles los cantos
de los ángeles encantadores.
Sé que me extrañarán mucho.
Veo el dolor de su corazón.
Pero no estoy tan lejos,
tenemos una conexión.
Los quiero, estoy enviándoles
un montón de abrazos.
En la Navidad, no olviden,
con Jesús estaré este año.
A todos he enviado un regalo
desde mi hogar en el Cielo,
para que siempre recuerden
que nuestro amor es eterno.
Es un gran regalo el amor,
más precioso que el oro,
Jesús lo dijo en las parábolas,
es un enorme tesoro.
Ámense y cuídense unos a otros,
como mi Padre dijo claramente.
Imposible contar todas las bendiciones
además del amor que Él tiene por ustedes.
Que tengan una Feliz Navidad
y que siempre los alumbre Su luz.
Enjuguen las lágrimas; recuerden,
en la Navidad estaré con Jesús.
Ben[2]
Entré apresuradamente a unos grandes almacenes para comprar regalos de Navidad de última hora. Miré a todas las personas y refunfuñé para mis adentros. Estaría mucho tiempo en la tienda y tenía mucho que hacer. La Navidad empezaba a ser una lata. Casi deseaba poder dormir hasta que pasara la Navidad. Me apresuré y pasé entre todas las personas hasta que llegué a la sección de juguetes. Una vez más, me quejé para mis adentros al ver los precios de todos aquellos juguetes. Y me pregunté si los nietos jugarían siquiera con ellos.
Llegué al pasillo donde estaban las muñecas. De soslayo vi a un niñito que tendría unos 5 años y sostenía una hermosa muñeca. Le tocaba el pelo y la sostenía con mucho cuidado. No podía evitar notarlo. Me quedé mirando al niño y me pregunté a quién querría regalar la muñeca. Vi que hablaba con una señora. Pronunció su nombre y la llamó tía.
—¿Estás segura que no me alcanza el dinero?
—Ya sabes que no tienes suficiente dinero para comprarla —respondió ella un poco impaciente.
La tía le dijo al niñito que se quedara allí, pues tenía que buscar otras cosas, y que volvería en unos minutos. Y luego ella se alejó del pasillo. El niño seguía sosteniendo la muñeca.
Después de unos momentos pregunté al niño para quién era la muñeca.
—Mi hermana quería esta muñeca para Navidad. Estaba segura de que Papá Noel se la traería —respondió.
Le dije que tal vez Papá Noel le traería la muñeca, y respondió:
—No, Papá Noel no puede ir donde está mi hermana… Tengo que darle la muñeca a mi mamá para que se la lleve.
Le pregunté dónde estaba su hermana.
Me miró con ojos muy tristes antes de responder:
—Está con Jesús. Mi papá dice que mi mamá tendrá que ir a estar con ella.
Por un momento, mi corazón casi dejó de latir. Luego, el niño me miró de nuevo y añadió:
—Pedí a mi papá que le dijera a mi mamá que no se fuera todavía, que esperara a que volviera de la tienda.
Luego preguntó si quería ver su foto. Le dije que me encantaría. Me mostró unas fotos que le habían tomado al frente de la tienda y contó:
—Quiero que mi mamá se lleve esto con ella para que no me olvide nunca. Quiero muchísimo a mi mamá y no quisiera que ella tuviera que irse. Pero mi papá dice que ella necesita estar con mi hermana.
El niñito bajó la cabeza y estaba muy callado. Cuando él no miraba busqué en mi cartera y saqué un puñado de billetes. Pregunté al niño:
—¿Contamos una vez más el dinero?
Se emocionó y respondió:
—Sí. Seguro que es suficiente.
Así que puse mi dinero con el suyo y empezamos a contarlo.
Claro que tenía de sobra para comprar la muñeca. Oró en voz baja:
—Gracias, Jesús, por darme suficiente dinero —y luego añadió—: Acababa de pedir a Jesús que me diera suficiente dinero para comprar esta muñeca y que mamá pudiera llevársela a mi hermana. Y Él oyó mi oración. Quería pedirle que me diera suficiente para comprar una rosa blanca a mi mamá, pero no se lo pedí. Y ahora veo que me dio suficiente para comprar la muñeca y una rosa para mi mamá. A ella le encantan las rosas blancas.
En unos minutos volvió la tía y yo me marché empujando mi carrito. No dejaba de pensar en el niñito mientras terminaba mis compras. Mi estado de ánimo era muy distinto a cuando empecé a hacer las compras. Y seguí recordando una noticia que había visto en un periódico unos días antes. Un conductor en estado de embriaguez chocó con otro auto; en el accidente murió una niñita y la madre quedó en estado grave. La familia debía decidir si iban a desconectar la máquina que mantenía sus constantes vitales. Pensé que seguramente ese niñito no tenía nada que ver con lo que decía esa noticia.
Dos días después leí en el periódico que la familia había desconectado los aparatos que la mantenían con vida y que la joven madre había muerto. Seguía pensando en el niñito y preguntándome si esas dos situaciones estaban relacionadas. Más tarde, ese mismo día, no resistí el impulso de ir a comprar unas rosas blancas y las llevé a la funeraria donde estaba la joven. Y la vi, sosteniendo una hermosa rosa blanca, la hermosa muñeca y la foto del niñito que estaba en la tienda.
Salí con lágrimas en los ojos. Mi vida había cambiado para siempre. John London[3]
Publicado en Áncora en diciembre de 2017.
[1] https://www.lds.org/ensign/2008/12/three-christmas-stories?lang=eng.
[2] http://christmas.spike-jamie.com/inspirational.html.
[3] http://www.annien.com/Holidays/Christmas/ChristmasStories/christmas_a_touching_christmas_story.html.
Copyright © 2024 The Family International