diciembre 5, 2017
Cuando en el siglo IV el Papa Julio I autorizó la celebración del nacimiento de Jesús el 25 de diciembre, nadie se imaginaba que esa celebración llegaría a ser lo que es en la actualidad.
Cuando en los Estados Unidos el profesor Charles Follen encendió las velas del primer árbol de Navidad en 1832, nadie se imaginaba que los adornos y decoraciones llegarían a ser tan elaborados como hoy en día.
Ha transcurrido mucho tiempo desde el año 1832, y mucho más desde el siglo IV, y todavía mucho más tiempo desde que aquella noche oscura se iluminara con la brillante estrella que anunciaba el nacimiento de Jesús, el rey. Sin embargo, a medida que se acerca otra vez el 25 de diciembre, tenemos de nuevo la oportunidad de hacer una pausa y, en medio de toda la emoción y las decoraciones elaboradas y la comercialización de artículos costosos que se ven actualmente en las Navidades, también tenemos la oportunidad de pensar otra vez en lo que ocurrió en Navidad y en la persona cuyo nacimiento celebramos. Brian Harbour y James Cox[1]
La primera vez que Jesús vino,
oculto, llegó en forma de niño.
Una estrella marcó Su llegada,
le llevaron regalos a Su morada.
Para Él no se encontraba lugar,
así fue Su nacimiento sin igual.
Cuando venga Jesús la próxima vez,
todos lo reconocerán con rapidez.
El cielo se iluminará con Su fulgor,
a los Suyos traerá recompensas;
en el mundo no cabrá Su esplendor.
Entonces, todo ojo lo verá,
como Rey soberano vendrá.
John F. MacArthur, hijo
*
El Ser Eterno —que todo lo sabe y creó el universo entero—, se convirtió no solo en un hombre sino antes de eso en un bebé, y antes de eso en un feto dentro del cuerpo de una mujer. C. S. Lewis
*
Ah, tierno Jesús, Niño divino,
hazte una suave camita en mi alma
que sea un remanso de quietud,
un santuario en el que mores Tú.
Mi corazón alaba y salta de alegría.
No pueden ya mis labios seguir enmudecidos.
Debo entonar también con regocijo
esa dulce y ancestral canción de cuna:
Gloria a Dios en las alturas,
que Su hijo regaló a los hombres.
Cantan los ángeles con mística dicha
un venturoso año nuevo a toda la Tierra.
Martín Lutero, 1535
Había una vez un habitante de la India que era miembro de una secta, muy devoto, y que además tenía un gran respeto por la vida. No mataría una vaca ni una hormiga, ni siquiera una cobra. La razón era que pensaba —pues creía en la reencarnación—, que podría matar a algún antepasado.
Hizo un viaje a los Estados Unidos y allí le hablaron de Cristo. Sin embargo, no entendía la verdad bíblica de que Dios visitó este planeta en forma humana en la persona de Jesucristo. No lograba entender cómo Dios, el gran Creador del universo, podía convertirse en hombre y los motivos que tenía para hacerlo.
Un día, caminaba por el campo y meditaba acerca de esa nueva verdad de que Jesucristo es Dios; quería saber cómo podría ser así. Encontró un hormiguero grande; allí, miles de hormigas corrían, muy atareadas. Se quedó observándolas, maravillado por la actividad de las hormigas, le parecían criaturas asombrosas. De pronto escuchó un ruido amenazador, fuerte. Era el ruido de un tractor grande que araba los campos.
Levantó la vista y vio que el tractor se acercaba al hormiguero y que al poco tiempo lo destruiría. Probablemente miles de hormigas morirían y su hogar quedaría destruido. Con la misma preocupación que tú y yo tendríamos si cientos de personas estuvieran atrapadas en un edificio en llamas, desesperado, quiso advertirles de la destrucción inminente.
Pensó: «¿Cómo puedo advertirles?» Si escribiera en la arena, no podrían leerlo. Si les gritara, no me entenderían. La única manera en que podría comunicarme con ellas sería convirtiéndome en una hormiga, si tuviera esa capacidad.
De repente, el Espíritu de Dios le dio una revelación. Entendió por qué Dios, el Creador del universo, decidió convertirse en hombre, en la Persona de Dios-Hombre, Jesús de Nazaret.
Por medio de esa experiencia —al encontrar aquel hormiguero—, de pronto la luz llegó al corazón del hindú y comprendió las palabras de Pablo: «Aunque era Dios, no consideró que el ser igual a Dios fuera algo a lo cual aferrarse. En cambio, renunció a sus privilegios divinos;adoptó la humilde posición de un esclavo y nació como un ser humano»[2]. Bill Bright[3]
Jesús renunció a Su ciudadanía celestial y, siendo rico, se hizo pobre por amor a nosotros, para que a través de Su pobreza fuésemos enriquecidos. No solo fue preciso que bajara a la Tierra a mezclarse con nosotros, sino que tuvo que introducirse en el pellejo humano y ser uno de nosotros. No tuvo más remedio que formar parte de la sociedad humana.
Llegó como un bebé manso y apacible, débil e indefenso. Además de adaptarse a nuestra forma y figura, adquirió también nuestros hábitos. Era humano. Se cansaba, le daba hambre, se fatigaba. Igual que nosotros, se vio expuesto a todo eso, pero sin cometer pecado. Así lo dispuso el Padre para que pudiera compadecerse de nosotros, saber cómo nos sentimos, comprender cuando tenemos los pies doloridos y estamos agotados, percibir el momento en que ya no aguantamos más.
Dios envió a Jesús al mundo y le pidió que se hiciese humano para que nos transmitiera mejor Su amor, se comunicara con nosotros en el plano de nuestro entendimiento y tuviera más misericordia y paciencia con nosotros que el propio Dios. ¡Imagínate!
«Él conoce nuestra condición y se acuerda de que somos polvo»[4], porque Él mismo adoptó esa condición, y sufrió y murió en ella por amor a nosotros. Descendió a nuestra altura para poder elevarnos a la Suya. ¡Qué milagro! Y lo hizo todo por amor a nosotros. David Brandt Berg
Publicado en Áncora en diciembre de 2017.
[1] Brian L. Harbour, James W. Cox, The Minister’s Manual: 1994 (San Francisco: Harper Collins, 1993), 254.
[2] Filipenses 2:6-7 (NTV).
[3] http://www.christianity.com/devotionals/insights-from-bill-bright/the-hindu-and-the-anthill-mar-11.html.
[4] Salmo 103:14.
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