agosto 16, 2017
Estaba en medio de un atasco de tráfico espantoso en la congestionada ciudad africana en la que vivo. La velocidad de la interminable fila de autos, camiones y autobuses se había reducido al ritmo de un transeúnte. Solo los peatones, las motocicletas y bicicletas lograban avanzar un poco, metiéndose entre los vehículos que se encontraban pegados uno detrás de otro. Sentada en mi coche, al pasar por esa zona pobre de la ciudad, no podía evitar respirar el aire contaminado con los densos gases de los tubos de escape.
Me sentía mal del estómago e impaciente cuando mis ojos se desviaron hacia la vereda encharcada, todavía fangosa por el aguacero de la noche anterior. Entre los proveedores que ofrecían productos usados, frutas y verduras sobre lonas en el suelo, alcancé a ver a un niño pequeño, no mayor de siete años. Al verlo más de cerca, vi que se trasladaba sobre la parte inferior de sus pantalones, arrastrando sus piernas cojas detrás de él.
En medio de la cacofonía del bullicio urbano, los vehículos que avanzaban lentamente y las personas que se juntaban en la acera no pavimentada, el muchachito lisiado tenía su mano en alto, sonriendo en un esfuerzo de llamar la atención de alguien que estuviera dispuesto a parar y notar su presencia. En la fila a mi lado, que estaba más cerca a la acera, noté un hombre vestido con pantalones desgastados, una camiseta rasgada y zapatos embarrados con agujeros. Con el rostro tenso y una musculatura abultada estaba empujando una carretilla de mano pesada en medio del tráfico. Cargaba grandes sacos de papas apilados unos encima de otros y el sudor corría por su cara por el esfuerzo que requería empujar la pesada carga.
Las miradas del muchacho lisiado y el hombre se encontraron. Este detuvo la carretilla, metió la mano en su bolsillo, sacó una moneda y la colocó en la mano sucia del niño. El rostro del muchacho esbozó una hermosa sonrisa y alegremente le dijo Dios te bendiga al hombre, que era obviamente pobre y uno de los más humildes trabajadores.
La gente observaba desde las ventanas de sus camionetas de lujo, y me atrevo a decir que algunos habrán recordado el ejemplo de Jesús cuando se dirigió a los oprimidos, los cojos y los ciegos. Con este ejemplo de cariño en medio de la pobreza y el caos, el amor de Jesús iluminó la deprimente acera por un momento, y ese simple acto de bondad sirvió como recordatorio de Su presencia.
Fue una chispita de luz que me llamó la atención, motivándome a estar más dispuesta a ser un instrumento del amor de Dios. Tal como ese hombre, con su gesto sencillo y al mismo tiempo profundo, siendo él mismo pobre y vestido con harapos, que mostró suficiente interés como para brindarle el amor de Dios a ese niño.
Aquella noche pedí para estar más atenta y escuchar cuando Dios me pide que lo represente ante la necesidad de alguien, y a estar dispuesta a ponerme en el lugar de un alma sedienta; es decir, instar a tiempo y fuera de tiempo cuando Su Espíritu me lo pide. Reflexioné sobre cómo una relación cercana con Jesús a través de Su Palabra escrita y comulgar con Él con regularidad será el motivador y me ayudará a saber cuándo compartir Su amor incluso en circunstancias inesperadas.
Poco después de hacer esa oración tuve la oportunidad de poner esta idea en práctica, cuando mi hija estaba dando a luz a su tercer hijo. Una vez que el bebé nació saludable y mientras ella descansaba en la sala, una mujer en la cama contigua detrás de la cortina divisoria estaba pasando un momento difícil en medio de su trabajo de parto. Era una persona desconocida, pero me sentí motivada a preguntarle si la podía ayudar en algo. He ayudado en muchos partos, por lo que me ofrecí a ayudarla con un patrón de respiración con el que ella se podría sentir más aliviada. Siguiendo ese simple patrón, me tomó del brazo y pronto empezó a respirar mejor, e incluso logró relajarse entre contracciones.
—Eres un ángel —resopló después de otra ola de dolores fuertes.
—Nada de eso —le respondí—, pero intento hacer lo que me indica Dios. Jesús te ama —agregué, y su esposo, que había estado observando, continuó ayudándola con la respiración.
Existen innumerables oportunidades en el camino de vida en las que un simple acto de bondad puede iluminar con la luz del amor de Dios los lugares más insólitos. Como lo expresa este pequeño poema:
Dispuesto a marcharme,
dispuesto a quedarme,
dispuesto a cumplir Su voluntad;
acepto el servicio, humilde o importante.
«Yo soy la vid, vosotros los pámpanos. El que permanece en Mí y Yo en él, este lleva mucho fruto». Juan 15:5
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