No importa cuán lejos

junio 7, 2017

Steve Hearts

[No Matter How Far]

Muchas veces he sentido que Jesús estaba distante de mí o que yo me había apartado demasiado de Él como para saber cómo volver. Pero una noche vi claramente que ambas ideas se alejan mucho de la verdad.

Me estaba costando dormir, así que decidí escuchar algunas escrituras en audio. Elegí el libro de Juan, mi preferido de los cuatro Evangelios. Fue muy refrescante, hacía bastante tiempo que no lo escuchaba en audio o lo leía en Braille. Este relato me habló al corazón:

Cuando ya anochecía, Sus discípulos bajaron al lago y subieron a una barca, y comenzaron a cruzar el lago en dirección a Capernaum. Para entonces ya había oscurecido, y Jesús todavía no se les había unido. Por causa del fuerte viento que soplaba, el lago estaba picado. Habrían remado unos cinco o seis kilómetros cuando vieron que Jesús se acercaba a la barca, caminando sobre el agua, y se asustaron. Pero Él les dijo: «No tengan miedo, que soy Yo».Así que se dispusieron a recibirlo a bordo, y en seguida la barca llegó a la orilla adonde se dirigían.  Juan 6:16–21[1]

Conozco este relato desde que era niño, pero aquella noche tomó un significado fresco, nuevo, como siempre ocurre con la Palabra de Dios cuando pido la ayuda y guía del Espíritu Santo mientras estudio.

Vi que aunque Jesús no estuviera físicamente con los discípulos cuando empezaron su viaje por el lago, no se perdieron de Su vista ni por una fracción de segundo. Él seguía observándolos. Muchas veces me he preguntado cuál sería la distancia exacta entre la montaña donde estaba Jesús y el lago que Sus discípulos estaban cruzando. Fuera cual fuera esa distancia, es evidente que no era un factor determinante. Jesús sabía su ubicación exacta, así como sus circunstancias, y así pudo estar a su lado en el momento preciso en que azotó la tormenta y necesitaban Su intervención.

Así es con nosotros hoy en día. Aunque Su presencia no siempre es evidente y obvia, y puede incluso parecer distante a veces, eso no cambia el hecho de que Él está con nosotros todo el tiempo, y nunca nos pierde de vista. Él también es fiel para manifestarse claramente de incontables maneras, en los momentos en que Él sabe que es más necesario.

También noté cómo cuando los discípulos lo vieron caminando sobre el agua y acercándose a su barca, se sintieron aterrorizados. Pero una vez que se dieron cuenta de que era Jesús, «se dispusieron a llevarlo a la barca». Solo entonces pudieron llegar a destino inmediatamente. Casi parece como si Él hubiese realizado dos milagros aquel día al mismo tiempo: calmar la tormenta y acortarles el viaje.

La barca simboliza para mí ciertas partes de mi corazón y mi vida en las que no dejo que el Señor entre, ya sea por miedo o por orgullo. Pero cuanto más le niego la entrada, más daño se les hace a estas áreas de mi vida que ya suelen estar maltrechas y rotas. En cuanto le doy la bienvenida, siempre pone las cosas en orden y me siento renovado y seguro —igual que los discípulos tuvieron que sentirse cuando llegaron a su destino con bien—, y la tormenta de mi lucha interior cesa y llego a la costa pacífica de la fe y confianza en Él.

En el mismo contexto, recordaba el relato de Juan 4 del oficial real que se había acercado a Jesús rogándole que fuese y sanase a su hijo, quien estaba a punto de morir. Jesús simplemente le dijo: «Ve, tu hijo vive»[2]. El hombre decidió confiar plenamente en la palabra de Jesús. Tenía fe en que la distancia física entre Jesús y su hijo moribundo no era demasiado grande para que el milagroso poder curativo de Dios la transitara, y que su hijo se curaría. Y así fue.

Asimismo, no importa cuán lejos sintamos que se encuentra la presencia de Jesús, ni lo alejado de Su lado que me he permitido estar impulsado por las olas de la vida. No hay distancia tan grande que Él no pueda atravesar, ni ninguna tormenta tan feroz que Él no pueda calmar, ni hay aguas demasiado bravas por las que Él no pueda caminar.

Reflexionando sobre estas cosas, mi paz interior aumentó y pronto me dormí profundamente en brazos de Jesús; los mismos brazos que buscaron y rescataron a Pedro cuando comenzó a hundirse al intentar caminar hacia Jesús sobre el mar tempestuoso[3]. Los mismos brazos que están siempre estirados y esperando que me caiga en ellos, sin importar cuánto me haya alejado o desviado.

Aunque a veces pierda de vista Su presencia en mi vida, es reconfortante saber que Él nunca me perderá de vista a mí. Aunque a veces me pierda en el camino de la vida, Él siempre sabe dónde encontrarme. Ahora, en los momentos en que siento que crece la distancia entre Él y yo, simplemente recuerdo estos datos reconfortantes y, en un instante, la sensación de distancia queda sustituida por una de cercanía a Él, y recuerdo que nunca me dejará ni me desamparará[4].

Como dice la canción de Steven Curtis Chapman:

Sus ojos siempre están sobre nosotros;
Sus ojos nunca se cierran para dormir.
Y no importa dónde vayas,
siempre estarás en Sus ojos, en Sus ojos[5].


[1] NVI.

[2] V. versículos 46–54.

[3] V. Mateo 14:31.

[4] V. Hebreos 13:5.

[5] «Sus ojos», de Steven Curtis Chapman.

 

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