noviembre 17, 2014
Dios tiene un lugar muy especial para cada uno de nosotros en Su reino. Te tiene preparada una tarea especial, una misión única que nadie más que tú puede cumplir. Pero solo hay una manera de averiguar la voluntad de Dios para tu vida —sin hablar ya de cumplirla—, y es sometiéndote verdaderamente a Él. Solo entonces podrás dejar que tu polvo se convierta en diamantes que exhiben la belleza de Dios, y transmitir así la maravillosa vida, amor y luz del Señor a tantas personas como puedas.
Es preciso que la gente vea a Jesús manifestado en ti. Pero si tú sales a relucir demasiado en tu testificación, la gente seguirá su rumbo por pensar que lo que dices es una pérdida de tiempo. Por eso Él nos dice que no es «con (tu) fuerza, ni con (tu) poder, sino con Mi Espíritu, dice el Señor. Porque tenemos este tesoro (el Espíritu del Señor y Su amor) en vasos de barro (de carne), para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros»[1].
Jesús hasta llegó a decir de la labor que hacemos por Él: «Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga»[2]. Total que jamás tenemos que preocuparnos de que estamos demasiado recargados o arrastrando demasiado peso. Lo que debemos aprender es simplemente a someternos a Jesús y dejar que Su Espíritu haga el trabajo a través de nosotros. Conforme «echamos nuestras cargas sobre Él y permanecemos en Él», «todo lo podremos en Cristo». ¡Aleluya![3]
Jesús dice: «Permaneced en Mí, y Yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en Mí, y Yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de Mí nada podéis hacer»[4].
Para llegar a averiguar cuál es la voluntad de Dios para nuestra vida, es preciso que nos sometamos a Él. Jesús nos dio el mejor ejemplo de sumisión cuando se arrodilló en el huerto de Getsemaní y oró: «Nose haga Mi voluntad, sino la Tuya»[5]. La sumisión es el primer paso.
La Palabra de Dios dice: «Hermanos, os ruego que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro servicio razonable. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis —o sepáis— cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta»[6]. El primer requisito para hallar la voluntad de Dios es poner tu mente, tu cuerpo y tu voluntad en el altar de Dios. Como dijo alguien: «¡El principio fundamental para conocer la voluntad de Dios es estar preparado para cumplirla aun antes de saber cuál es!»
Si eres cristiano, si eres salvo y tienes a Jesús en tu corazón, tú no eres tuyo. Jesús te compró y pagó por ti y por tu salvación con Su propia sangre. «Como bien saben, ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto»[7]. No te perteneces, sino que perteneces al Señor. «¿No sabéis que no sois vuestros? Pues habéis sido comprados por precio; glorificad, pues a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios»[8].
Si de veras crees en la Biblia, que Jesús derramó Su sangre y murió por ti en la cruz para salvarte del Infierno y otorgarte vida eterna celestial, deberías ofrecerte a hacer cualquier cosa que Él te pida y soportar cualquier cosa que Él requiera de ti en simple señal de gratitud por tu salvación.
Si bien Jesús nos compró y pagó por nosotros con Su propia sangre, no nos adquirió simplemente para hacernos esclavos y siervos Suyos, obligados a hacer lo que Él mande. Él dijo: «No os he llamado siervos, ¡sino amigos!»[9] Jesús quiere que seamos Sus amigos, que hacen Su voluntad no solamente por obligación, sino porque queremos, porque lo amamos. Es más, Él no solo quiere que seamos Sus amigos, sino Su amada, Su Esposa. «Para que seamos esposa del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios»[10].
Él desea una Esposa que engendre hijos eternos para el Reino de Dios, que nunca tendrá fin. «En esto es glorificado Mi Padre —dijo Jesús—, ¡en que llevéis mucho fruto!»[11]
El Señor sabe que cuanto más dóciles y sumisos a Él seamos, más podrá servirse de nosotros, más felices seremos y más podremos ayudar a los demás. Él está más dispuesto a emplearnos, investirnos de poder, ungirnos y derramar sobre nosotros Sus bendiciones, que nosotros a recibirlas.
Todas las experiencias por las que pasamos a lo largo de toda nuestra existencia en esta vida son como una escuela en la que aprendemos lo que nos hace falta saber sobre el Señor y la salvación, sobre el servicio al Señor y a los demás, la sumisión y la obediencia que le debemos, y sobre el cumplimiento de Sus amorosas normas y Su ley de amor. El Señor «ama al dador alegre»[12], y nunca obliga a nadie a hacer Su voluntad. La verdad es que cuando no hacemos Su voluntad por amor, porque amamos a Jesús, Él prefiere conseguirse a otra persona que sí quiera. Él pide voluntarios que se sujeten a Él libremente, de buena gana, y que cumplan hasta Su más mínimo mandato.
Si le entregas a Él tu vida y tu voluntad, y aceptas de buena gana cualquier cosa que Él quiera para ti y para tu vida, Él ha prometido que te bendecirá enormemente y, a medida que continúas siguiéndolo, te convertirás en lo que Él quiere que seas.
Me recuerda lo que le dijo un desconocido maestro de catequesis de Boston a un jovencito pobre que vendía zapatos que había recibido al Señor con Él. Le dijo: «Dwight L. Moody, es ilimitado lo que Dios puede hacer con un hombre sumiso y dispuesto a hacer Su voluntad.» Moody lo miró fijamente a los ojos y contestó: «Por la gracia de Dios, estoy resuelto a ser ese hombre.» ¡Y lo fue!
Poco después se mudó a Chicago donde empezó a predicar el Evangelio y a testificar a otras personas. Tanto le emocionó que otras personas recibieran a Jesús con él, que dejó de vender zapatos y empezó a servir al Señor de lleno. Con el tiempo se convirtió en uno de los más grandes evangelizadores del mundo, y llegó a ganar decenas de miles de almas eternas.
Que pérdida tan lamentable habría sido no solo para él, sino para los millones que oyeron el Evangelio a consecuencia de su apostolado, si Moody no hubiera resuelto entregarle su voluntad al Señor. «Pero —puede que repliques—, yo jamás podría hacer nada grande por el Señor como Moody. Yo no soy ningún evangelizador fogoso, ningún conquistador de almas excepcional.» Al principio Moody tampoco lo era. No era más que un pobre hijo de campesino, un estudiante mediocre que se hartó de la vida en el campo y se trasladó a la gran ciudad. Al cabo de unas semanas allí, se impuso una nueva meta: llegar a ser un gran comerciante y amasar una fortuna de 100.000 dólares. Entregar su vida al servicio de Dios era lo último que se le hubiera ocurrido.
Es más, cuando Moody se acababa de salvar, tan ignorante era de la Palabra y la verdad de Dios, que el día que se presentó delante del comité de una iglesia para ver si lo aceptaban, le negaron el ingreso. Años más tarde, su profesor de catequesis escribió en referencia a él: «Puedo afirmar con toda franqueza —y al decirlo ensalzo la infinita gracia de Dios otorgada al señor Moody— que he visto a pocas personas cuyas conciencias estuviesen tan entenebrecidas espiritualmente cuando empezaron a asistir a mi catequesis dominical, y no he conocido a nadie que tuviera tan pocas probabilidades de llegar a convertirse en un cristiano de opiniones claras y decididas sobre la verdad del Evangelio, y menos aun de llegar a prestar durante largo tiempo un gran servicio a la humanidad.»
No obstante, cuando encontró a Jesús y se dio cuenta de lo mucho que se había sacrificado el Señor por él, decidió entregar su vida al Señor y hacer todo lo que Él le pidiera. La Biblia nos dice: «Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros»[13]. Ese fue el secreto del éxito no solamente de Moody, sino de todo gran hombre o mujer que Dios ha empleado alguna vez: Se acercaron al Señor apoyándose en Él y en Su poder y Su Palabra para recibir orientación, fortaleza e inspiración.
A pesar de todos nuestros defectos, flaquezas e ineptitudes, es verdaderamente ilimitado lo que Dios puede hacer con nosotros, según Su voluntad, con la condición de que le entreguemos por completo nuestra vida a Él. Claro que esa «condición» no es nada fácil de cumplir, puesto que todos tenemos libre albedrío, y podemos elegir entre entregarle a Él nuestra vida y «buscar primeramente el Reino de Dios»[14], o buscar primeramente nuestros deseos, nuestros planes y nuestros caminos. La decisión depende de nosotros.
Si estás dispuesto a ser lo que Dios quiere seas, no lo que eres, sino lo que Dios quiere que seas, entonces podrá hacer grandes cosas a través de ti. Dios sabe que no puedes hacerlo solo. Tienes que entregar tu vida, tus pensamientos, tu corazón, tu todo al Señor, y dejar que sea Él quien obre a través de ti. Cuando por fin llegas al punto en que te entregas a Él y te rindes y te dejas llevar y dejas que Dios lo haga todo, entonces Dios tiene oportunidad de intervenir y hacerlo. Y lo hará. Dale esa oportunidad.
Cuando nos entregamos y sometemos del todo al Señor, ya no tenemos nada de qué preocuparnos. Nuestra vida está en Sus amorosas manos, a Su cuidado, y el Enemigo no tiene nada a que aferrarse ni nada que pueda reclamar. De hecho, para lograr vencer de veras al Enemigo, el Señor exige precisamente sumisión. Él dice: «Someteos a Dios; resistid al Diablo y huirá de vosotros»[15].
Pero siempre que quede en tu vida un oscuro rinconcito que no hayas rendido al Señor, que no hayas querido entregar al Señor, siempre que haya una partecita que te niegues a someter, el Enemigo se podrá valer de ello para fastidiarte, te podrá atormentar con esa cosita. Por eso la Palabra de Dios dice: «Ni deis lugar al Diablo»[16].
Me recuerda la historia de Huddersfield. Había un acaudalado terrateniente que deseaba comprar todo un pueblo. Por fin adquirió todos los lotes y terrenos. Mejor dicho, todos menos una parcelita. Pues resulta que había un granjero testarudo que se negó tajantemente a vender su pequeño lote de tierra, y nada lo hacía cambiar de parecer. El hacendado hasta llegó a ofrecerle mucho más dinero del que valía la parcelita; pero el viejo campesino, muy encariñado con su terrenito, se negó en redondo a venderlo. El hacendado por fin se dio por vencido, pero se confortó diciendo: «Bah, qué importa. Si no es más que una parcelita. He adquirido todos los demás terrenos, Huddersfield es mío. ¡Me pertenece!» Por casualidad, el viejo granjero testarudo lo oyó y le recordó: «Nada de eso. Ambos somos dueños de Huddersfield. ¡Nos pertenece a los dos!»
No permitas que el Diablo le diga a Dios eso de ti: «¡Ajá! ¡Mira, Dios! Este lo ha entregado todo menos esta cosita. Así, aunque mayormente te pertenece a Ti, una partecita todavía me pertenece a mí.» Para «vencer al maligno», y tener «la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento», es necesario que se lo encomiendes todo al Señor. Entonces, cuando tu voluntad esté en armonía con la voluntad divina, estarás a salvo bajo la sombra de Sus alas, y Él ha prometido que te bendecirá con Su completa paz y reposo celestial[17], a pesar de cualquier tormenta de la vida que debas enfrentar. Como dice un hermoso himno antiguo:
«Anhelaste más fe
y que paz Dios te dé,
has orado con celo y fervor;
pero nunca hallarás plena felicidad
si no entregas tu todo al Señor.
¿Ya controla el Espíritu todo tu ser?
¿Te das todo tú en el altar?
Para hallar bendición,
esa paz y esa unión,
cuerpo y alma tendrás que entregar.
E. A. Hoffman, 1905
Así que ofrece tu vida en Su altar hoy mismo. Pídele que la tome y la emplee para Su gloria, y Él lo hará, tanto como se lo permitas. Eres Su hijo, y Él te ama y siempre hará todo lo posible para que seas útil y estés contento sirviendo por amor a los demás en nombre Suyo, a fin de que les lleves la misma vida y la misma felicidad que tú has hallado en Jesús. Él nunca falla.
Recopilado de los escritos de David Brandt Berg. Publicado por primera vez en abril de 1987. Texto adaptado y publicado de nuevo en noviembre 2014.
[1] Zacarías 4:6; 2 Corintios 4:7
[2] Mateo 11:30.
[3] Juan 5:30; 15:5; 1 Pedro; Filipenses 5:7;
[4] Juan 15:4–5.
[5] Mateo 26:39.
[6] Romanos 12:1–2.
[7] 1 Pedro 1:18–19 (NVI).
[8] 1 Corintios 6:19-20.
[9] Juan 15:15.
[10] Romanos 7:4
[11] Juan 15:8.
[12] 2 Corintios 9:7.
[13] Santiago 4:8.
[14] Mateo 6:33.
[15] Santiago 4:7.
[16] Efesios 4:27.
[17] Juan 1 2:14; Filipenses 4:7; Salmo 91.
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