El eterno plan de Dios

noviembre 29, 2016

Recopilación

[God’s Eternal Plan]

La mayor creación de Dios no es el lejano manto de estrellas ni los interminables cañones, sino Su plan eterno para acercarse a Sus hijos. La manera en que nos sigue arroja la misma brillantez que la rotación de las estaciones y el peregrinaje de las constelaciones. El cielo y la tierra desconocen pasión mayor que el intenso deseo de Dios por ti y tu devoción. Él ha demostrado con claridad Su fidelidad mediante santas sorpresas.

Noé divisó el cielo abrirse y el resplandor de un arcoíris. Abraham sintió a Dios en el creciente vientre de una marchita Sarah. Jacob encontró a Dios en el fracaso. José percibió la divina presencia en prisión. El faraón lo escuchó de boca de Moisés: «Deja ir a mi pueblo».

Pero el faraón se negó. Como resultado, fue un invitado estelar en la arena de la devoción divina. El agua se convirtió en sangre. El día se oscureció como la amarga noche. Se posesionaron enjambres de langostas. Niños murieron. El mar rojo se partió en dos. El ejército egipcio descansó en una acuosa sepultura.

Presten atención a este —mayormente desconocido pero apasionado— discurso de Moisés a los israelitas.

Porque pregunta ahora si en los tiempos pasados que han sido antes de ti, desde el día en que creó Dios al hombre sobre la tierra, si desde un extremo del cielo al otro se ha hecho cosa semejante a esta gran cosa, o se haya oído otra como ella. ¿Ha oído pueblo alguno la voz de Dios hablando de en medio del fuego, como tú la has oído, sin perecer? ¿O ha intentado Dios venir a tomar para sí una nación de en medio de otra nación, con pruebas, con señales, con milagros y con guerra, y mano poderosa y brazo extendido, y hechos aterradores, como todo lo que hizo con vosotros el Señor, vuestro Dios, en Egipto ante tus ojos?  Deuteronomio 4:32-34

¿Cuál es el mensaje de Moisés? Dios moverá el mundo entero para llegar a él. Dios es infatigable e incesante. Se niega a darse por vencido… El Dios de Noé es tu Dios. La promesa que dio a Abraham vive en ti. El dedo que presenció el mundo del faraón también dirige el tuyo. Dios es el epicentro de tu mundo. No se ha marchado a una galaxia distante. No se ha alejado de la historia de la humanidad. No ha elegido recluirse en el trono de un castillo incandescente. Todo lo contrario. Se ha acercado. Es partícipe de coches compartidos, angustias y funerarias en nuestro día a día.

Fue ese amor el que siguió a los israelitas. Fue ese amor el que envió a los profetas. Fue ese amor envuelto en un cuerpo físico el que descendió por el canal de parto de María. Fue ese amor el que recorrió los accidentados caminos de Galilea. […] Y fue ese amor el que describió Jesús en su último martes. El mismo amor que lo llevaría tres días después a la muerte en la cruz. La cruz, el cenit de la historia. El pasado entero apunta a ese suceso y el destino del mundo depende de ello. Es el glorioso triunfo del cielo: Dios en la tierra.  Max Lucado

*

«Lo invisible del mundo, Su eterno poder y Su deidad, se hace claramente visible desde la creación del mundo y se puede discernir por medio de las cosas hechas. Por lo tanto, no tienen excusa.»[1] Los cielos aún cuentan la gloria de Dios. El firmamento sigue anunciando la obra de Sus manos. Un día emite palabra a otro día y una noche a otra noche declara el amor de Aquel que nos invita a recorrer la historia de la vida misma.  Stuart McAllister[2]

 

Sublime gracia

El evangelio de la gracia comienza y concluye con el perdón. El mundo escribe canciones con títulos como «Sublime gracia» por un motivo: la gracia es la única fuerza en el universo con poder suficiente para romper las cadenas que esclavizan a generaciones. Solo la gracia puede deshacer la desgracia…

El elemento central de las parábolas de Jesús es Dios, quien toma la iniciativa y se acerca a nosotros: el padre enfermo de amor que corre con los brazos abiertos a recibir a su hijo pródigo, el rey que perdona una deuda que ningún sirviente podría reponer, el empleador que paga a los obreros que trabajaron por la tarde lo mismo que a los que trabajaron desde el amanecer, el hombre acaudalado que recorre los caminos y los vallados en busca de invitados que no merecen sentarse a su mesa.

Dios hizo pedazos la inexorable ley del pecado y la retribución al invadir la tierra, tomar lo peor que podríamos ofrecer —la crucifixión— y convertir ese vandálico acto en el remedio para la condición humana. El calvario deshizo el atolladero entre la justicia y el perdón. Al aceptar en su inocente ser todas y cada una de las severas demandas de justicia, Jesús rompió para siempre la cadena de la desgracia.  Philip Yancey[3]

 

En Su nombre

Al instruir a Sus discípulos —y en última instancia a todos nosotros— para que oraran en Su nombre, Jesús nos estaba diciendo que tenemos el derecho de presentarnos con convicción frente al trono de la gracia de Dios, porque somos miembros de la familia de Dios al haber aceptado el sacrificio de Jesús por nuestros pecados.

Si bien es cierto que Dios interactuó y habló con algunas personas en el Antiguo Testamento, y obró milagros impresionantes para proteger y proveer para Su pueblo, en general las personas no tenían el acceso directo a Dios que tenemos hoy en día. Todavía no eran los hijos e hijas de Dios mediante la fe en Su hijo[4]. No tenían la misma relación personal que podemos disfrutar hoy habiendo sido reconciliados con Dios al recibir a Jesús como Salvador y gozando del Espíritu de Dios que vive en nosotros[5].

Antes del nuevo pacto establecido por la muerte de Jesús en la cruz, los fieles tenían acceso a Dios y a la redención de los pecados a través del sistema de sacrificios del templo. Se consideraba que Dios moraba en el Lugar Santísimo, en lo más recóndito del templo, que estaba dividido del resto del templo por una cortina gruesa. Solo el sumo sacerdote podía pasar al Lugar Santísimo, y solo un día al año.

Cuando Jesús murió, el velo se rasgó en dos. Desde Su muerte y resurrección y la concesión del Espíritu Santo, tenemos acceso directo a Dios, lo cual es un privilegio.  Peter Amsterdam

*

Así que, hermanos, tenemos libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que Él nos abrió a través del velo, esto es, de Su carne. También tenemos un gran sacerdote sobre la casa de Dios. Acerquémonos, pues, con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura.  Hebreos 10:19-22

Publicado en Áncora en noviembre de 2016.


[1] Romanos 1:20.

[2] http://rzim.org/a-slice-of-infinity/forgotten-stories

[3] Philip Yancey, ¿Por qué la gracia es sorprendente?

[4] Juan 1:12.

[5] 2 Corintios 5:18.

 

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