noviembre 1, 2016
«Por Su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó». Romanos 3:24[1]
¿Cómo sabes que de verdad has entendido el Evangelio y lo crees? O mejor dicho, ¿cómo sabes que el Evangelio ha penetrado en ti, que te ha tomado y que ha comenzado a cambiarte de manera permanente? La semana pasada me hice esa pregunta y reflexioné en ello. Al poco rato, pensaba en personas que conozco y que en algún momento fueron creyentes, pero que a la larga se volvieron fríos, distantes y abandonaron la fe.
Tal vez la respuesta podría ser esta: Sabes que has entendido bien el Evangelio cuando lo que te llena de asombro es la gracia de Dios en lugar de la ira de Dios. A menudo escucho comentarios de quienes expresan su asombro y hasta indignación ante la idea de un Dios iracundo. Cuando escucho a los verdaderos creyentes, expresan asombro ante la realidad de un Dios misericordioso. Es la gracia, no la ira, lo que los deja anonadados. Se preguntan: «¿Por qué yo? ¿Por qué Dios me ofrece esa gracia?»
A mi juicio, eso fue lo que ha hecho que el himno La gracia del Señor de John Newton haya sido tan popular y haya dejado huella. El clamor de Newton fue esa gracia admirable. La ira no lo sorprendió ni lo ofendió. Conocía su vileza y depravación. Le remordía la conciencia y sabía que merecía la justicia divina. Lo que lo dejó sorprendido fue la gracia de Dios. Lo que le parecía fuera de lugar era la gracia. Si hubo una agresión al Evangelio, fue que Dios tomara el pecado de un hombre tan malo como John Newton y lo colocara en Jesucristo, el hombre perfecto.
Tienes la certeza de que lo has entendido bien cuando lo que te impresiona del Evangelio no es la ira divina hacia los pecadores, sino que les ofrece la gracia. Y esta es la razón: El estado elemental del ser humano es creer que en realidad Dios no es tan santo y que en realidad yo no soy tan malo. Como si dijera: Dios es indulgente en cuanto al pecado y da la casualidad de que no soy tan pecador de todos modos. Así pues, Dios y yo hacemos buena pareja. No es preciso tener fe para creer eso. No hace falta un gran cambio de actitud ni de corazón.
Sin embargo, el evangelio revela esa clase de engaño. El Evangelio nos ayuda a ver las cosas como son. El Evangelio dice que Dios es mucho más santo de lo que me atrevería siquiera a imaginar y que soy mucho más pecador de lo que podría pensar. Y, en ese punto, con la correcta evaluación de Dios y de mí, el Evangelio aparece súbitamente y da esperanza. Tim Challies[2]
Los israelitas excluían escrupulosamente de su alimentación a todos los animales anormales o que no eran conforme a lo que generalmente se aceptaba. Y el mismo principio se aplicaba a los animales así llamados puros que se ofrecían en la adoración. Ningún fiel podía llevar al templo un cordero con alguna mutilación o defecto, pues Dios quería lo más perfecto del rebaño. Desde Caín, el pueblo debía seguir las instrucciones precisas de Dios, o arriesgarse a que sus ofrendas fueran rechazadas. Dios exigía perfección; Dios merecía lo mejor. No se permitían bichos raros.
[…] El enfoque de Jesús hacia los «impuros» dejó consternados a sus compatriotas y, al final, eso contribuyó a que lo crucificaran. En esencia, Jesús anuló el apreciado principio del Antiguo Testamento de que no se permitían bichos raros y lo reemplazó con la nueva regla de la gracia: «Todos somos bichos raros, pero Dios nos ama de todas maneras».
Jesús culminó su tiempo en la Tierra dando a sus discípulos la gran misión, el mandamiento de llevar el Evangelio a los gentiles impuros «en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la Tierra». […] Peldaño a peldaño, Jesús desmanteló la escalera de la jerarquía que había marcado el enfoque hacia Dios. Invitó a la mesa del banquete de Dios a los defectuosos, los pecadores, los extranjeros y los gentiles. ¡A los impuros!
[…] Las leyes del Levítico advertían del contagio: contaminaría a una persona el contacto con un enfermo, un gentil, un cadáver, cierta clase de animales o hasta el moho. Jesús cambió radicalmente el proceso; en vez de contaminarse, sanó a la otra persona. El loco desnudo no contaminó a Jesús; se sanó. La lastimosa mujer con el flujo de sangre no trajo vergüenza a Jesús ni lo contaminó; se fue sanada. La niña de doce años que estaba muerta no contaminó a Jesús; resucitó.
En el enfoque de Jesús percibo un cumplimiento, no una abolición de las leyes del Antiguo Testamento. Dios había santificado, por así decirlo, la creación al separar lo sagrado de lo profano, lo limpio de lo impuro. Jesús no anuló el principio de lo sagrado, sino más bien cambió su fuente. Podemos ser agentes de la santidad de Dios, pues ahora Dios habita en nuestro interior. En medio de un mundo impuro, podemos avanzar de forma resuelta, como lo hizo Jesús, esforzándonos por ser una fuente de santidad. Los enfermos y los mutilados no son algo que podría contaminarnos, sino que pueden ser depósitos de la misericordia de Dios. Se nos invita a ofrecer esa misericordia, que seamos portadores de la gracia, no que evitemos el contagio. Al igual que Jesús, podemos contribuir a que lo «impuro» se limpie. Philip Yancey[3]
Jacob sueña con una escalera que se eleva hasta el cielo. Y ángeles que suben y descienden por ella desde la presencia de Dios.
El Señor le habla a Jacob y le hace una promesa: Tu descendencia será tan numerosa como el polvo de la tierra. Te extenderás de norte a sur, y de oriente a occidente, y todas las familias de la tierra serán bendecidas por medio de ti y de tu descendencia. Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas, y te traeré de vuelta a esta tierra. No te abandonaré hasta cumplir con todo lo que te he prometido[4].
Cuando Jacob se despierta, dice: «En realidad, el Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta»[5].
Con frecuencia, pasamos por alto la maravillosa realidad de que el Señor está en todo lugar. En cada experiencia difícil. En cada relación complicada. En cada persona difícil de comprender. En cada lugar solitario. En cada lágrima olvidada. Él está ahí, tendiéndonos la mano, mostrándose mediante sus muestras de amor: Un pensamiento optimista. Un sueño halagüeño. Una palabra de aliento. Un abrazo reconfortante. Una amistad imprevista.
En cada instante en que hallamos esperanza, en cada situación en que sentimos la gracia, Cristo nos dice: «Estoy contigo, no estás solo».
Al igual que Jacob, quizás hayamos hecho algo que nos haga temer perder la gracia, o que ese borrón manche nuestra hoja de servicios eterna. Pero si abres tu corazón a Su Palabra, descubrirás que no estás lejos de la gracia. Jesús está ahí mismo, susurrando a tu corazón que todo tiene su tiempo, incluso los momentos difíciles[6].
A fin de cuentas Él, que es la esencia misma del amor, es el único que está presente en cada instante de nuestra vida. Él siempre está contigo, incluso hasta el fin del mundo, prometiendo traer vida a cada aparente muerte y mostrarte un arcoíris a través de cada nubarrón.
A veces recibimos una promesa o una respuesta a la oración, presenciamos un milagro o algo sale tal como esperamos, y aun así seguimos sin estar convencidos de que Dios lo haya hecho de principio a fin. […] Lo asombroso es que Él no nos culpa por ello. Él comprende que en este mundo tenemos que tomar las cosas por fe en lugar de por vista. Él nos acepta tal como estamos y continuamente nos alienta a seguir adelante, a acrecentar nuestra fe manteniendo nuestros ojos en Él y siguiéndole paso a paso.
Conforme lo hacemos, descubrimos que siempre cumple Sus promesas. Diremos con Josué: «Ustedes bien saben que ninguna de las buenas promesas del Señor su Dios ha dejado de cumplirse al pie de la letra. Todas se han hecho realidad, pues Él no ha faltado a ninguna de ellas.»[7] Jewel Roque[8]
Publicado en Áncora en noviembre de 2016.
[1] NVI.
[2] http://www.challies.com/articles/gods-not-really-that-holy-im-not-really-that-bad.
[3] Philip Yancey, What’s So Amazing About Grace? (Grand Rapids, MI: Zondervan, 1997).
[4] Génesis 28:13-15 (NVI).
[5] Génesis 28:16 (NVI).
[6] Eclesiastés 3:1 (NVI).
[7] Josué 23:14 (NVI).
[8] Just1Thing.
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