septiembre 12, 2016
El pecado afecta la vida de todos los seres humanos y es lo que los ha separado de Dios. Afortunadamente, movido por Su amor y misericordia, Él ha puesto al alcance de la humanidad la salvación del pecado, por medio del sufrimiento y la muerte de Jesús. Los cristianos gozamos de la tremenda bendición de que se nos han perdonado nuestros pecados y hemos sido redimidos de ellos. Nos hemos librado del castigo de nuestros pecados en la otra vida, un don de inestimable valor, pues viviremos para siempre con Dios. Lamentablemente, moramos en un mundo en el que muchos no saben que tal salvación está a su alcance, y es nuestra misión como cristianos darles a conocer esa buena nueva del Evangelio.
Es importante que los cristianos comprendamos los diversos aspectos y efectos del pecado, pues nos ayuda a entender y explicar por qué suceden cosas malas en nuestro mundo, y cuál es el origen de gran parte de las desgracias y del sufrimiento que aqueja a la humanidad hoy en día. Un concepto más cabal del pecado nos permite comprender mejor y comunicar a los demás la necesidad e importancia de la salvación, a la vez que nos lleva a apreciar más plenamente nuestra propia salvación y de qué es que nos hemos salvado. Si bien a nosotros se nos ha bendecido con la redención, para quienes rechacen la salvación el pecado tendrá graves consecuencias a largo plazo, no solo en esta vida, sino también en la venidera.
El Nuevo Testamento emplea diversos términos para referirse al pecado, que se han traducido, según los casos, como violar, quebrantar, extralimitarse, errar el blanco, excederse, caer a la vera del camino, defección, mala obra, desviarse de la buena senda, apartarse del bien, apartarse de la verdad y del camino recto, injusticia de corazón y de conducta, maldad, impiedad, incredulidad, contumacia y apostasía.
Si bien con frecuencia los seres humanos cometen pecados contra su prójimo, como por ejemplo robar a alguien o mentir acerca de esa persona, y aunque esos pecados también pueden hacer daño a quien los comete, son primordialmente pecados contra Dios. Obrar de esa manera es quebrantar las leyes morales de Dios; sin embargo, lo más importante es que son pecados contra el Promulgador de las leyes. Son una afrenta a Su santidad y justicia, y causa de separación entre Él y los hombres.
La Biblia enseña que el pecado es universal, que todo ser humano —con excepción de Jesús— ha sido y es un pecador. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento dicen que todos somos pecadores y que no hay nadie que sea totalmente justo. «Ante Ti nadie puede alegar inocencia»[1]. «No hay en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque»[2]. «Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad»[3].
La universalidad del pecado es un concepto que está presente hasta en muchas religiones paganas, lo que confirma que la humanidad tiene un conocimiento intuitivo de la ley moral de Dios y de la naturaleza pecaminosa del hombre. A lo largo de la Historia, los seguidores de muchas religiones han hecho sacrificios por considerar que habían desagradado a sus dioses.
Antes de crear Dios el universo, el pecado no existía, pues solo existía Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo—. Las Escrituras dejan claro que Dios es santo, que no tolera el mal y no peca. Por ende, el pecado no podía existir antes de crear Él a los ángeles.
Al crear seres morales, ángeles y humanos, los dotó de libre albedrío. Los creó con la capacidad de tomar decisiones morales, y así posibilitó que optaran por obrar bien y con rectitud. Sin embargo, al concederles esa libertad también dio lugar a la posibilidad de que optaran por obrar mal. El pecado se originó en la decisión soberana de esos seres de desobedecer a Dios. Él no hizo que los seres morales que había creado pecaran. No obstante, ellos optaron libremente por desobedecer Sus mandamientos y Su voluntad expresa, y así pecaron.
Dios no es autor de pecado. Él es santo. Se aparta del pecado. Él no peca. Nunca obra mal ni con impiedad, ni tienta a las personas a hacerlo. El mal es la ausencia del bien, no algo físico que se pueda crear. En cierto sentido, el mal es la ausencia de Dios, del mismo modo que la oscuridad es la ausencia de luz. Dios no podría crear el mal, pues eso sería actuar contrariamente a Su naturaleza y esencia, cosa que no hace y, de hecho, no puede hacer. Veamos rápidamente cómo expresa la Biblia la santidad y justicia de Dios y Su postura frente al pecado:
«Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos Sus caminos son rectos. Es un Dios de verdad y no hay maldad en Él; es justo y recto»[4]. «El Señor es justo; Él es mi Roca, y en Él no hay injusticia»[5]. «Cuando alguno es tentado no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no puede ser tentado por el mal ni Él tienta a nadie»[6].
Si bien Dios no creó ni causó el pecado, sí creó un universo con criaturas que gozan de libre albedrío, lo que significa que esas criaturas podían optar por obrar mal. Dada Su omnisciencia y Su conocimiento de lo futuro, Él sabía que sucedería eso, y por amor y misericordia concibió una manera de reconciliar a la humanidad con Él.
Los cristianos no estamos condenados a causa de nuestros pecados, pues la muerte de Jesús en la cruz propició que se nos perdonasen los pecados. Sin embargo, eso no significa que no pequemos, que pecar no tenga importancia o que no vayamos a sufrir las consecuencias de nuestros pecados en esta vida, por el daño que producen en nuestra relación con Dios o el que causan a otras personas o a nosotros mismos.
En el caso de nosotros, los cristianos, el pecado no afecta nuestro status legal ante Dios. Somos salvos, somos hijos Suyos por adopción, miembros de Su familia, y eso no podemos perderlo; no somos condenados. «Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús»[7].
No obstante, el pecado desagrada a Dios. Él no deja de amarnos, al igual que nosotros no dejamos de amar a nuestros hijos cuando desobedecen o se portan mal. Puede que sintamos un distanciamiento de ellos cuando desobedecen adrede y que tengamos que aplicarles alguna disciplina; sin embargo, no dejan de ser nuestros hijos ni dejamos de amarlos. Es similar a lo que siente Dios en relación a nosotros cuando pecamos. Si bien no deja de ser nuestro Padre ni deja de amarnos, nuestra relación con Él en alguna medida sufre un poco y se produce un distanciamiento con Él.
Él espera que cuando pequemos le pidamos perdón. Dado que Jesús ya pagó por todos nuestros pecados, pedir perdón no incide en nuestra salvación; es más bien una forma de reparar el daño que nuestros pecados producen en nuestra relación con Dios. Cuando Sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar, Jesús les refirió el «Padre Nuestro», que incluye la frase: «Danos hoy el pan nuestro de cada día. Y perdónanos nuestros pecados»[8]. Jesús dijo a Sus primeros discípulos que rogaran al Padre que les perdonara sus pecados; nosotros, Sus discípulos actuales, debemos hacer lo mismo.
Los cristianos debemos abrigar el deseo de crecer en la fe y cultivar nuestra relación con el Señor. El pecado obstaculiza nuestro crecimiento espiritual y perjudica nuestra relación con Dios, lo que nos afecta negativamente en esta vida y también tiene posibles repercusiones en la otra.
La vida que llevamos con arreglo a la voluntad de Dios, nuestra relación con Él, los momentos en que decidimos pecar o abstenernos de hacerlo, el fruto que damos... todo eso tiene efecto en nuestra vida actual y también en la venidera. Como cristianos, pues, debemos vigilar bien nuestros pensamientos y acciones para tratar de vivir como Dios espera de nosotros. No estamos ni estaremos nunca libres de pecado, pero sí podemos esforzarnos por no pecar y podemos pedir a Dios periódicamente que nos perdone cuando lo hacemos.
Reconciliarnos con Dios por medio de Jesús, recibir el perdón de nuestros pecados, ser redimidos, es el obsequio más grandioso que podamos recibir, un obsequio personal directamente de la mano de Dios. No solo transforma nuestra vida hoy, sino para la eternidad. Es un don que cada uno de nosotros ha recibido y que se nos ha pedido que transmitamos a los demás. Es la buena nueva que se nos ha encomendado que anunciemos a los demás para que ellos también puedan verse libres de los grilletes del pecado y convertirse en hijos de Dios, el eterno y misericordioso Dios, lleno de gracia y amor.
Artículo publicado por primera vez en septiembre de 2012. Texto adaptado y publicado de nuevo en septiembre de 2016.
[1] Salmo 143:2.
[2] Eclesiastés 7:20.
[3] 1 Juan 1:8.
[4] Deuteronomio 32:4.
[5] Salmo 92:15.
[6] Santiago 1:13.
[7] Romanos 8:1.
[8] Lucas 11:3-4 (NBLH).
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