julio 26, 2016
Imaginemos que Colón no hubiera zarpado. Supongamos que Anne Sullivan se hubiera desanimado, perdiendo toda esperanza en Helen Keller. Hagamos de cuenta que Pasteur, mientras buscaba la vacuna contra la rabia, no hubiese dicho a sus ayudantes, cuando estaban agotados: «¡Persistan! ¡Lo importante es no abandonar!»
Muchas veces se pierde una carrera en la última vuelta. Numerosos barcos se han estrellado contra los arrecifes cuando ya estaban a punto de llegar al puerto. Con frecuencia, una batalla se pierde en la última ofensiva.
¿Qué esperanzas tenemos de terminar la carrera que hemos emprendido? Dios es nuestra esperanza. Él nos ayudará a no apartarnos del rumbo que nos ha fijado. Asimismo, Jesús es capaz de salvarnos a perpetuidad[1].
De todos modos, no podrá ayudarnos si abandonamos. Debemos estar dispuestos a ser firmes y poner nuestra confianza en Él. Dios nos puede enviar refuerzos, pero uno tiene que estar presente para recibirlos. Adaptado de un texto de Streams in the Desert, de la Sra. Charles E. Cowman
Desistir es una de las cosas más fáciles de hacer. ¡Si lo sabré yo! Fui maestro de ello. Si las universidades dieran un título por desistir, yo me habría graduado con honores. Lo que pasa es que abandoné los estudios.
No solo dejé la escuela. Después de un año de matrimonio, abandoné a mi primera esposa. Dejé de predicar después de tres años de haber sido ordenado pastor. Me echaron de los marines antes de terminar el periodo de servicio. En los primeros cincuenta años de mi vida, lo único que terminé fue una pena de cárcel. Y si hubiera podido, también la habría dejado sin terminar.
Mi padre siempre repetía un poema cuando veía que no me esforzaba al máximo. Era su filosofía de vida. Dice:
Termina lo que empiezas.
Sea el trabajo grande o pequeño,
se hace bien y con empeño.
La razón por la que muchos de nosotros no tenemos éxito es porque no lo deseamos de verdad. No queremos ese título tan intensamente como para esforzarnos lo que haga falta para graduarnos. No tenemos tantas ganas de estar en un equipo deportivo como para practicar día tras día. No deseamos con tanta intensidad destacar en nuestro trabajo como para aprender todo lo que nos resulte posible de la profesión que hemos elegido.
Lamentablemente, la mediocridad no solo prospera en el mundo secular. También es común en muchas de nuestras iglesias. A algunos no nos interesa ser los mejores cristianos que podamos llegar a ser. […] No leemos la Biblia ni oramos.
Cuando estaba enganchado a las drogas, era el mejor drogadicto. Nada me impedía conseguir las drogas que ansiaba. Las drogas eran más importantes para mí que mi familia, mis amigos o mi libertad. Un invierno hubo en Chicago una tormenta de nieve tan fuerte que los autos o autobuses no podían moverse. Yo deseaba tanto drogarme, que caminé 5 kilómetros en una nieve de casi 60 cm de profundidad para ir a la casa donde vendían drogas, y luego caminé los 5 kilómetros de vuelta.
Si era tan dedicado a algo que estaba matándome, ¿no debería serlo más con Aquel que me había dado vida?
¿Quieres ser el mejor cristiano que puedas ser? Si es así, ¿cuán grande es tu deseo? Burton Barr, hijo.
*
Sir Winston Churchill repitió dos veces el octavo grado en el colegio porque le costaba aprender la gramática y expresarse bien por escrito. Paradójicamente, años más tarde la Universidad de Oxford le pidió que pronunciara el discurso de fin de curso. Se presentó con su habitual puro, bastón y sombrero de copa.
Mientras Churchill se acercaba al estrado, los presentes se pusieron en pie y prorrumpieron en aplausos. Con dignidad impecable, aplacó a sus admiradores y miró confiado hacia ellos. Se sacó el puro de la boca y, colocando el sombrero sobre el atril, miró fijamente a los asistentes, que estaban pendientes de que abriera la boca. Con tono de autoridad, Churchill exclamó: «¡Jamás se rindan!» Transcurridos unos segundos, se puso de puntillas y repitió: «¡Jamás se rindan!» Las palabras retumbaron en los oídos de los presentes.
Se hizo un silencio sepulcral mientras Churchill alargaba la mano, se ponía de nuevo el sombrero en la cabeza y el puro en la boca, y apoyándose en el bastón abandonaba el estrado. Su discurso había concluido. The Speaker’s Sourcebook II
Muchas veces he tenido ganas de desistir, porque me equivoco tanto, pero no me doy por vencido, porque creo a Dios. Por eso sé que tengo que obedecerlo ¡y no me atrevo a abandonar!
¿Y si Dios se diera por vencido cada vez que el cuerpo de creyentes le diera muchos problemas? ¡Entonces todos las pasaríamos negras! ¿Y si se diera por vencido cada vez que nosotros —Su rostro— nos llenáramos de feos puntitos, granitos, pústulas, acné y qué sé yo? ¿Qué pensarías si se diera por vencido simplemente porque a veces somos feos.
Tiene que seguir adelante aunque nos enmarañemos y acabemos hechos un desastre. Debe enseñar coordinación a cada parte de Su Cuerpo, enseñarle a funcionar y moverse bien, con gracia y agilidad, no con espasmos y gestos grotescos. No le queda más remedio que seguir adelante, por muy mal que a veces se conduzca Su cuerpo, a pesar de lo que le dice Su cabeza. Dios tiene que enseñarle a caminar a Su Cuerpo —nosotros— aunque parezca un inválido desahuciado.
Tiene que velar por que todos los órganos funcionen bien aunque nosotros los tratemos mal y les echemos comida mala y contaminantes. Así es el cuerpo que Dios tiene que soportar. Solo el amor, la gracia y la misericordia de Dios pueden sacarnos adelante por medio de la fe y la obediencia a Su Palabra. De otra manera no lo lograremos.
«Y si no…», nosotros igual tenemos que seguir adelante, seguir creyendo y obedeciendo. Como en Daniel 3, los tres hijos de Dios que terminaron en el horno de fuego dijeron: «Nuestro Dios puede librarnos. Y si no lo hace, aun así no nos postraremos ante tu ídolo». Parecía que había llegado su hora, pues al horno fueron a parar, y hasta los verdugos murieron. Pero como esos hijos de Dios tuvieron fe y fueron obedientes, Él los acompañó incluso allí dentro, y salieron sin despedir siquiera olor a humo.
Prestemos atención a lo que le pasó a Job. El Señor dejó que el diablo casi lo destruyera. Acabó con su familia, con sus bienes, y casi también con él; pero ni aun así cedió ante el diablo, ni ante su mujer que le decía que maldijera a Dios y se muriera[2]. Siguió creyendo y obedeciendo, cubierto de pústulas de pies a cabeza, sentado sobre un montón de cenizas, rascándose cansinamente el pus, las costras y las llagas con un trozo de tiesto, y diciendo: «Aunque Dios me mate, en Él confiaré»[3].¿Serías capaz de decir lo mismo?
Ojalá no llegues a estar tan mal como Job. Pero si así fuera, por lo que más quieras, ¡no te rindas! Sigue sirviendo a Dios. Sigue creyendo y obedeciendo pase lo que pase. Tal vez salgas de esa sin despedir siquiera olor a humo, con más salud, felicidad y sabiduría que nunca, como Job, si tan solo aguantas un poquito más, como hizo él, y no te rindes.
Como aquel famoso capitán, John Paul Jones. Estaba herido, con la mitad de la tripulación muerta o agonizante. Además, su barco estaba en llamas y hundiéndose. Entonces, sus enemigos le preguntaron si estaba dispuesto a rendirse y exclamó: «¡No, maldita sea! ¡Ni siquiera hemos empezado a luchar!» Y al final, venció.
Tal vez no hayas resistido todavía hasta la sangre y la muerte en la cruz, como Jesús[4]. Pero aunque lo mataron, tres días después resucitó triunfante del sepulcro. ¡Ni la muerte pudo detenerlo! David Brandt Berg
Publicado en Áncora en julio de 2016.
Copyright © 2024 The Family International