junio 21, 2016
La vida no es justa. Job lo entendió bien cuando dijo: «El hombre, nacido de mujer, corto de días y hastiado de sinsabores»[1]. En un país tan rico como el nuestro, cada noche millones de personas van a dormir con hambre. Si es que tienen la suerte de tener una cama o un hogar. Lo asombroso es que muchas personas culpan a Dios por las desgracias de la humanidad.
Un día invernal en el que hacía mucho frío, una muchacha estaba de pie en una esquina bulliciosa. Pedía comida, dinero o lo que le pudieran dar. Estaba allí, pasando frío y tiritando, pues los intensos vientos penetraban su ropa delgada y andrajosa. A su lado caminaban cientos de personas, pero solo unos pocos se atrevían a mirar hacia ella. Un caballero bien vestido, próspero, miró a la muchacha y negó con la cabeza antes de entrar a su costoso automóvil. Cuando llegó a su cálida, lujosa y enorme mansión, se sentó a la mesa con su familia, y empezaron a disfrutar de una comida digna de un rey.
Después del postre, el caballero recordó a la muchacha hambrienta que había visto ese día. Al pensar en aquel cuerpo delgado, sucio, que temblaba, empezó a preguntarse por qué Dios permitía que existieran esas situaciones. Preguntó: «Dios, ¿por qué dejas que ocurran estas cosas? ¿Por qué no haces algo para ayudar a esa muchachita?» Escuchó a Dios, que respondía así a su pregunta: «Lo hice. Te creé a ti».
Dios nos bendice de modo que podamos bendecir a otros. En cambio, muchísimas personas son partidarias de esta filosofía: «Yo tengo lo mío. Tú consigue lo tuyo». No les importa si tú tienes suficiente comida mientras ellos tengan su refrigerador lleno. No les importa si las pandillas siembran el terror en tu vecindario mientras su comunidad esté a salvo. No les importa si tienes asistencia médica mientras su familia tenga un seguro médico. En el mundo hay muchos problemas. Sin embargo, Dios ya ha hecho lo necesario para resolverlos. Te creó a ti. Burton Barr, hijo
Jesús dijo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Le preguntaron: «¿Quién es mi prójimo?» Jesús les respondió con la parábola del buen samaritano, en la que dejó claro que nuestro prójimo es todo el que necesite nuestra ayuda, sea cual sea su raza, credo, color, nacionalidad o condición[2].
El buen samaritano es una magnífica historia sobre el pobre hombre al que unos ladrones golpearon por el camino, y a quien el buen samaritano recogió y llevó a un mesón. Dijo al mesonero: «Todo lo que gastes, yo te lo pagaré». ¿A quién se asemejaba el buen samaritano? El buen samaritano era como el Señor; y el mesonero —su administrador—, era como ustedes y yo. Todo lo que gastemos en rescatar a la gente y en salvar almas, Él nos lo pagará, ¡y aún más!
Él dice: «Todo lo que gastes de más Yo te lo pagaré». Independientemente de cuánto nos sacrifiquemos, diré al igual que el gran pionero y misionero Dr. David Livingstone: «No se puede dar más que Dios. ¡Nunca hice un sacrificio! A pesar de todo lo que di, Dios siempre me devolvió más».
Creo que van a darse cuenta de que dar a otros en realidad no es un sacrificio. Simplemente van a invertir; y las ganancias van a sobrepasar muchísimo lo invertido. Por supuesto, la mayor inversión que hacemos es en nuestra entrega personal, al dedicar nuestra vida y tiempo a los demás.
Creo que Dios va a bendecir todo sacrificio que hagamos, no solo eternamente por las almas que llevaremos al Señor, sino también en todos los aspectos. Es posible que momentáneamente parezca que perdemos o sacrificamos un poco, ¡pero más adelante veremos los resultados!
Así que al dar no vamos a perder, sino a beneficiarnos. «Hay quienes reparten y les es añadido más, y hay quienes retienen más de lo justo y acaban en la miseria»[3].
El que esté dispuesto a perder aparentemente, será el que gane. «No es necio el que da lo que no puede retener para ganar lo que no puede perder». Jesús mismo dijo: «Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de Mí y del evangelio, la salvará»[4]. ¡Y también la vida de muchos otros! David Brandt Berg
Nada puede competir con el poder del amor de Dios. Puede sanar un corazón quebrantado y una profunda herida emocional; también puede arreglar una relación destruida. Al final, el amor lo hace todo nuevo. El apóstol Pablo lo entendió. Escribió: «Si pudiera hablar todos los idiomas del mundo y de los ángeles pero no amara a los demás, yo solo sería un metal ruidoso o un címbalo que resuena»[5]. En otros términos, sin el amor de Dios en su vida, Pablo era solo una lata vacía. Lo mismo es cierto en nuestro caso.
En la escala de uno a diez, el amor de Dios es un diez —sobrepasa todas las virtudes en importancia; el amor es paciente y bondadoso—, tiene longanimidad y está lleno de esperanza y ánimo. Nunca se desanima. Siempre construye y se niega a derribar. Jamás tiene prisa. No es enérgico, exigente ni egocéntrico.
El amor espera lo mejor de Dios, cuando sea y lo que sea. No tiene pánico frente a la prueba, la derrota ni el temor. No tratará de aferrarse a soluciones humanas, sino que siempre busca hacer la voluntad de Dios. El amor es amable, gentil y comprensivo. Actúa conforme a lo que es mejor para los demás, pasa por alto las ofensas y cuando se trata de dar a los demás es derrochador.
«El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso»[6]. Espera a que Dios lo ascienda y exalte. Da el mérito a Dios por todo éxito personal, y al mismo tiempo reconoce las contribuciones de los demás. Siempre aplaude las ganancias de alguien, cuando son agradables a Dios, y no presume, sino que se inclina con humildad.
El amor no es brusco. Es educado y cortés, incluso con los maleducados, los de mal genio e hirientes. El amor verdadero nunca es egoísta, sino que primero piensa en los demás. El amor no se irrita con el comportamiento de los demás. Se niega a juzgar, deja eso a Dios. No mantiene un registro mental de los agravios. No disfruta con el mal, sino que se regocija con la verdad. Recibe cada día con alegría y una sonrisa. Piensa en lo bueno y está feliz con la sencilla obediencia a Dios.
Pablo termina su descripción puntualizando: «El amor nunca deja de ser»[7] y el amor de Dios nunca dejará de ser. No solo indica esto que Su amor jamás se terminará; también significa que sea cual sea la situación, la respuesta indicada siempre es amar. Cuando ofrecemos el amor de Dios a los demás —en particular a los que nos han herido y han estado en contra de nosotros— somos libres del resentimiento, la ira, el rechazo, la hostilidad y la falta de perdón.
Aprender a amar a Dios y a los demás de la manera que Dios te ama te llevará a descubrir rincones de tu corazón que jamás te aventurarías a recorrer por tu cuenta. Una cosa es segura: al vivir en la luz de Su amor llegarás a conocer la atención más personal de un Padre celestial amoroso. Charles Stanley
Publicado en Áncora en junio de 2016.
[1] Job 14:1 (RV 1995).
[2] Lucas 10:29-37.
[3] Proverbios 11:24 (RV 1995).
[4] Marcos 8:35.
[5] 1 Corintios 13:1 (NTV).
[6] 1 Corintios 13:4 (NVI).
[7] 1 Corintios 13:8 (RV 1995).
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