enero 20, 2016
Se dice que la vida depende de cuatro importantes decisiones que nos convierten en lo que somos: la carrera que elegimos, la persona con quien nos casamos, las amistades que hacemos y las creencias que seguimos. Me parece que nuestra creencia es la decisión más importante de las cuatro, puesto que determina en gran parte lo que sucede con las otras tres.
Cada uno de nosotros recuerda un momento importantísimo que determinó sus creencias. Esas experiencias forman parte de lo que se conoce como nuestro testimonio. La historia de nuestra vida dice mucho de nosotros. Le indica al interlocutor que si nos sucedió a nosotros, también puede dar resultado con ellos. El apóstol Pablo relató sus experiencias en el capítulo 22 de Hechos. A lo mejor la historia del lector continúa forjándose. Esta es la mía:
Tenía 19 años cuando pasé un verano en la abandonada granja de mi familia. Se encontraba en mitad de la nada, en los páramos de Pensilvania. Ya casi ni siquiera parecía una granja. Lo único que quedaba era el armazón de algunas construcciones. Cuarenta años antes había sido una granja de mucho movimiento para mi padre y su familia de siete bulliciosos hermanos y hermanas. Pero un tractor que realizaba explotación a cielo abierto rompió una línea de combustible, que se encendió en llamas y redujo la casa a cenizas. La casa nunca se reconstruyó y la propiedad pronto volvió a su estado salvaje natural. Aquella ubicación, alejada del mundo, era el lugar perfecto y sin distracciones para planear mi futuro. Los 19 años son una edad es fundamental. Una época en la que muchos toman decisiones difíciles. Así fue conmigo.
Mi perro y yo vivimos por seis semanas en la más completa austeridad. Mis días se ocupaban en largas caminatas por el bosque, nadando en el río, meditando y escribiendo poesía. Mi dieta consistía en fresas silvestres, cereales y soja. Nombré ese lugar mis «Campos de fresas por siempre» en honor a la conocida canción de Los Beatles que romantizaba un mundo eterno e idílico, el cual esperaba encontrar en aquella simplicidad natural.
Mi vida hasta ese punto no había tenido nada de simple, por lo que anhelaba encontrar paz y tranquilidad. Mi novia se quedó encinta. Le pedí que nos casáramos, pero no funcionó. Nuestro hijo fue dado en adopción. (Añado a modo de comentario que conozco a mi hijo, y se siente agradecido por nuestro regalo de la vida. Agradezco que le haya ido bien en el mundo de la asesoría financiera y que tenga una vida familiar feliz.) El conocimiento de que había traído a un hijo a este mundo me hizo pensar, por decir lo menos.
Durante ese tiempo busqué encontrar expresión mediante la escritura al estilo de «flujo de conciencia». Mi fotografía era igualmente confusa. Solo para demostrar cuán confusa era les relato la siguiente anécdota. Mis amigos y yo creamos una «exhibición artística», la cual denominamos «Extrañismo». Teníamos la esperanza de iniciar un nuevo movimiento artístico. Pero no duró mucho. A la mañana siguiente encontramos nuestra exhibición en la basura. El conserje la había confundido con basura.
En esa etapa de mi vida consumía LSD y marihuana de forma ocasional y empezaba a sentirme muy confundido. Aquellas drogas me daban un sentido muy distorsionado de la realidad. Todo ello en el marco de la turbulenta década de los 70, entre la guerra de Vietnam, disturbios raciales, luchas de derechos civiles y jóvenes en toda la nación que buscaban ansiosamente la verdad. Yo buscaba una vida sencilla para conectarme con la naturaleza y encontrar mis raíces espirituales.
Consideré encontrar todo eso mediante el tiro con arco Zen. Me maravillaba la lectura de grandes maestros que podían dar en el centro de la diana con una flecha y, con la siguiente flecha, romper la primera en dos mitades. Me esforcé continuamente por dar en el centro de la diana, pero pasé la mayor parte del tiempo buscando flechas perdidas. Imaginé que me tomaría varias vidas volverme maestro de ese arte. Entonces comprendí el motivo por el que la mayoría de maestros Zen tenían barbas largas y cabezas calvas: les tomó toda la vida aprender a disparar con tanta puntería. Pero yo quería encontrar aclaraciones pronto.
Anhelaba un «lugar de pertenencia» y un sentido de comunidad, en vez del cielo de «nada» que prometían algunas creencias. De modo que aunque encontré una medida de paz en la vida de un ermitaño, me percaté de que la paz que ofrecía la naturaleza era solo temporal. Pronto desaparecería al volver al bullicio de la ciudad. Debía encontrar una paz más duradera para enfrentar las duras realidades de la vida. Una paz que no dependiera de circunstancias externas, alguien o algo que acallara las tempestuosas olas de la vida. En ocasiones había ido a la iglesia y era creyente nominal, pero no tenía una comprensión sincera de lo que es el cristianismo ni de la manera en que se aplicaba a mí.
Fue entonces que mi hermana me habló de Jesús. No de las tradiciones ni rituales, sino del hombre. Descubrí que Jesús era mucho más. Era el hombre que tuvo la «vida sencilla» perfecta. Fue por muchos lados haciendo el bien. No solo habló del amor, sino que dio Su vida por amor y resucitó a los tres días para ofrecernos vida eterna. En mi mente, en el contexto de aquella época, Jesús era el perfecto «hippy», sin la lata de las drogas o las dificultades que yo había experimentado. De modo que lo acepté en mi vida. Aquel día se sembró una semilla que continuó creciendo a medida que la regaba con Su Palabra, la oración y compartiendo mi fe con otras personas.
Pocos meses después, de vacaciones en Canadá, me adentré en un lago caminando y me corté la planta de un pie en unas afiladas rocas. Mientras procuraba curarme las heridas en la orilla, levanté la mirada al cielo de color turquesa. Me encontraba a punto de tomar una decisión trascendental, por lo que me pregunté si aquel incidente tenía algún significado para mí. De manera instintiva le rogué al Señor que me hablara sobre lo sucedido.
Su respuesta no fue en palabras audibles, sino mediante lo que la Biblia denomina «el silbo apacible y delicado»[1]. Me dijo: «Sumérgete hasta el fondo o quédate en la orilla. Pero si te metes a medias, terminarás cortándote». Supe de inmediato que era una invitación a seguir adelante y tomar una decisión con audacia, a hacer lo que sabía que era correcto sin preocuparme por las consecuencias. Como reza el refrán: «Toma una buena decisión y salta sin vacilación».
En ese momento di el salto: dediqué mi vida al servicio del Señor de muchas maneras y en numerosas tierras. Aquí estoy, cuarenta años después; feliz de haber tomado la decisión correcta. Los Proverbios dicen: «El Señor será tu confianza: Él evitará que tu pie quede atrapado»[2]. Él ciertamente ha cumplido esa promesa en muchos momentos de mi vida.
En Jesús encontré la serenidad que buscaba. No la encontré apartándome del mundo, sino estando en el mundo sin ser del mundo. Por supuesto que en ocasiones buscamos tranquilidad y nos apartamos de todo. Incluso Jesús tuvo que alejarse de la multitud para estar a solas y hablar con Su Padre. ¿Cuánto más nosotros necesitamos paz y tranquilidad para nuestra alma? Pero nunca olvidemos que hay un mundo esperando que anhela la paz que nosotros hemos encontrado en Jesús: la paz que sobrepasa todo entendimiento[3].
En retrospectiva, debo decir que nunca me he arrepentido de la decisión que tomé en ese momento. Jesús es la verdad y el camino a la vida. Me ha dirigido a lugares de delicados pastos junto a cristalinas aguas de reposo[4].
[1] 1 Reyes 19:12
[2] Proverbios 3:26
[3] Filipenses 4:7: La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
[4] Salmo 23:2
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