Nuestra ancla es Él

octubre 8, 2015

David Brandt Berg

[Our Anchor Holds]

«Tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido [a Él] para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma.»  Hebreos 6:18-19[1]

Los cambios nos acercan mucho al Señor. Habrán escuchado las frases: «Todo cambia, pero Jesús nunca». «Veo ante mí cambio y degradación; Tú que no cambias, no me dejes, Señor»[2]. Todo cambia menos el Señor, y eso nos enseña a confiar en Él. Únicamente Él es constante.

Una de las circunstancias que más lo evidencian es mudarse a otra casa y especialmente a otro país. Nos acostumbramos a una vivienda, a posesiones, amigos o hábitos, y tendemos a apoyarnos o confiar en todo ello. Por lo que cuando de pronto nos encontramos en otro lugar podemos sufrir un choque cultural importante. Algunos empresarios, maestros o estudiantes que se desplazan al extranjero también sienten el choque cultural, porque han estado acostumbrados a llevar siempre la misma vida, con el mismo idioma, los mismos amigos y la misma vivienda. De repente ya no se pueden apoyar en esas cosas.

Hay quienes no quieren tener que adaptarse, prefieren seguir la misma rutina todos los días. Les da seguridad el pensar que siempre tendrán esas cosas a las que están apegados, y que su vida será siempre igual. Pero si ocurre algo que desbarata eso, se sienten asustados e inseguros.

Los cristianos somos capaces de soportar cambios porque tenemos un ancla que nos mantiene firmes y seguros. Tenemos una roca que permanece sólida y en la que siempre podemos confiar. Así que en cierto modo nuestra vida es bastante similar cada día, porque todos los días confiamos en el Señor. Tenemos esa roca —esa ancla— que nos otorga seguridad y protección constantes, sin importar el tamaño de las olas, el cambiadizo mar ni los cambios que afrontamos en nuestra vida. 

Tenemos a alguien en quien apoyarnos con tranquilidad, eternamente seguros, sabiendo que no tenemos que preocuparnos. Él resolverá todos nuestros problemas y nos dará siempre lo que nos haga falta, sea lo que sea. Nos guardará donde sea que estemos y hagamos lo que hagamos.

Tenemos un ancla. Tenemos una roca a la que aferrarnos. Es nuestra fe. El Señor. De modo que no importa lo que suceda a nuestro alrededor en el cambiante mar de la vida; no tiene por qué movernos. Podemos sobrevivir a las dificultades y superarlas. Sabemos que hemos superado cambios en años pasados y que podremos superar los que vengan en el futuro, porque el Señor no cambia.

De modo que aférrense al Señor. «Yo, el Señor, no cambio. Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.»[3] Alabado sea el Señor. Él permanece igual: siempre fiel, siempre digno de confianza, siempre presente y siempre dispuesto a resolver toda dificultad y satisfacer cualquier necesidad.

Por eso siempre nos embarga esa sensación de seguridad que nos hace superar cualquier cosa que se presente. En cambio, los que no tienen al Señor no tienen nada seguro, por muy estable que parezca su vida, y todo se les puede venir abajo en algún momento. No tienen fundamentos, nada a que aferrarse, nada que les sirva de ancla. No tienen una roca sólida que sea su fundamento.

En nuestro caso, da igual lo que suceda, adónde vayamos, dónde vivamos o en qué circunstancias; el Señor permanece a nuestro lado y Él siempre nos guardará, pase lo que pase. Por eso podemos tener una maravillosa sensación de seguridad que las personas no creyentes desconocen, por mucho tiempo que residan en el mismo lugar, que hagan lo mismo, que vayan al mismo colegio, vivan en la misma casa, tengan las mismas mascotas y conserven los mismos amigos. De hecho, se encuentran en la situación más precaria que pueda haber, porque su sensación de seguridad es falsa y puede desvanecerse y venirse abajo de un momento a otro si cambia una sola de esas cosas en las que se apoyan.

Nosotros tenemos seguridad absoluta en el Señor en todo momento. «He aprendido a contentarme, cualquier que sea mi situación»[4]. Mi madre nos recordaba eso muchas veces cuando nosotros, de pequeños, nos quejábamos por tener que dejar el colegio o cambiar de colegio a mitad de curso, o por tener que mudarnos, andar viajando y todo tipo de cosas. Ese era uno de sus versículos favoritos: «He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación». Es maravilloso aprender a contentarse.

Es una de las maravillas de confiar en el Señor. Aunque uno desconozca lo que va a pasar, tiene la certidumbre de que el Señor —de alguna manera— lo resolverá todo para nuestro bien, sin importar cuán difícil parezca en el momento. Él siempre lo hace. Nunca falla. ¡Alabado sea el Señor!

Aunque arrecie el temporal
y con furia ataque el mal,
en tu alma tendrás paz,
porque siempre bien sabrás
que tu ancla firme es,
aunque en mar bravío estés.

Tu ancla firme está;
sople el viento con furor.
En un mar aterrador
nos cuidará el Señor.
Nuestra ancla es Él, tu ancla es Él.

La furiosa tempestad
amenaza sin piedad.
Se oye el trueno más atroz,
con abrumadora voz.
Mas no siento yo temor.
Ancla es el Señor.

Y mi ancla es Él.
Sople el viento con furor.
En un mar aterrador
nos cuidará el Señor.
Pues mi ancla es Él, mi ancla es Él.

William Martin, 1902

Jesús nos sostiene. Él es nuestra ancla. Y nos sostendrá pase lo que pase. Jesús te sostendrá.

Aunque tropieces y caigas, el Señor te levantará. No te inquietes por las veces que tropieces ni lo profundo que puedas caer. Si tienes a Jesús, si amas a Jesús, eres Su hijo. Nunca abandonarías a tus hijos, los apartarías de ti ni los expulsarías, por muchos que sean sus tropiezos o caídas; aunque se hagan daño, actúen mal o desobedezcan. Seguirás siendo su padre. Seguirás queriéndolos. Siempre los perdonarás y los aceptarás porque son tus hijos, tu hijo o tu hija; tus pequeñitos. Son tuyos para siempre, de la misma manera que tú perteneces a Jesús para siempre. Así que Él nunca te dejará ni te desamparará, hasta el fin del mundo. ¡Él te sostendrá!

Publicado por primera vez en diciembre de 1988. Texto adaptado y publicado de nuevo en octubre de 2015.


[1] Reina-Valera.

[2] Tomado del himno «Permanece en Mí», escrito por H. Lyte, 1847.

[3] Malaquías 3:6; Hebreos 13:8.

[4] Filipenses 4:11.

 

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