septiembre 15, 2015
Tengan compasión unos de otros. Ámense como hermanos y hermanas. Sean de buen corazón y mantengan una actitud humilde. 1 Pedro 3:8[1]
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¡Todos necesitamos ánimo! La mayoría sufrimos de cierto complejo de inferioridad y tendemos a decepcionarnos un poco con nosotros mismos; ¡de ahí que el elogio es algo importantísimo! A todos nos viene bien que nos levanten la moral, sin embargo, con excesiva frecuencia muchos cometemos el error de no manifestar aprecio o dar consuelo a quienes nos rodean.
El Señor sabe que es muy importante dar aliento. […] «Todo lo que es de buen nombre, si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, ¡en esto pensad!»[2] Eso lo debemos aplicar a nuestra relación con las personas que nos rodean, procurando acordarnos en todo momento de pensar en sus buenas cualidades y elogiarlas por ellas, por las cosas buenas, ¡como hace el Señor con nosotros! ¿Amén? David Brandt Berg
Escucha, hijo, voy a decirte esto mientras duermes con una manita bajo la mejilla y con tus rizos rubios mojados y pegajosos sobre tu frente húmeda. Entré solo y sigilosamente a tu habitación. Apenas hace unos minutos, mientras leía el diario, me asaltó el remordimiento. Sintiéndome culpable, decidí venir a verte.
Esto es lo que pensaba, hijo: He estado enojado contigo. Te regañé cuando te vestías para ir al colegio porque apenas te mojaste la cara con la toalla. Te llamé la atención por no limpiarte los zapatos. Te grité porque tiraste algo al suelo.
Durante el desayuno también te reñí. Manchaste el mantel. Engulliste la comida. Pusiste los codos en la mesa. Pusiste demasiada mantequilla al pan. Cuando salías a jugar y yo me iba a trabajar, te diste la vuelta y te despediste de mí con la mano:
—¡Adiós, papi!
—¡Camina derecho! —te respondí con el ceño fruncido.
Por la tarde pasó lo mismo. Al acercarme a casa te vi de rodillas jugando a las canicas. Tenías agujeros en los calcetines. Te humillé ante tus amiguitos al hacer que caminaras delante de mí para entrar en casa.
—Los calcetines eran caros, y si tuvieras que comprártelos tú, tendrías más cuidado.
¿Cómo puede un padre decirle eso a su hijo?
Más tarde, mientras yo leía en la biblioteca, entraste tímidamente con una expresión algo dolida, ¿te acuerdas? Cuando levanté la vista, molesto por la interrupción, te quedaste vacilando en la puerta.
—¿Qué quieres? —te dije bruscamente.
No me respondiste, pero cruzaste la biblioteca corriendo y en un gesto emocionado me echaste los brazos al cuello y me diste un beso. Me estrechaste entre tus bracitos con un cariño que Dios ha hecho florecer en tu corazón y que ni aun mi abandono ha logrado marchitar. Luego desapareciste escaleras arriba.
Pues bien, hijo, poco después el periódico se me resbaló de las manos; me sentí fatal. ¿Qué es lo que la costumbre ha hecho de mí? La costumbre de censurarte, de desaprobar lo que haces. Así te premio por ser niño. No es que no te quiera; es que exijo demasiado de la juventud. Te juzgo como si tuvieras los mismos años que yo.
Sin embargo, en tu carácter hay tanto que es bueno, excelente y verdadero. Ese pequeño corazón tuyo es tan grande como el amanecer sobre los anchos montes. Eso quedó demostrado por tu impulso de venir a darme un besito espontáneo de buenas noches. Hijo, nada más importa. Me he acercado a tu camita en la oscuridad y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es lo único que se me ocurre hacer como desagravio; sé que si te dijera todo esto cuando estuvieras despierto, no lo entenderías. Sin embargo, ¡mañana seré un buen papá! Seré tu amigo, sufriré cuando sufras y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando afloren a mis labios palabras impacientes. Repetiré, como si fuera un ritual: «Es solo un niño, ¡un niño pequeño!»
Temo que te he visualizado como un adulto. Sin embargo, ahora que te veo, hijo, acurrucado en tu cama, cansado, veo que eres todavía un bebé. Apenas ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza apoyada en sus hombros. Te he exigido demasiado. W. Livingston Larned[3]
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El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Gálatas 5:22-23[4]
¡Te necesitamos, Jesús! Dulce y amoroso Jesús, que lloraste por la multitud. A pesar de Tu fatiga, miraste a la multitud, tuviste compasión de ella y la sanaste. Aunque estabas exhausto, no endureciste Tu corazón. Seguiste siendo tierno, manso y humilde. Lloraste por ellos una y otra vez. No querías verlos sufrir y lloraste por ellos.
Ayúdanos a no endurecernos. Debido a nuestra prisa, la solución más rápida es endurecer el corazón. No dedicamos tiempo a enternecernos, a fundirnos en amor por los demás y prestarles atención. ¡Ayúdanos, oh Dios, a no endurecernos!
Tú dijiste muchas cosas en contra de la dureza de corazón[5]. Ayúdanos a no juzgar severamente a los demás, Señor. Yo mismo cometo muchos errores y no quiero que me juzguen con severidad. Por eso, no me cuesta tener misericordia. Tú eres tan bueno conmigo, Señor, a pesar de mis pecados y mis numerosos fallos. De modo que comprendo que puedes ayudarme a ser compasivo, paciente, tolerante y bondadoso.
Deberíamos abrazar a los demás, darles aliento y ánimo y demostrarles que tenemos fe en ellos.
A veces nuestra prisa es excesiva. Es como impacientarse con un bebito. Hacen falta largos años para que crezca, para que los padres lo eduquen y le enseñen; hacen falta años de amor y paciencia.
Ayúdanos a ser pacientes. Ayúdanos a ser amorosos. Ayúdanos a estar dispuestos a emplear el tiempo que haga falta.
Si hay que hacer algo, debes hacerlo Tú, Señor. Lo que debemos hacer es esperar en Ti, y saber que Tú eres el único capaz. No con ejército ni con fuerza, sino con Tu Espíritu[6]. Te pedimos que nos enseñes a tener paciencia y fe, lo cual requiere tiempo. David Brandt Berg[7]
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Si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completen mi gozo sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Filipenses 2:1-2[8]
Estamos acostumbrados a pensar en la fuerza como lo opuesto a la afabilidad, la suavidad y la ternura. Sin embargo, eso no siempre es verdad. En la Primera Guerra Mundial los pilotos británicos hicieron un descubrimiento asombroso, que las capas gruesas de seda detenían mejor que el acero los fragmentos de metralla de poca velocidad. Así pues, se envolvían con seda la cabeza y encima se ponían los cascos de cuero que se usaban para montar a caballo.
Los científicos todavía no saben exactamente qué es lo que le da su fuerza a la seda, pero así es; en ciertas situaciones la seda suave y delicada puede ser mucho más fuerte que el acero frío y duro.
Jesús nos demostró que lo mismo se aplica al carácter humano… que la delicadeza, un corazón tierno hacia los demás, y la ternura, ¡de hecho son cualidades de gran fortaleza! Tomado de storiesforpreaching.com[9]
Publicado en Áncora en septiembre de 2015.
[1] NTV.
[2] Filipenses 4:8.
[3] Se publicó por primera vez en People’s Home Journal. En YouTube se encuentran varias versiones en castellano. Esta es en inglés: https://www.youtube.com/watch?v=Gig8KkpsWvI.
[4] RV 1995.
[5] Mateo 7:1-5; Romanos 2:1-6.
[6] Zacarías 4:6.
[7] Se publicó por primera vez en mayo de 1971, texto adaptado.
[8] RVC.
[9] http://storiesforpreaching.com/where-true-strength-lies.
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