agosto 19, 2015
Con la ayuda del Señor estoy haciendo un esfuerzo por recuperar valores que había dejado de lado. Anoche, mientras oraba en comunión con el Señor, me hizo reflexionar sobre algo en particular que estaba perdiendo gradualmente: la esperanza.
Aunque no fuera capaz de admitirlo, desde hacía un tiempo me faltaba alegría, sentido y felicidad. Me faltaba valor y cada vez era más fácil caer en la desesperación y la depresión. Para evitar caer en tal estado, le pedí al Señor que me dijera qué me había provocado esas emociones. Luego de unos momentos de silencio le escuché decir: «La respuesta es sencilla. Estás descorazonado y perdiste la esperanza.»
Empecé a reflexionar sobre mi vida, decidido a descubrir por qué había perdido algo tan vital como la esperanza. Recordé varias decepciones dolorosas como resultado de situaciones que salieron al revés de como yo «esperaba». Me había asustado por ello a tal punto que me llevaron a la resignación. Y si bien hay lugar para una resignación sana, sobre todo cuando toca aceptar la voluntad de Dios, mi resignación se había tornado en fatalismo. Cuando se me presentaba cualquier dificultad, la aceptaba automáticamente como parte de la «cruz» que me tocaba cargar por el Señor, y no oraba ni esperaba que las cosas mejoraran. Me decía una y otra vez: «No te ilusiones». Con razón cada día me costaba más sentirme bien.
Y en ese momento, me vinieron a la memoria varias escrituras sobre la esperanza.
«Bueno es esperar calmadamente que el Señor venga a salvarnos»[1].
«La esperanza frustrada aflige al corazón»[2].
¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me voy a angustiar? En Dios pondré mi esperanza, y todavía lo alabaré. Él es mi Salvador y mi Dios[3].
Y mientras pensaba en este pasaje, pensé en el autor: el rey David. Sin duda fue uno de los hombres más valientes y valerosos de la historia. Y hasta él perdió la esperanza y tuvo momentos de desánimo en los que se preguntó: «¿Dónde está tu Dios?»[4] Pero no dejó que la depresión lo hundiese ni se resignó al fatalismo, repitiendo una y otra vez: «En Dios pondré mi esperanza». Y como resultado, siempre se logró recuperar.
Los versículos anteriores son solo unos pocos de los muchos que hay sobre la esperanza. Por mucho que los tuviera presentes toda la vida, esta vez cobraron mucho más sentido y me conmovieron profundamente. Entendí claramente que si me esfuerzo por no perder la esperanza y dejo de lado el fatalismo, me siento mucho mejor y recupero la felicidad y la alegría.
«Pero Señor», me dije, «¿cómo hago para encontrar un equilibrio entre tener demasiadas esperanzas y perderla por completo?»
Me respondió: «No importa tanto cuánta esperanza tengas, sino en qué pones tu esperanza.»
Había puesto esperanza en mis propios esfuerzos, o en resultados que yo anhelaba, en lugar de confiar en los resultados que fueran de acuerdo a Su perfecta voluntad en cada situación. Había llegado a la conclusión que a menos que los resultados fueran como yo deseaba, Él no se ocuparía de nada. Por eso me sentía tan decepcionado y golpeado. Me quedó claro que debía tener esperanza y saber que Él resolvería cada situación, aunque no de la manera o en el momento que yo quisiera.
Me recuerda la anécdota de Mark Twain, que salía de una iglesia con uno de sus amigos en medio de una lluvia torrencial. Le preguntó su amigo: «¿Crees que parará de llover?» Twain le respondió: «Siempre para». Twain le transmitió a su decaído amigo que si bien la lluvia no pararía tan rápido como deseaban, igual pararía, porque siempre para. Asimismo, me recordó que no debo desanimarme ante problemas o dificultades que se prolongan. Y que debo confiar en que a la larga se resolverán.
Estoy decidido y con renovado entusiasmo a actuar con esta mentalidad de tener esperanza en lugar de fatalismo. Recuerdo una y otra vez las escrituras que me trajo a la mente el Señor. Y aunque es un reto al comienzo abandonar la mentalidad antigua para adoptar la nueva, los resultados hasta el momento han valido la pena. Desparece más el desánimo y me siento más feliz y alegre. Ya no siento que estoy destinado a sufrir y batallar. Más bien, sé que a pesar de los pesares que sobrevienen, puedo ser valiente y alegre y tener esperanza en mi Dios.
Por último, mi mayor «esperanza» es que este artículo sea fuente de ánimo para quienes como yo pierdan por momento la esperanza. Dios quiere que confiemos en Su soberanía y que aceptemos Su voluntad, pero no quiero que seamos fatalistas. Fuimos llamados a tener esperanza y alegría eternas y a creer que Él está con nosotros. No siempre sabremos cuál es Su plan para nuestra vida, pero podemos estar esperanzados y confiar en que se está encargando de nosotros, y «todo lo hace bien»[5].
Como reza el viejo adagio: «Donde hay vida, hay esperanza».
[1] Lamentaciones 3:26.
[2] Proverbios 13:12.
[3] Salmo 42:11.
[4] V. Salmo 42:3, 11.
[5] V. Marcos 7:37.
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