agosto 20, 2015
No hay nadie bueno sino Dios[1]. Dios es el único bueno. «Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios»[2]. Todo el mundo es malo excepto quienes exhiben la bondad, el amor y la justicia divinos. La Palabra de Dios asegura que la justicia del hombre —nuestra propia justicia— es como un trapo sucio. «Todos nosotros somos como cosa impura, todas nuestras justicias como trapo de inmundicia»[3]. En otras palabras, Dios dice que si no tienes Su bondad, santidad, amor y misericordia, que son los verdaderos, no tienes más que un trapo sucio.
El concepto divino de la rectitud es el pecador lastimoso, irremediable, perdido, humilde y pecaminoso que sabe que necesita a Dios. A esos vino Él a salvar: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento»[4]. Por tanto, para Dios la virtud consiste en depender de Él: es el pecador que sabe que necesita de Dios y que se aferra a Él para obtener la salvación, en vez del santurrón que cree poder salvarse por su propia bondad.
La idea que tiene Dios de la santidad no es de perfección inmaculada ni santurronería, sino de un pecador salvado por gracia, un penitente que no tiene ninguna perfección ni justicia propia y que depende totalmente de la gracia, el amor y la misericordia de Dios. Por extraño que parezca, esos son los únicos santos que hay. No hay ningún otro.
Dios sabe que somos de todo menos perfectos y que nunca alcanzaremos la perfección. De hecho, por lo general somos un desastre. La única pregunta debería ser: ¿Dependemos del Señor, confiamos en Él, en Su gracia, en Su amor y en Su misericordia, y le damos a Él toda la gloria y el mérito? Si alguna vez hacemos algo bueno, ¿le damos al Señor la gloria? ¿Solemos decir: «Denle las gracias a Jesús; no me las den a mí, sino al Señor, pues todo lo ha hecho Él»?
Ese es el auténtico sentido de la santidad. A los ojos de Dios es la persona que se sabe pecadora y que le da toda la gloria a Dios si algo bueno resulta de lo que ha hecho. Como escribió Pablo: «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien»[5]. No hay nada bueno en mí ni en mi carne. Toda cosa buena se debe al Señor. Eso es santidad.
Los hombres más grandes de la Biblia fueron personas que cometieron errores garrafales y comprendieron que eran pecadoras y necesitaban a Dios. A mí nunca me animó mucho leer sobre los que demostraban perfección, como Enoc, que caminó tan cerca de Dios que perdió todo contacto con la humanidad y Dios tuvo que sacarlo de este mundo. Me animan mucho más las historias patéticas de los borrachos, las rameras, los publicanos y los pecadores que acudían a Jesús en busca de amor y misericordia.
A decir verdad, el personaje de la Biblia que a mí me infunde más ánimo es uno de los peores. Fue uno de los hombres más malos de toda la Biblia. Un asesino, adúltero y mentiroso, pero a quien Dios transformó y de quien dijo que era varón conforme a Su corazón: el rey David[6].
Lo más alentador del ejemplo del rey David no fue su perfeccionismo, sino sus fallos, pecados y defectos humanos. Todo ello le dio oportunidad a Dios de recibir toda la gloria. Demuestra que hay esperanza para todos. Siempre pensé que si Dios podía perdonar a un tipo tan malo como David, sin duda alguna me podía perdonar a mí. Creo que el rey David ha sido una fuente de ánimo para muchas personas y ha demostrado cuánta misericordia tiene Dios y hasta qué extremo es capaz de perdonar. La bondad que nos prodiga es enorme si nos arrepentimos de verdad, tal como hizo David.
El rey David fue uno de los peores pecadores de la Biblia e hizo algunas barbaridades. Pero fíjense en el extraordinario cambio que se obró en él cuando el Señor lo humilló y doblegó su orgullo espiritual.
Pero tuvo que ser completamente desenmascarado, quedando al descubierto su impiedad, sus pecados y sus debilidades. Se encontraba sentado en el trono, enaltecido, poderoso y con la apariencia de perfección y justicia, cuando apareció el profeta Natán, le señaló con el dedo y le dijo: «Tú eres ese hombre»[7]. «Tú eres el impío, el pecador». Y entonces comenzaron a llover los castigos de Dios y lo perdió todo, todo menos a Betsabé, que permaneció a su lado. Fue despojado de todo, menos de unos cuantos amigos y seguidores leales.
Nadie podría haber sufrido peor derrota que la del rey David. Y el peor de todos sus pecados fue el hecho de convertirse en un hipócrita al encubrir todos sus demás pecados y fingir ser justo y capaz de juzgar los problemas de los demás. Fue entonces cuando se presentó el profeta y lo desenmascaró.
Salta a la vista que tuvo que despojarse de mucho orgullo espiritual. Hay que ver el gran héroe que fue; incluso de niño. Hasta luchó y mató a un león y a un oso para defender a sus ovejas[8]. Y todo Israel supo que era un héroe cuando mató al gigante Goliat. Engrandecían su nombre más que el del rey Saúl, diciendo: «Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles»[9]. Es posible que fuera bastante orgulloso, por lo que sin duda alguna el Señor finalmente tuvo que humillarlo, avergonzarlo y degradarlo para que se volviera humilde, tuviera compasión de los demás y escribiera esos Salmos tan maravillosos.
David fue un ejemplo pésimo, pero a la vez una representación magnífica de un gran hombre que al parecer se enalteció por un tiempo en su soberbia y por eso cometió un gran pecado y tuvo que sufrir gran humillación y castigo, hacer una gran confesión y ser violentamente despojado de todo lo que tenía.
Grande fue su pecado y grande fue el castigo que Dios le infligió por su iniquidad. Pero su arrepentimiento también fue grande y como consecuencia obtuvo gran perdón. Aunque le costó el hijo de la esposa que él más amaba, Betsabé. Pero gloria a Dios, como resultado de su arrepentimiento, después de pasar por la profunda angustia de perder a aquel primer hijo de Betsabé que tanto quería, Dios le perdonó y le concedió misericordiosamente otro hijo que se llamó Salomón y llegó a ser un rey muy importante, el rey más sabio y rico que hubo en Israel.
Aunque sus pecados fueron grandes, grande fue también su arrepentimiento, por lo que Dios le concedió gran perdón. Y de aquellas presiones y aplastamientos que sufrió David brotaron la dulce miel de los Salmos y la fragancia de sus alabanzas al Señor por Su misericordia. Fue todo Dios y toda gracia, y nada de sí mismo ni de su propia justicia: una enseñanza que desde entonces ha animado a otros grandes pecadores, como tú y yo.
«Aconteció que estando Él sentado a la mesa en la casa, muchos publicanos y pecadores, que habían llegado, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y Sus discípulos. Cuando vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: “¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores?” Al oír esto Jesús, les dijo: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: “Misericordia quiero, y no sacrificio”, porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento»[10].
Jesús dijo que necesitaban volver y aprender a que se refería Dios cuando dijo: «Misericordia quiero y no sacrificio»[11]. Dicho de otro modo: Preferiría que tuvieran amor y no solamente me ofrendaran sacrificio y deberes, con el único fin de cumplir la ley. Preferiría que dieran amor a los demás y que no fueran santurrones.
Creo que todos debemos aplicarnos estas palabras. Debemos aprender lo que eso significa. Todos debemos pedirle a Jesús con toda humildad que nos ayude a tener misericordia de los demás, sabiendo que nosotros también hemos cometido muchos pecados y necesitamos que se nos perdone. El recuerdo de los pecados y errores que cometemos nos ayuda sobremanera a mantenernos humildes y evitar ese espíritu de orgullo santurrón que nos hace criticar y censurar a los demás.
Si tienes presente que nadie es perfecto —ni siquiera tú—, ayudarás a los demás a hacer todo lo que puedan, tal como te gustaría que hicieran ellos contigo. Conviene recordar siempre que todos somos pecadores y todos cometemos errores, y que debemos «perdonarnos unos a otros, como también Dios nos perdonó a nosotros en Cristo»[12].
La única manera de ser pacientes con los demás es reconocer que nosotros mismos somos un caso perdido. Se siente mucha más compasión de los demás si comprendemos cuánta misericordia necesitamos nosotros también. Cuando necesitamos mucho perdón y mucha misericordia, eso ciertamente nos ayuda a manifestar ese mismo perdón y misericordia a los demás.
Jesús nos enseñó a orar: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores»[13]. Si no somos capaces de perdonar es porque no albergamos amor ni humildad verdaderos. No podemos exhibir misericordia, porque el amor es justamente eso: perdón y misericordia.
«Ante todo, tened entre vosotros ferviente amor»[14].
Compilación de los escritos de David Brandt Berg, publicado en marzo de 1986. Texto adaptado y publicado de nuevo en agosto de 2015.
[1] Mateo 19:17
[2] Romanos 3:23
[3] Isaías 64:6
[4] Mateo 9:13
[5] Romanos 7:18
[6] Hechos 13:22
[7] 2 Samuel 12
[8] 1 Samuel 17:34-37
[9] 1 Samuel 18:7-9
[10] Mateo 9:10-13
[11] Oseas 6:6
[12] Efesios 4:32
[13] Mateo 6:12-15
[14] 1 Pedro 4:8
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