marzo 19, 2015
Dios es un ser activo con cualidades de persona. Eso se evidencia por el hecho de que tiene conciencia de Sí mismo, raciocinio, autodeterminación, inteligencia, emociones, conocimiento y voluntad, todas las características necesarias para ser persona. Nosotros, los seres humanos, somos personas y nos relacionamos como personas porque estamos hechos a imagen de Dios.
La diferencia entre nosotros y todas las demás criaturas de la Tierra es que estamos hechos a imagen de Dios, y ellas no. Como dijo William Lane Craig: «Los hombres somos personas, porque Dios lo es; eso nos permite relacionarnos con Él». El hecho de que Dios tenga características de persona y se relacione como tal no significa que sea humano; más bien es que los seres humanos participamos de las mismas características que Él.
Dios trata personalmente con la humanidad, como se evidencia en la Biblia. Establece relaciones con las personas. Hace acuerdos o pactos, llamados alianzas. A lo largo de la Biblia habla con distintos individuos. Son gestos propios de una persona.
En el Antiguo Testamento Dios intervino activamente en favor de Su pueblo Israel en momentos críticos, por ejemplo abriendo el mar Rojo y el río Jordán, proporcionándole comida y agua y dándole tierras. Envió mensajeros, los profetas, que comunicaron Sus palabras, y premió o castigó a la gente según su obediencia o desobediencia a esos mensajes. En todo el Antiguo Testamento está claro que Dios actúa como persona y participa en los asuntos de Su pueblo.
En el Génesis se ve a Dios en múltiples ocasiones relacionarse como persona con Sus criaturas: en la creación del mundo, en Sus actos y conversaciones con Adán y Eva, en Su establecimiento de alianzas personales con Noé, Abraham, Isaac y Jacob… Y en Su trato con Moisés y los hijos de Israel continuó comportándose como persona.
La Palabra de Dios atribuye emociones a Dios: amor, aborrecimiento, furor, arrepentimiento, dolor, compasión, indignación, paciencia, generosidad, gozo, etc.
Cuando Moisés le preguntó a Dios Su nombre, Él se lo dijo: «Yahveh, Yo soy». El hecho de tener un nombre y dárselo a otro es un acto propio de una persona. Tiene también títulos que lo describen como persona, a saber: Padre, Juez, Pastor y Marido.
Nada demostró más claramente que Dios actúa como persona que Su revelación de Sí mismo en Jesús. En Jesús, Dios anduvo por la Tierra, y en todo, en cada acto, se condujo como persona, tanto que murió personalmente para que pudiéramos alcanzar la salvación.
Nuestro Dios no es un ser distante y desinteresado. Actúa como persona y se relaciona con Su creación. Se nos ha dado a conocer a través de Su Palabra. Nos ha mostrado cómo es Él. Se interesa en nosotros como individuos. Con la salvación ha dispuesto una vía para que podamos vivir eternamente con Él. Por la fe en Jesús, el Hijo de Dios, nos volvemos hijos de Dios. Esto nos permite establecer contacto personal con Él, comunicarnos con Él, oír Su voz y tenerlo como confidente. Él tiene comunión con nosotros, permanece en nosotros y nos ama. Nosotros tenemos comunión con Él, permanecemos en Él y lo amamos. Existe una relación personal entre Él y nosotros. ¡Qué increíble y qué maravilloso! Peter Amsterdam
Algunas de las grandes religiones no se basan en la veneración de un Dios con características de persona. En lugar de ello, consideran a Dios una especie de realidad suprema o de principio fundamental o absoluto que sostiene la marcha del universo. Ese concepto más bien indefinible del Todopoderoso se percibe por lo general como el de un Dios que permanece un tanto distante y desconectado de las necesidades humanas específicas y de las circunstancias e individuos concretos. Por el contrario, la Biblia afirma que Dios vela personalmente por cada uno de nosotros, y que «como el padre se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen», los que lo aman[1].
Se sabe también de ciertas religiones que, reconociendo el prodigio maravilloso que puede apreciarse en la belleza y el equilibrio de la naturaleza, han llegado a la conclusión de que la creación misma es Dios, y de que todo lo que vemos es manifestación o parte de la divinidad. Ese enfoque se acerca mucho al principio bíblico de que «Él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en Él subsisten; porque de Él, y por Él, y para Él son todas las cosas; y en Él vivimos, y nos movemos, y somos»[2]. Debido a que Dios es la gran fuerza que lo ha creado todo, en cierto modo Él es parte de todas las cosas y todas las cosas son parte de Él, desde las dilatadas galaxias de los cielos hasta la fuerza cohesiva del átomo más pequeño.
Sensibles a la estrecha relación existente entre el invisible Creador y las cosas visibles hechas por Él, ciertas religiones rinden honor y culto a la creación misma, al sol, la luna, las montañas, el viento, las estaciones climáticas, etc. En cambio, en la Biblia se nos dice que es posible para nosotros adorar y conocer personalmente a Dios, que podemos mantener con Él un vínculo vivo, y que por lo tanto no es necesario «honrar y dar culto a las criaturas antes que al Creador»[3]. A Dios le complace cuando sentimos admiración y deleite ante las bellezas, glorias y prodigios que son fruto de Sus manos, ante Su hermosa creación, pero no quiere que glorifiquemos o adoremos las cosas creadas dejando de lado a su Hacedor.
Dios es un Ser tan grande, tan elevado y todopoderoso, tan lejano de nuestra limitada comprensión humana, que nos resultaría imposible entenderlos completamente a Él y Su manera de obrar. Él ha dicho: «Como son más altos los cielos que la tierra, así son Mis caminos más altos que vuestros caminos, y Mis pensamientos más que vuestros pensamientos»[4]. Sin embargo, era tanto Su deseo de ayudarnos, de ser para nosotros un amigo cercano, que nos envió a alguien capaz de mostrarnos Su amor, alguien que pudiese vivir con nosotros como ser humano, que pudiera personificar y mostrarnos la naturaleza del propio Dios.
Dios nos quiere tanto que no quiere que suframos la separación de Él. Si vivimos sin el amor de Dios, nuestro corazón no puede hallar verdadero contentamiento, y permanecemos espiritualmente vacíos y sin vida. De modo que para brindarnos Su vida eterna y salvación eternas, envió a la tierra a Su propio Hijo, Jesús, hace dos mil años.
Jesús fue concebido milagrosamente mediante el Espíritu de Dios y nació de una joven virgen llamada María. Creció hasta convertirse —en cierto sentido—, en imagen de Su Padre, para que pudiésemos ver cómo es el grandioso e invisible Creador. Dicha imagen es un cuadro de amor, pues lo que hizo Jesús fue hacer el bien por dondequiera que iba, ayudar a la gente y enseñarle sobre el gran amor de Dios por todos nosotros.
Finalmente, Jesús culminó Su misión de proclamar ante el mundo las buenas nuevas de la salvación y ofrendó Su vida. Fue cruelmente crucificado por sus enemigos religiosos. Y tres días después de que Su cuerpo fuese depositado inerte en la fosa, Jesús se levantó de los muertos venciendo a la muerte y el infierno para siempre. En la Biblia leemos que «de tal manera amó Dios al mundo (a cada uno de nosotros), que ha dado a Su Hijo unigénito (Jesús), para que todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna»[5].
Artículos publicados por primera vez en agosto de 2011 y mayo de 1988, respectivamente. Texto adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2015.
[1] Salmo 103:13.
[2] Colosenses 1:17; Romanos 11:36; Hechos 17:28.
[3] Romanos 1:25.
[4] Isaías 55:9.
[5] Juan 3:16.
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