marzo 4, 2015
Aquella mañana me esforcé por levantarme de la cama. Pero si el sol ni siquiera ha salido, ¿por qué debería salir yo?, pensé.
Continué dándole vueltas a ese pensamiento mientras me vestía, tomaba la mochila y salía a la calle.
Espero que algunos se compadezcan de mi malhumor al conocer mi propósito: me dirigía al gimnasio.
Pero un momento, exclamará alguno. El ejercicio es una actividad maravillosa, refrescante, emocionante y sumamente satisfactoria. Pero esa mañana yo no me sentía así en absoluto. Había sido una semana muy ajetreada y el hecho de levantarme un poco antes minaba la «porción de felicidad» que tenía para el día.
En fin, terminé mi sesión de ejercicios y corrí a ducharme antes de volver a casa. Me sentía distante y meditabundo. Pensaba en el día que me esperaba, cuando escuché a alguien cantar.
Desconozco el funcionamiento de otros gimnasios, pero por lo general, en el mío nadie canta. Lo que más se asemeja a una canción allí es una mezcla de tarareos y gruñidos. Pero en esta ocasión se trataba de una persona que cantaba en voz alta y lleno de confianza. La letra de la canción me era desconocida, pero entre la letra escuché la palabra Jesús. Salí de las duchas a la zona principal y vi a un joven apuesto, en forma y obviamente gimnasta asiduo. ¡Era él el que estaba cantando! Al terminar esa canción, continuó con una variación de Lámpara es a mis pies Tu Palabra.
Sobra decir que quedé atónito. En un par de minutos, aquel joven me inspiró y a la vez me avergonzó. Estaba dando testimonio del Evangelio con sencillez pero con mucha fuerza. En palabras del predicador Dwight L. Moody, daba testimonio de la Biblia envuelta en cuero de zapatos.
Al terminar la canción, me dirigió una sonrisa y me dijo: «Que tengas un buen día». Luego tomó su bolsa y se fue. Fue una experiencia sencilla, humilde y poderosa. De más está decir que mi día tomó un giro radical. En todo sentido. Al volver a casa, se lo conté a mi prometida. Les hablé de la experiencia a mis amigos. También a mi familia. Le narré la experiencia a todo el que encontré, y ahora se la cuento a ustedes.
¿Qué me dejó aquella vivencia?:
1. En todo momento hay personas a quienes podemos influenciar para bien. En el gimnasio, un desconocido cambió mi perspectiva y me bendijo mediante su voluntad de dar testimonio de Dios. Él no tenía idea de lo que pasaba por mi cabeza en ese momento ni de que yo también he sido llamado a dar testimonio. No tenía que saberlo. Se limitó a obedecer su llamado, y me conmovió profundamente[1]. De la misma manera, todos conocemos, interactuamos e influenciamos a muchas personas todos los días. Estoy seguro de que si nos esmeramos por demostrar alegría en este mundo agobiado, y amabilidad en una sociedad socialmente inepta —valga la redundancia—, podremos transformar vidas.
2. El Señor sabe cómo levantarnos el ánimo cuando más lo necesitamos. Él coordinó aquel encuentro de manera que escuchara al joven en el momento indicado, y le estoy agradecido por estar dispuesto a obedecer esa vocecita interior y representar a Jesús mediante ese himno. La coordinación lo es todo, y Dios siempre llega a tiempo. Él nunca falla.
3. No hay que juzgar por las apariencias. Lo más probable es que nunca hubiera imaginado que ese chico era discípulo de Jesús, pero lo era, y me testificó. Estoy seguro de que ustedes también habrán tenido una experiencia similar, cuando una persona resulta ser mucho más de lo que aparenta ser[2]. Creo que en muchas ocasiones me he perdido cosas importantes por juzgar prematuramente.
He leído que la mayoría de la gente juzga y etiqueta a un extraño a los 30 segundos o menos de conocerlo. De eso, creo que una de las cosas que podríamos aprender es que siempre debemos esforzarnos por ser un buen ejemplo, porque tal vez los demás no nos concedan una segunda oportunidad de convencerlos de que nuestra fe es verdadera. Sin embargo, también debemos mirar más allá de las apariencias y oficiar como doctores del alma. Creo que eso fue lo que hizo aquel joven cuando me vio. Que Dios lo bendiga.
4. Se debe considerar todo el panorama. Una canción, una palabra amable, una sonrisa, una buena obra, una nota, un correo electrónico, un consejo, una palmadita en la espalda, un abrazo y muchas cosas más pueden tener un impacto constructivo que supera con creces el esfuerzo de hacerlas. Producen dividendos que ni siquiera alcanzan a medirse en términos terrenales. Por lo tanto, conviene invertir en resultados a largo plazo, incluso —y especialmente— cuando no logramos divisarlos[3].
Demos ejemplo de Jesús, y hagamos lo posible por darlo a conocer en todas nuestras acciones… incluso en las que se realizan a primera hora de la mañana.
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