febrero 23, 2015
He estado meditando recientemente sobre lo que significa ser discípulo de Jesús. Un discípulo se define como alguien que sigue las enseñanzas de otro, las acepta, procura actuar de acuerdo a ellas y asiste en su difusión. Por ende, un discípulo de Jesús es alguien que acepta y sigue Sus enseñanzas, es un partidario activo que las aplica a su vida y que asiste en algún sentido en la difusión de las buenas nuevas de la salvación; el mensaje de Jesús.
Los creyentes aceptan las enseñanzas de Jesús como verdad; creen en Él, creen que es el Salvador y son salvos. Jesús dejó claro que para alcanzar la salvación bastaba con creer en Él. Se expresa claramente en Juan 3:16: «Para que todo aquel que en Él crea no se pierda, más tenga vida eterna». ¡Ser creyente es maravilloso! ¡Va acompañado de la vida eterna, de la eternidad con Dios!
Recorrer la senda del discípulo significa tomar la determinación de añadir acción a la creencia. Implica ir más allá de la aceptación de las enseñanzas y optar por seguir las enseñanzas, aplicándolas a la vida cotidiana. Es la senda que conduce a la participación activa en la difusión de las enseñanzas. La palabra discípulo en griego es mathetes, que significa aprendiz. En el Nuevo Testamento, el término discípulo se emplea solo en los Evangelios y el libro de los Hechos. Pone de manifiesto el contraste entre el maestro y el aprendiz. También da a entender que el aprendiz es un adherente de las enseñanzas del maestro, que acepta sus enseñanzas no solo a modo de creencias, sino que las pone por obra, al aplicarlas y seguirlas.
Los discípulos son la clave para la difusión del cristianismo, para cumplir con la misión que encomendó Jesús a Sus primeros discípulos, los primeros en recibir la tarea de transmitir la buena nueva al mundo de su época. Por ser los discípulos de la actualidad, tenemos la tarea de transmitir el evangelio al mundo de nuestra época.
Cada caso en que una persona conduce a otra a Jesús, y ella a su vez transmite el mensaje a otra persona, constituye un microcosmos de la historia del cristianismo. El cristianismo sigue en existencia porque los discípulos colaboran en la difusión de las enseñanzas de Jesús. El linaje o la genealogía espiritual se transmite de una persona a otra, de una generación a otra, gracias a los que creen la enseñanza, la siguen y la difunden.
Cada cristiano es un pariente espiritual lejano de los primeros cristianos, de los que conocieron en persona a Jesús, de los primeros en difundir la buena nueva. Ellos predicaron el evangelio, instruyeron a otros, los afirmaron en la fe y el proceso se repitió una y otra vez a lo largo de los siglos. El cristianismo existe hoy en día porque a lo largo de la historia los discípulos han hecho lo que Jesús les enseñó a los primeros discípulos: predicar el evangelio y hacer discípulos. Por ende, para que el cristianismo siga existiendo es indispensable que siga habiendo discípulos en el mundo. Para un testigo fiel es imposible saber el fruto que llevará años e incluso generaciones después.
Un discípulo es alguien, famoso o no, carismático o no, conocido o desconocido, que cree en las enseñanzas de Jesús y se esfuerza por ponerlas en práctica en su propia vida, lo cual incluye difundir y enseñar el evangelio por algún medio. Los discípulos son sumamente importantes, pues son ellos quienes hacen posible que otras personas conozcan a Jesús y la salvación. Es gracias a ellos que crece el cristianismo y que el evangelio es predicado en todo el mundo.
Cuando Jesús habla de renunciar a todo lo que se posee[1], o como dice en otras traducciones: «cualquiera de ustedes que no deje todo lo que tiene, no puede ser Mi discípulo» (DHH), o «no puedes convertirte en Mi discípulo sin dejar todo lo que posees» (NTV), se refiere a la escala de prioridades.
El principio de renunciar a lo que se posee, de dejar o abandonar lo que se tiene, es cuestión de la escala de prioridades. ¿Qué está primero, Dios o tus cosas? Si eres discípulo y estás consagrado a amar a Dios con todo el corazón, el alma y la mente, tu prioridad es Dios. No tus posesiones, tu casa, tu dinero, tus inversiones, sino Dios.
No hay registro de que Jesús haya pedido a todos los que desearan seguirlo que abandonaran físicamente todas sus posesiones materiales. José de Arimatea fue un hombre rico, y también un discípulo. Del hecho de que se lo nombrara como discípulo de Jesús, uno puede sacar la conclusión de que tenía la debida escala de prioridades en lo que se refiere a sus posesiones materiales y Dios. Fue dicho José quien facilitó la tumba de Jesús y quien se valió de su cargo e influencia para pedir a Pilato que le entregara el cuerpo para enterrarlo.
Por otro lado, el llamado que hizo al joven rico fue algo distinto:
«Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.» Entonces él, oyendo esto, se puso muy triste, porque era muy rico. Al ver Jesús que se había entristecido mucho, dijo: «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!»[2]
¿Por qué? Porque cuando una persona tiene riquezas, le resulta más difícil darle prioridad a Dios, sobre todo si Él en efecto le pide a uno que renuncie por completo a ellas, o que las comparta con otros. El joven rico no era capaz de renunciar a sus riquezas y se entristeció al darse cuenta de ello. Sus posesiones eran su prioridad.
Los conceptos de renunciar, abandonar y dejar de lado tienen que ver con ceder a Dios la calidad de propietario de los bienes materiales; pasan a ser de Él, y uno es simplemente el administrador. Si te pide que los dejes de lado para avanzar por el camino del discipulado, lo haces, pues Dios es el legítimo propietario de todo. Un discípulo es leal a Dios, no a las cosas. La lealtad del discípulo es al llamado que le hace Dios.
Cuando Jesús dice: «Sígueme», te habla a ti en particular. La senda que te llame a seguir es tu senda de discipulado. Es una senda particular para ti, y cada seguidor de Jesús tiene su propia senda. La senda que Jesús quería que siguiera el joven rico era la de vender todo lo que tenía. Es posible que para otra persona el camino fuera conservar sus posesiones materiales y seguir a Dios de una forma distinta. El principio es que el discípulo le pertenece a Dios, es leal a Dios antes que a nada más y lo ama lo suficiente para hacer lo que Él le pida.
Un importante principio del discipulado es amar a Dios de la manera que te permita estar dispuesto a hacer lo que Él te indique, por mucho que te cueste. El precio puede variar de una persona a otra. Por eso, cuando Jesús dice, «el que no lleva su cruz y viene en pos de Mí no puede ser Mi discípulo»[3], se refiere a tu propia cruz, a la cruz que debes llevar tú en particular. El llamado que te hace te corresponde a ti y tu intención de seguirlo se refleja en lo dispuesto que estés a poner en el primer lugar de tus lealtades a Dios y al llamado que te ha hecho. Cuando te dice: «sígueme», te pide que te pongas en Sus manos, que le des el primer lugar de tu escala de prioridades, que renuncies a tu condición de propietario de ti mismo, que te coloques en la posición debida con relación a Dios, el soberano de todo. Jesús estableció la debida escala de prioridades cuando dijo:
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas[4].
Si comprendes el principio de amar a Dios, de guardar Su palabra y del lugar que le corresponde a Él con respecto a los amores de esta vida y las posesiones, contarás con un principio rector que te orientará en las frecuentes decisiones de la vida. El principio elemental es que Dios, nuestro Creador, Salvador y el Espíritu que mora en nosotros, nos pide y se merece nuestro amor, lealtad y el lugar debido en nuestra vida. Es el punto de partida del discipulado. Amarlo es el primer paso del discipulado. Peter Amsterdam
Artículo publicado por primera vez en octubre de 2011. Texto adaptado y publicado de nuevo en febrero de 2015.
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