noviembre 3, 2014
Dios elige lo débil, lo necio y lo menospreciado, y se sirve de ello «¡a fin de que nadie se jacte en Su presencia!» 1 Corintios 1:25-29
Es casi interminable la lista de todos los hombres de la Biblia a los que Dios tuvo que humillar antes de poderse valer de ellos, de todos los líderes a los que Dios tuvo que derribar y dejar por los suelos para que luego pudieran resistir que se los enalteciera; de lo contrario, habrían podido atribuirse el mérito a sí mismos en vez de darle la gloria a Dios.
Por ejemplo, José. Jacob tuvo 12 hijos, de los cuales José era su preferido. Al final sus hermanos mayores se pusieron tan envidiosos de él que casi lo matan. Lo arrojaron en una cisterna y luego lo vendieron como esclavo. El Señor, no obstante, se valió de eso para humillarlo. José tuvo que convertirse en esclavo y reo y ser condenado como delincuente antes que Dios pudiera exaltarlo y hacer de él el salvador de Su pueblo[1].
Y fíjense en Moisés. Durante 40 años recibió preparación nada menos que en la corte del faraón, a tal punto que llegó a ser el segundo hombre más poderoso de aquel colosal imperio de la antigüedad. Dice la Biblia que fue «enseñado en toda la sabiduría de los egipcios»[2], pero Dios todavía no podía valerse de él para conducir a Su pueblo a la libertad, porque estaba imbuido de la mentalidad de este mundo y no había adoptado la mentalidad de Dios. Moisés tenía que quebrarse primero. Por eso Dios permitió que terminara siendo un fugitivo de faraón y que tuviera que pasar 40 años en el desierto sin hacer otra cosa que apacentar ovejas, hasta que por fin estuvo tan quebrantado y humillado como para que Dios pudiera servirse de él y realizar así la gran misión que tenía proyectada para él[3].
Y detengámonos un poco en el rey David, el monarca más grande que tuvo Israel. Se enamoró de Betsabé, hizo adrede que mataran a Urías, su esposo, en acto de servicio, y luego pretendió encubrir todo su crimen con mentiras. Dios tuvo que ponerlo en evidencia, humillarlo y castigarlo duramente. Al poco tiempo Absalón, su propio hijo, lo traicionó y le arrebató el trono[4].
¿Fue, sin embargo, la caída de David una derrota o una oportunidad de superarse? Con Dios, a veces para subir hay que bajar; de hecho, ¡la mayoría de las veces! Todo lo contrario de lo que pensamos. David fue humillado y el reino entero sufrió también humillación. A todos les sirvió para acordarse de que su grandeza dependía exclusivamente del Señor. Y de las desgracias y reveses que sufrió David en vida —como cuando se aprieta y retuerce un panal— brotó la dulce miel de los Salmos, y la fragancia de sus alabanzas al Señor por Su misericordia. Desde entonces la enseñanza que nos dejó ha sido fuente de aliento para otros pecadores como tú y como yo.
El célebre y valeroso profeta Elías fue capaz de hacer bajar fuego del cielo para confundir a los falsos profetas de Baal y demostrar que tenía razón[5]. Pero después de matar a cientos de falsos profetas, le entró pánico y huyó perseguido por una vil mujercita, la malvada reina Jezabel. Se ocultó en el desierto, tan desanimado, que deseaba la muerte. Así y todo, en aquel momento de desesperación, el otrora profeta de fuego y truenos cambió en un hombre manso y sencillo que aprendió a escuchar la voz apacible y delicada de Dios. A partir de ahí llegó a ser un instrumento mucho mejor y más dócil en manos del Señor, un profeta que regresó audazmente para hacer frente no solo a la reina, sino también al rey y a todos sus soldados[6].
Recordemos también al apóstol Pedro. Era tan orgulloso y tan seguro de sí mismo que le juró a Jesús: «Aunque todos los demás te abandonen, dispuesto estoy a ir contigo, no solo a la cárcel, sino hasta la muerte»[7]. No obstante, escasas horas después, cuando Jesús fue capturado por los guardias del templo y llevado a la fuerza ante el tribunal religioso de los judíos, ciertas personas que había fuera del edificio reconocieron a Pedro y lo señalaron como uno de los seguidores de Jesús. Pedro negó vehementemente conocerlo siquiera. ¡Echó pestes y juró que no tenía ni idea de qué hablaban![8]
Al momento de negar al Señor por tercera vez, Jesús, que era conducido en ese instante por Sus captores a otra dependencia del edificio, se dio vuelta y miró fijamente a Pedro, el cual recordó de pronto que había jurado no negarlo nunca. Cuenta la Biblia que Pedro entonces, «saliendo, lloró amargamente»[9]. ¿Marcó ese episodio el fin del apostolado de Pedro? ¡No! Poco después de esa humillante derrota, de ese rotundo fracaso, de aquel duro golpe a su orgullo, el Señor ungió y llamó a Pedro para que se pusiera al frente de la iglesia primitiva.
Veamos ahora el caso del gran apóstol Pablo. Hasta el momento de su conversión había sido un destacado dirigente judío, el rabí Saulo, que se había autoimpuesto la misión de acabar con la secta de los seguidores de Jesús de Nazaret, quienes se estaban multiplicando a gran velocidad. Un día, mientras cabalgaba hacia Damasco con la intención de capturar, encarcelar y ejecutar a cuantos cristianos encontrara, Dios tuvo ni más ni menos que derribarlo de su caballo y cegarlo con la luz resplandeciente de Su presencia. Estremecido, impotente y ciego, aquel rabino —anteriormente tan orgulloso— tuvo que ser llevado de la mano a la ciudad, donde permaneció tres días enteros sin poder comer ni beber de puro espanto. Un discípulo del Señor fue luego a entregarle el mensaje de Dios y a orar por su vista. ¡Saulo tuvo su conversión y se transformó entonces en el apóstol Pablo! Sin embargo, antes de poder valerse de él, Dios tuvo que humillarlo, destrozarlo y convertirlo en un hombre nuevo[10].
Es más, esa es la historia de toda persona que es de verdadera utilidad para la obra del Señor. Para convertirnos en lo que Él quiere que seamos, normalmente son precisos muchos quebrantos y humillaciones, a fin de ablandarnos, transformarnos, reformarnos y moldearnos en una vasija mejor, mejor de lo que éramos, mejor de lo que creíamos ser, mucho más dócil y útil para Su reino. Dichas pruebas, dificultades y tribulaciones o bien nos enternecen y ablandan, o bien nos endurecen y amargan. El sufrimiento nos llena de ternura o de amargura. Procura, pues, no endurecer tu corazón y llenarte de amargura y resentimiento contra Dios cuando estés pasando por alguna prueba. Su Palabra dice: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brote alguna raíz de amargura y os estorbe, y por ella muchos sean contaminados»[11].
Si permites que las pruebas te ablanden y te hagan más humilde, serás mucho más feliz, ya que te acercarás mucho más al Señor. Si endureces el corazón contra el Señor, si te resistes al influjo del Espíritu Santo y te cierras al amor y la verdad divinos, el corazón se te encallecerá. Al poco tiempo estarás embotado. Correrás el riesgo de perder toda sensibilidad[12]. Cuidado, no sea que termines como el tipo de esa horrible poesía titulada Invictus: «¡Yo soy el capitán de mi alma, el amo de mi destino! ¡Tengo la cabeza ensangrentada, pero erguida!»[13] A pesar de haber sufrido golpes y magulladuras y de estar ensangrentado, insistía en no acatar órdenes de nadie y se negaba a someterse o inclinar la cabeza delante del Señor.
Si te resistes a la verdad, esta dejará de producir efecto en tu alma. Cada vez que te resistes a la verdad, endureces tu espíritu contra el Señor. Es como cuando tienes una llaguita en el pie donde te ha estado rozando el zapato. Al principio es muy, muy sensible. La piel está muy irritada y te duele. Pero si el zapato sigue rozando, con el tiempo se te forma un callo. La piel se endurece y se torna más gruesa y resistente en ese punto. Pues lo mismo le sucede a tu corazón si continuamente te niegas a someterte al Señor.
La solución no es endurecerte. Él dice: «No endurezcáis vuestros corazones»[14]. En cambio nos manda: «Echa sobre el Señor tu carga, y Él te sustentará. Buscad al Señor mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos [quebrantados, arrepentidos] de espíritu»[15].
Dios siempre lo hace todo —todo sin excepción— con amor. «Misericordioso y clemente es el Señor; lento para la ira, y grande en misericordia. No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados. Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció Su misericordia sobre los que le temen. Como el padre se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen. Porque Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo.»[16]
El Señor te ama y hasta «se compadece de tus debilidades»[17]. No obstante, también sabe que nunca podrá valerse de ti tanto como Él quisiera, a menos que pases por una experiencia que te enseñe humildad. Cuando llegues a ser un instrumento, un conducto, un simple diamante de polvo, ¡entonces podrá valerse poderosamente de ti!
Dios nos amolda a base de los quebrantos que experimentamos. Si no experimentas sufrimiento, pérdida, tragedia y fracaso no sabrás amar a la pobre gente perdida del mundo, compadecerte de ella y manifestarle el amor de Dios. En cambio, si permites que Él te parta y te ablande el corazón, luego lo cautivará y lo conquistará, le entregará calidez y lo enternecerá, te lo dejará contento y feliz y pondrá en él la llama ardiente de Su amor. Todo ello para que puedas transmitir ese amor a los demás.
Artículo compilado a partir de los escritos de David Brandt Berg, publicado por primera vez en abril de 1987. Texto adaptado y publicado de nuevo en noviembre de 2014.
[1] Génesis 37, 39–41.
[2] Hechos 7:22.
[3] Éxodo 2–3.
[4] 2 Samuel 11,12,15.
[5] 1 Reyes 18.
[6] 1 Reyes 19 y 21.
[7] Juan 13:37; Lucas 22:33.
[8] Marcos 14:66–71.
[9] Lucas 22:62.
[10] Hechos 9.
[11] Hebreos 12:15.
[12] Efesios 4:19.
[13] William Ernest Henley (1875).
[14] Hebreos 3:15.
[15] Salmo 55:22, 34:18; Isaías 55:6.
[16] Salmo 103:8–14.
[17] Hebreos 4:15.
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