enero 20, 2015
Sean vuestras costumbres sin avaricia [amor al dinero], contentos con lo que tenéis ahora, pues Él dijo: «No te desampararé ni te dejaré». Hebreos 13:5[1]
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Y les dijo: «Mirad, guardaos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee». Lucas 12:15[2]
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Todos estamos acumulando tesoros de alguna manera. Quizá no sean bienes materiales ni cuentas bancarias, pero algo nos motiva a levantarnos por la mañana. Lo que sea que controle nuestro corazón, ese es nuestro tesoro, y tanto puede ser terrenal como celestial. La pura realidad es que tenemos un pie en una esfera y otro en la otra y, por muy celestiales que sean nuestros intereses, vivimos en la Tierra y estamos sujetos a sus exigencias y valores.
Lo que comienza siendo nuestro tesoro, ya sea terrenal o celestial, es algo que está a nuestro servicio y obra en favor de nuestros intereses. Por el afán de alcanzarlo, se convierte en nuestra meta; y con el tiempo, lo que comenzó siendo nuestro tesoro y posteriormente se volvió nuestra meta, se convierte en nuestro amo. La libertad de elección que se nos confiere está en realidad limitada a una sola cosa: ¿Quién va a ser nuestro amo? Después de eso, todo lo que hacemos tiene una explicación lógica dependiendo de cuál sea el principio que rija nuestra vida. Este puede ser de orden temporal o eterno, egocéntrico o teocéntrico, terrenal o celestial; pero es lo uno o lo otro.
Hoy en día la sociedad considera que el estatus o el éxito de una persona guarda relación directa con su reputación o riqueza material; pero es un concepto erróneo. No podemos poner el afán de alcanzar dinero, prestigio o poder antes de la búsqueda de Dios. Jesús dice que no podemos servir a Dios y a las riquezas[3].
Las características de los tesoros celestiales son diametralmente opuestas a las de los terrenales. En vez de ser temporales y problemáticos, son permanentes y apacibles. Acumular tesoros en el Cielo es vivir en la Tierra pensando en el Cielo. Los principios que determinan nuestros valores, objetivos y comportamientos no deberían estar confinados a esta vida ni aplicarse «delante de los hombres». Deberían tener su base en cuestiones eternas y aplicarse delante de Dios. Las mismas posesiones, cuentas bancarias, ocupación y nivel de vida pueden servir para acumular tesoros en la Tierra o en el Cielo. Lo que importa no es la esencia de nuestras posesiones, sino el público ante el cual vivimos.
El materialismo no está relacionado con lo que poseemos, sino con nuestra actitud hacia ello. A todo lo que vayamos a perder al morir le deberíamos dar ya la categoría que le corresponde, y por otra parte deberíamos estar invirtiendo en lo que conservará su valor más allá de la muerte. Una vez resuelta la cuestión de acumular nuestros verdaderos tesoros en el Cielo, nuestra meta es buena, y nuestro amo es Dios. Charles Price
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No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones entran y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y donde ladrones no entran ni hurtan, porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. Mateo 6:19–21[4]
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El joven rico se acercó corriendo a Jesús y arrodillándose le dijo: «Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?» Fíjate en cómo hace hincapié en la bondad, en su propia rectitud, y busca la salvación por sus buenas obras y su integridad. El relato se halla en Mateo 19, Marcos 10 y Lucas 18. Jesús lo reprende por llamar bueno a nadie aparte de Dios, una suave censura por haberse creído piadoso; seguidamente le dice que debe guardar los mandamientos. Curiosamente, él pregunta: «¿Cuáles?» Al parecer había captado que él quizá no era tan bueno después de todo, y esperaba haber guardado los necesarios para salvarse.
Entonces Jesús le cita como media docena, los que prohíben aquellos pecados que para la mayoría de la gente son los peores de todos, y que Jesús evidentemente ya sabía que este joven bueno con mucha probabilidad habría guardado. El joven, con obvio alivio, se vanagloria efusivamente de que ha guardado esos. Jesús está dirigiendo la conversación y evita cuidadosamente los mandamientos que por lo visto sabe que ese joven no ha cumplido tan bien, como: «No tendrás dioses ajenos delante de Mí», «No te harás imagen», «No te inclinarás a ellas», «No codiciarás», y el que Jesús mismo dijo que era el mayor de todos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón».
El joven pregunta sinceramente: «¿Qué más me falta?» «¿Por qué no soy feliz? ¿Por qué no me siento satisfecho? ¿Por qué me inquieta el futuro? ¿Cómo es que mis posesiones y mi posición social no me llenan ni me dan descanso de espíritu?» Jesús le ha estado haciendo hablar para poner de manifiesto su mayor pecado, que es su orgullo espiritual. A continuación le pone una prueba: ¿Estaría dispuesto a renunciar a todas las cosas que codicia, los otros dioses a los que rinde culto, las imágenes ante las que se inclina, sus riquezas, su posición social, el qué dirán y la idolatría de la codicia?
Consciente de la lucha interna y la triste decisión que provocarán Sus palabras en el joven, Jesús lo mira con compasión y amor, le dice que le falta una sola cosa y le pide que tome la decisión más difícil de su vida: «Anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y ven, toma tu cruz y sígueme, ¡y tendrás tesoro en el cielo!»[5] Pero al oír esto, el joven se fue apenado, pues tenía muchas posesiones. Entonces Jesús se volvió a Sus discípulos y les dijo: «¡Cuán difícilmente entrará un rico en el reino de Dios! Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja»[6]. Se refería a una puerta muy pequeña que había en los muros de Jerusalén. Los camellos, para pasar, tenían que avanzar de rodillas; sus conductores los empujaban, los empellaban, tiraban de ellos, los arrastraban, mientras las bestias proferían alaridos de dolor a modo de obstinada protesta. ¡Menuda imagen!
Sus discípulos se asombraron al oír esto y dijeron: «¿Quién, pues, podrá ser salvo?» En aquella época, muchos de los ricos eran los fariseos más religiosos y mojigatos, así que debieron de pensar que, si para ellos era tan difícil, ¿qué oportunidad tenían los pobres publicanos y pecadores? Jesús entonces reconoció que era imposible que nadie se salvara sin que interviniera el poder milagroso de Dios. «Para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible»[7].
Lo más triste de toda esa experiencia es que las riquezas nunca le habían proporcionado felicidad o satisfacción al joven; de lo contrario no habría acudido corriendo a Jesús suplicándole que lo librara de su ansiedad. Sin embargo, cuando Jesús le indicó el secreto de la vida, el amor y la felicidad, que está en renunciar a todo por Jesús y los demás, el muchacho se marchó, lleno todavía del pesar que traen las riquezas. Volvió a sus riquezas, que nunca lo habían satisfecho; y con todo lo rico que era fue incapaz de comprar la alegría de darlo todo. Lo cual, por supuesto, muestra que amaba más lo material que a Dios. David Brandt Berg
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¡Oh almas, almas, almas, cuídense, cuídense, cuídense de la codicia más que de ninguna otra cosa! No es el dinero, ni la falta de él, sino el amor al dinero lo que es la raíz de todos los males. No es ganarlo, ni siquiera guardarlo; es convertirlo en su dios. Es verlo como la mayor oportunidad, y no considerar la causa de Cristo, ni la verdad de Cristo, ni la santa vida de Cristo, sino estar listos a sacrificarlo todo para obtener ganancias. C. H. Spurgeon
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Cierto día en que Abraham Lincoln caminaba por la calle con dos niñitos que estaban berreando, un vecino que pasaba le preguntó: «¿Qué sucede, Abraham? ¿A qué viene tanto escándalo?» Lincoln respondió: «A estos chiquillos les aqueja lo mismo que al mundo entero: ¡uno tiene una nuez y el otro la quiere!» Es una antigua anécdota, algo graciosa, que ilustra humorísticamente un grave problema, el más antiguo que conoce la humanidad: la codicia.
La trágica ironía es que la serpiente tentó a la mujer con algo que ya era realidad: habiendo sido creada a imagen de Dios, ¡ya era como Él! Ya irradiaba Su majestuosidad y gloria. Ya existía en un estado de perfección. Pero no le bastó. No le pareció suficiente tener Su luz palpitando en su interior; quería ser la luz misma. Hannah Anderson
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Todos los días se desarrolla nuestra personalidad. La pregunta es en qué dirección lo hace. ¿Estamos volviéndonos más como Dios, o menos? ¿Estamos creciendo en amor o en egoísmo; en severidad o en paciencia; en codicia o en generosidad; en honradez o en deshonestidad; en pureza o en impureza? Cada día nos ejercitamos en un sentido o en el otro por medio de lo que pensamos, decimos, decidimos y hacemos. Jerry Bridges
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Claramente el dinero no tiene un valor intrínseco; el amor sí, así como la bondad y la alegría. Un discípulo amado, en un momento de inspiración, anunció la profunda verdad de que el amor es «de Dios». Las personas cometen el error de distinguir dos clases de amor: el humano y el divino; en realidad hay un solo amor. Siempre que el amor se convierte en el sentimiento automático del alma y resulta natural olvidarse de uno mismo en favor de los demás, querer dar en vez de recibir, compartir en vez de poseer, empobrecerse para que un ser querido tenga abundancia, se ha formado un espíritu divino, que guarda semejanza con Dios. Y así descubrimos un nuevo tipo de riqueza, que se acumula con el uso, porque es una ley universal que cuanto más se ejercita el espíritu de amor, cuanto más se dedica el alma a amar, más amor tiene, más se enriquece y más divina se vuelve. Rufus Jones
Publicado en Áncora en enero de 2015.
[1] RVR 95.
[2] RVR 95.
[3] Mateo 6:24.
[4] RVR 95.
[5] Mateo 19:21.
[6] Mateo 19:22–24.
[7] Mateo 19:25,26.
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