Partículas de Su gloria

enero 5, 2015

María Fontaine

Peter y yo nos tomamos unos días de descanso. Fuimos a un pueblito en la playa para alejarnos un poco de todo. Resulta que yo había salido a dar una caminata por la playa hacia el final de la tarde —había pasado un buen rato meditando y conversando profundamente con el Señor— cuando de pronto alcé la vista y me encontré con que ante mis ojos se estaba dibujando uno de los paisajes más deslumbrantes que se puedan imaginar.

Las nubes, dispersas por el cielo, comenzaron a teñirse de tonos durazno, violeta y dorado, contrastando con el telón de fondo azul intenso del cielo. A mí me encantan todos los atardeceres, pero de cuando en cuando he presenciado alguno que otro tan, pero tan sobrecogedor, que no pude quitarle los ojos de encima. No cabe duda de que el Gran Pintor había captado mi atención con este. Era como si estuviese vertiendo luz líquida de colores en cada nube. Los matices iban llenando las nubes hasta que parecían rebosar irrumpiendo a raudales en torrentes de color, como espléndidos remolinos que formaban un caleidoscopio vivo en permanente cambio y movimiento.

Ante semejante obra de arte que se desplegaba frente a mí, todo lo demás parecía perder importancia. El espectáculo fue escurriéndose suavemente hacia abajo, hasta dar la impresión de engullirse al mismo océano y convertirlo en un mar de tonos vivos, en un espejo liso y suave que desde la distancia rociaba su luminiscencia dorada cada vez que las olas rompían sobre la arena, a pocos metros de donde me encontraba yo. Me sentí inmersa en su belleza, y sentí también que me comunicaban el amor del Señor y me transmitían Su ánimo.

Los colores comenzaron a caer en tonos más oscuros sobre un peñón coronado por una pequeña cima que sobresalía del agua a lo lejos. Era como si la corriente de luz viva se derramase desde el borde del cielo sobre aquel peñón y las casitas que lo adornaban, transformándolos momentáneamente en gemas resplandecientes de rojos y dorados iridiscentes.

La vívida transformación del cielo fue cambiando gradualmente de suaves tonos pasteles a rojos y burdeos vivos e intensos, salpicados con azules reales y vetas cobrizas. Y luego, tras lo que debieron de haber sido unos quince minutos —que a mí me parecieron apenas unos instantes—, el majestuoso despliegue comenzó a retirarse. Su gloria fue esfumándose suavemente hacia las brumas de la noche, refugiándose en ellas a esperar su turno para volver a pintar el mundo otro día con su belleza transformadora.

Allí estaba yo, sumida en la creciente penumbra como una criatura que había quedado sobrecogida tras el apoteósico cierre de un espectáculo de fuegos artificiales, haciéndose falsas ilusiones de que volviese a comenzar. De pronto se me ocurrió que aquel tremendo despliegue de belleza y poder, tan glorioso, imponente y complejo, no era más que un pensamiento, un destello en el ojo de Dios. No era más que una minúscula motita en la inmensidad de Sus capacidades, una mera partícula —la más pequeña imaginable, apenas un quark— en el universo de Su inconmensurable poder. Si ese momento tan breve y pasajero era capaz de conmover tanto mi alma, al punto de dejarme boquiabierta ante tan espectacular belleza, ¿cómo podría llegar yo a comprender o imaginar siquiera a su Creador, capaz de salpicar el cielo con semejante grandeza y en cuestión de instantes volver a limpiarlo, como quien tan solo deja Su aura o Su estela al pasar?

En ese momento, tomé conciencia de lo impenetrable que es el poder del Señor.

¡Cuántas veces nos enfrascamos en lo mundano, nos preocupamos y nos angustiamos, y sentimos que estamos solos en el mundo con nuestros problemas y que tenemos que resolverlos sin la ayuda de nadie! Sin embargo, en esos momentos, la irrefutable realidad de que somos amados por Alguien capaz de transformar el cielo de un estallido en el más bello paisaje con tan solo un pensamiento fugaz, me recuerda en quién he puesto mi esperanza. Lo que me transmitió Dios por medio de tan sublime obra de arte fue: «Soy capaz de crear cualquier cosa. Soy capaz de sostenerlo todo. Puedo también proteger a cualquiera. Puedo resolver cualquier problema. Soy la belleza misma. Soy poder. Soy amor, y esto lo hago por ti.»

Momentos así me ayudan a recordar que el mismo Todopoderoso capaz de crear semejante momento de grandeza para alentar a Sus criaturas, se inmiscuye también en nuestras más diminutas necesidades y deseos, aparte de guiarnos y cuidarnos de maneras grandes y pequeñas. Se involucra en nuestra vida, y no solamente con el pensamiento fugaz de un magnífico atardecer, sino con un amor que lo motivó a hacer a un lado todo lo demás en el universo con el único fin de rescatarnos, cuando no pudimos habernos merecido menos tan amorosos cuidados. ¿Cómo podríamos preocuparnos de que fuese a olvidarse de nosotros o dejar de tener en cuenta, de manera perfecta y absoluta, hasta el último detalle de nuestras vidas, movido por el amor ilimitado e incondicional que siente por nosotros?

Cuando llega el ocaso
—magnífico esplendor
que Dios deja a Su paso,
estallido de color—
los montes y collados
se visten sin pudor
de espléndidos dorados
y alaban al Señor.

«Santo, santo, santo», los ángeles declaran,
«santo, santo, santo», las nubes se engalanan.
«Santo, santo, santo», los cielos, los abismos,
«santo, santo, santo», santo es el Altísimo.

Al caer la noche
Dios revela la grandeza
y la gloria de Su trono,
que algún día será nuestra.
Cuando llegue ese momento
sentiremos tanto amor
que olvidaremos por completo
todo el miedo y el dolor.

Acércate, ven pronto,
bendito atardecer,
que tu esplendor dorado
nos haga estremecer.
Dios es el fin de todo,
el alma satisface,
y quien busca Su gloria
con cada atardecer renace.
Calvin W. Laufer, 1922. (Adaptado)

Artículo publicado por primera vez en septiembre de 2012. Publicado de nuevo en Áncora en enero de 2015.

 

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