Milagro de Nochebuena

diciembre 24, 2014

Alda McDonald Strebel

Todavía puedo oír la suavevoz de mi madre mientras me relataba este milagro de Nochebuena. La experiencia era sagrada para mi mamá; solo la contaba en ocasiones especiales, como la noche en que mi novio pidió mi mano en matrimonio.

La historia comenzó en un frío día de otoño de octubre de 1928. El inmenso granero detrás de nuestra casa en Heber City, al norte de Utah, tenía heno fresco amontonado hasta el techo y el desván rebosaba de las alegres risas y gritos de niños correteando. Yo estaba entre ellos, sin percatarme de la tragedia que estaba a punto de suceder. Me encontré una invitadora montaña de heno y me apresté a resbalarme por ella. De pronto empecé a caer de cabeza a través del vertedero o tobogán. Me di contra el piso de cemento y fui a dar a un pesebre del granero.

Todavía recuerdo la sensación de sorpresa al recobrar el conocimiento y la horrible frustración de no poder llorar. Mis hermanos fueron corriendo a buscar a mi papá. Cuán reconfortante y aliviador fue sentir sus brazos fuertes y robustos que me levantaban del pesebre de heno y me llevaban a la casa. Me puso suavemente en mi cama.

Varios días después aún no pasaba mi dolor de cabeza. Mi condición se complicó aún más cuando contraje un fuerte resfriado; hasta el día de hoy recuerdo la pesadilla que era la fiebre alta. Una tarde cuando el médico hacía su visita de rutina, movió su cabeza al leer el termómetro y mamá supo que había llegado la hora de hacer algo más. Mandó llamar a papá y nos preparamos para ir a Provo, que quedaba a más de 60 kilómetros de distancia, donde me podían hospitalizar. Se reunieron vecinos y familiares para ofrecer su ayuda y asegurarnos que mis cuatro hermanos pequeños estarían bien atendidos.

El viaje a través de los caminos serpenteantes del Cañón de Provo fue largo y duro, mientras papá avanzaba con su Ford T entre rebaños de ovejas que había en el camino. Llegamos al hospital ya bien entrada la noche.

El dolor era intenso detrás de mi oreja izquierda y tras pasar dos días más con fiebre alta, los doctores me operaron y descubrieron una infección muy arraigada en la apófisis mastoides. Para entonces la infección me había llegado al torrente sanguíneo. A la semana siguiente los cirujanos se vieron obligados a operar mi brazo izquierdo y a la semana siguiente mi pierna derecha. Durante siete largas semanas soporté el extenuante calvario de muchas operaciones.

Tres días antes de Navidad los médicos llamaron a mi padre y le dijeron que había muy pocas esperanzas de que me fuera a recuperar. Sabiendo el profundo anhelo que yo tenía de estar en casa con mis hermanos, mis padres decidieron llevarme a casa para Navidad. Localizaron un camión para que me llevara al tren (solo había unos cuantos camiones en todo el pueblo) y me pusieron en un catre. En el pasillo, el personal del hospital me entregó una hermosa muñeca vestida de rosa, con un suéter tejido a mano y un sombrero. Abracé la muñeca contra mi cuerpo debajo de las frazadas y cuando salimos al refrescante aire de la noche, me sentía inmensamente feliz. Pensaba que estaba dejando atrás todo el suplicio del hospital.

Lentamente el camión se abrió camino hacia la estación. Abordamos el tren, el conductor echó una gran cantidad de carbón en la caldera del furgón y el tren inició su viaje de tres horas rumbo a casa. El somnífero que el doctor me había dado antes de dejar el hospital pronto hizo efecto y dormí la mayor parte del camino. Cuando el tren se detuvo, papá se paró al lado de la puerta del vagón y luego se inclinó hacia mí sonriendo.

—No vas a creer la cantidad de gente que ha venido a darnos la bienvenida —me dijo—. Dios mío, uno pensaría que una celebridad va a bajar del tren.

Sonrió nuevamente mientras me ponía una abrigada gorra en la cabeza. Mamá acomodó las mantas debajo de mi mentón y subieron mi catre al trineo de mi tío Dode. Sonaban los cascabeles al tiempo que los caballos cabalgaban por la calle Center por suaves caminos con hielo.

Al llegar a la esquina del tabernáculo, el trineo se detuvo con un alegre «¡Soooo!» En medio de la calle principal había un inmenso árbol de Navidad adornado con luces navideñas, las primeras que veía en mi vida. ¡Qué coloridas y brillantes eran! Los niños de mi clase de primaria estaban parados debajo del árbol, dándome la bienvenida con los sagrados estribillos de «Noche de paz». Con toda la fe y la mansedumbre de una niña, sentí el amor de nuestro Salvador en los corazones de tanta gente. Las lágrimas de mi mamá se mezclaban con los delicados copos de nieve que caían en mi cara.

Al poco rato, en la puerta de nuestra casa, mamá se reía y lloraba mientras abrazaba a sus cuatros hijitos. Las siete semanas que habían pasado sin su mamá les parecieron una eternidad. Luego, con una silenciosa emoción, guiaron el camino hacia mi habitación, la cual habían adornado con cadenas de papel de color rojo y verde. Una campana grande de un profundo color rojo colgaba de la única bombilla de luz.

—¡Uy, mira! ¡Parece que los elfos de la Navidad han estado aquí! —exclamó mamá, abrazando nuevamente a los niños.

Sin embargo, el esfuerzo físico del viaje me pasó factura y comprendí que el dolor y el sufrimiento no habían terminado. Para Nochebuena la situación era crítica y los médicos les dijeron a mis padres que las posibilidades de que sobreviviera aquella noche eran mínimas. Los ancianos me asistieron espiritualmente y por primera vez mis padres tuvieron el valor de decir: «Hágase Tu voluntad».

Después de la bendición, una paz muy especial descendió sobre la casa. Papá y mamá fueron a la sala con los cuatro niños y los ayudaron a colgar sus medias de Navidad. Luego acostaron a cada uno en su cama, asegurándoles que Papá Noel (Santa Claus) estaba en camino.

Sabiendo que le iban a hacer falta fuerzas para lo que nos aguardaba, se persuadió a mamá para que se retirara a un dormitorio del segundo piso. Siempre me encantó escuchar a mamá hablar acerca de acostarse en el silencio de la noche y de la paz que le sobrevino mientras caía en un profundo sueño. Se despertó sobresaltada en el momento justo en que amanecía la mañana de Navidad. Se dirigió a la puerta de mi habitación, orando en silencio. Papá justo salía, su rostro cansado estaba bañado en una sonrisa de alivio. Había ocurrido un milagro: yo había recibido la fuerza para sobrevivir aquella noche y mamá pudo ver un ligero brillo en mis cansados ojos.

—¿Ya llegó Santa Claus? —le pregunté.

—Por supuesto que sí —exclamó con lágrimas que le rodaban por la mejilla—. Parece que Santa llegó a nuestra sala y se le cayeron todos los juguetes de la bolsa.

—Pero el regalo más precioso de todos —decía mamá cada vez que volvía a contar la historia—, fue el regalo de nuestro Salvador aquella bendita Nochebuena.

Aunque aquella enfermedad me dejó con un impedimento físico, una pierna mucho más corta que la otra, he tenido el privilegio de llevar una vida activa. En 1977, antes de pasar a mejor vida, mi esposo, el Dr. George L. Strebel y yo servimos en Europa, donde él era coordinador de los institutos y seminarios de habla inglesa. En la actualidad tengo cuatro hijos felizmente casados y quince hermosos nietos.

Hace cuatro años me practicaron una operación de cadera y le añadieron 9 centímetros a mi pierna. Ahora camino sin muletas y con solo una leve cojera. Mi pierna se está poniendo cada vez mejor con un moderno injerto al milagro que comenzó en aquella Nochebuena.

Publicado por primera vez en diciembre de 1997 cuando Alda McDonald Strebel (1913-2008) era una profesora jubilada.

 

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