Un presente en los árboles

diciembre 17, 2014

Cynthia J. Teixeira

Dios nos demuestra Su amor de muchas maneras. Lo que para una persona es insignificante para otra puede representar un milagro. Eso fue exactamente lo que me pasó la Nochebuena de 1997, aunque no me di cuenta de inmediato. Al principio estaba sintiendo tanta lástima de mí misma que no percibía más que mi propia infelicidad.

Las festividades son épocas en las que muchas parejas se proponen matrimonio. A los 29 años yo ya había tenido tres relaciones amorosas largas, pero ninguna resultó en una propuesta de matrimonio. Siempre me consideré una persona leal, cariñosa y desinteresada y mis novios me lo decían mucho después que había terminado la relación. Parece que yo era siempre «la que dejaron escapar», y empecé a sentir que soy muy especial una vez que se acaba la relación. Después de un tiempo, empecé a sentir que no merecía que alguien se comprometiera de por vida a estar conmigo.

A los 29, decidí que tenía que ocuparme de mi felicidad. Cometí errores un par de años en mis citas, pero finalmente aprendí a respetar mis necesidades y a no solamente ocuparme de las necesidades de mis compañeros. Así, a los 31 años, conocí a Paul. Un hombre maravilloso que no esperaba que lo cuidara. Solo quería estar conmigo y me respetaba tal y como soy. Todo parecía ir sobre ruedas y sentí que finalmente había encontrado a un hombre con quien me podía casar.

Durante la segunda Navidad que pasamos juntos, pensé que Paul me propondría matrimonio. El 22 de diciembre nos aventuramos a hablar del tema. Paul me dijo que sí se casaría conmigo pero que «ese» no era el momento adecuado. No pude evitar sentirme triste. Muchas de mis amigas habían recibido propuestas y anillos de compromiso, pero yo nunca había tenido la fortuna. Hasta llegué a pensar que tal vez el matrimonio no era para mí.

Al día siguiente, 23 de diciembre, debido a una tormenta de invierno se cancelaron las clases. Sabía que mis alumnos estarían igual de contentos que yo por un día adicional libre justo antes de las vacaciones. También eso nos daría una hermosa y blanca Navidad. Los caminos estaban cubiertos de nieve y los árboles lucían una fina capa de hielo. Era peligroso salir, por lo que me quedé en casa un tanto meditativa sobre mi situación.

Al final de ese día nevado llegué a la conclusión que la propuesta de matrimonio no era lo que necesitaba. Solo quería sentirme lo suficientemente amada y apreciada como para que alguien quisiera estar conmigo para siempre. Le rogué al Señor y le pedí que algún día un hombre me considerara tan importante que me diera un diamante, el símbolo de compromiso que mi corazón más anhelaba.

Llegó la Nochebuena. Paul vino a casa para ir a la fiesta de Navidad en casa de mi hermana. Estaba contenta de estar con él, pero un poco triste porque sabía que no me propondría matrimonio esa noche.

Para entonces, casi toda la nieve y el hielo se habían derretido silenciosamente. Ya no tendríamos una blanca navidad. Pero para conducir a la fiesta era mucho más seguro.

El encuentro en casa de mi hermana fue muy lindo. Me encantó ver a mis sobrinos y sobrinas abrir sus regalos. Paul y yo la pasamos muy bien con mi familia. Después de los regalos y despedidas, nos fuimos.

El viaje de vuelta a casa fue largo y silencioso. Paul se durmió a los 25 minutos. Los caminos estaban secos y los árboles pelados. Pero las estrellas centelleaban en contraste con el cielo negro y despejado, dándole a la noche un encanto especial.

Casi llegando a mi casa, me llamó la atención un puñado de árboles. Tenían algo que no tenía el resto del paisaje seco y aburrido. De todos los árboles que había visto en mi camino a casa, estos eran los únicos que tenían todavía algunos indicios de la tormenta de invierno en sus ramas. Cuando los pasamos me pregunté cómo era posible. La temperatura era demasiado cálida. Pero esos árboles estaban cubiertos con una capa de hielo increíble. Había visto árboles cubiertos de hielo muchas veces, pero había algo extraordinario en estos. Emitían una luz resplandeciente que nunca antes había visto.

Contemplando esos hermosos árboles me invadió una sensación cálida en el corazón. Fue un momento realmente mágico. Ya no veía las ramas invernales decoradas con los ojos físicos, entonces los veía con los ojos del alma y el corazón. Esa noche, la Nochebuena de 1997, el aire era puro y frío, el cielo estaba poblado de estrellas y los árboles… los árboles centelleaban con diamantes. Miles y miles de diamantes.

En lo más profundo de mi ser, sabía que esa era la respuesta de Dios a mi petición. Necesitaba que Él me demostrara que hay un hombre que cree que merezco un compromiso, el compromiso que simboliza el anillo de diamante. Esa Nochebuena Dios colmó de diamantes los árboles para que yo los pudiera ver con los ojos y con el corazón. Fue su forma de demostrarme que Él piensa que soy especial y merezco un compromiso eterno.

Paul seguía dormido en el asiento a mi lado, sin percatarse en absoluto del milagro que había ocurrido. Derramé lágrimas de paz y autoestima. Sabía que había encontrado a alguien que me amaría para siempre y que eso era más profundo e importante que ninguna propuesta de matrimonio que pudiera recibir jamás.

 

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