La vida amplia

octubre 16, 2014

J. R. Miller

«Ensancha el sitio de tu tienda y las cortinas de tus habitaciones sean extendidas; no seas apocada; alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas» (Isaías 54:2).

No somos conscientes ni de la mitad de nuestras posibilidades. No empezamos siquiera a tomar posesión de nuestra herencia. Nuestros montes yacen repletos de oro; sin embargo, ¡no hacemos más que raspar la arena y la delgada capa de tierra superficial! Vivimos en pequeñas chozas en el valle, cuando espléndidos palacios nos aguardan en las cimas de los cerros.

Nunca debemos contentarnos con una vida estrecha. Fuimos hechos para la holgura y la plenitud, y defraudamos a Dios cuando no logramos realizar nuestro potencial. Hay quienes afirman que el ideal de vida del cristianismo es estrecho. Dicen que nos corta las alas y nos limita. No da cabida, por ejemplo, a la formación física o intelectual. No dice nada del arte, la música, la ciencia o las múltiples facetas de la actividad humana. Solo presenta el lado moral: la conciencia, la obediencia a las leyes celestiales, logros y realizaciones espirituales.

La respuesta por supuesto es que si bien es posible que el cristianismo no nombre explícitamente las cosas del intelecto o no haga una invocación manifiesta para que los hombres aspiren a nobles realizaciones en el arte, la exploración, la inventiva, la investigación y la cultura de lo bello, sí abarca en su espectro todo lo que contribuye a la plenitud y culminación  de la vida y el carácter. No excluye nada, salvo lo que atañe al pecado: la desobediencia a la ley, la impureza, el egoísmo, la falta de caridad, conductas que no hacen otra cosa que estrechar y degradar y que no amplían ni enriquecen la vida. Engloba «todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre». ¿Podría calificarse de estrecha esa vida?

Nuestra fe cristiana no impone límite alguno a la vida, salvo en lo que malogra, mancha y degrada el carácter. Los horticultores japoneses conocen una técnica para atrofiar los árboles, y el mundo también está lleno de hombres atrofiados, enanos en comparación con lo que Dios quiso que fueran. El cristianismo, sin embargo, siempre propicia hombres plenos, hombres que alcancen su pleno potencial y que logren su mayor expansión en todo aspecto. [...] El cristianismo promueve el pleno desarrollo de toda potencia y capacidad del ser. Jesucristo, nuestro modelo, quiere que lleguemos a ser personas plenamente desarrolladas. En calidad de dirigentes, de maestros, de seguidores de Cristo, nuestra influencia debe propender al enriquecimiento y expansión de la vida de la gente. [...] No hay mejor manera de demostrar nuestra amistad a otras personas que influyendo sobre ellas de tal modo que su vida sea más llena, más auténtica, más amorosa, más provechosa. [...]

Hay mucha gente que vive en una sola habitación, por así decirlo. Estaba destinada a morar en una casa amplia, con muchos aposentos, aposentos de la mente, del corazón, del gusto, de la imaginación, del sentimiento y de las sensaciones. No obstante, esos aposentos altos permanecen inútiles mientras los inquilinos viven en el sótano.

 Se cuenta que un noble escocés, al momento de tomar posesión de sus propiedades, se propuso dotar a su gente de mejores viviendas, la cual vivía apretujada en casitas de un solo ambiente. Edificó para sus súbditos casas bonitas y cómodas. Al poco tiempo, sin embargo, cada familia terminó viviendo como antes, todos apiñados en un cuarto, sin ocupar el resto de la casa.

No sabían vivir en espacios más amplios y mejores. El experimento satisfizo al noble: no se podía beneficiar a la gente simplemente por medios externos. La única manera de ayudarla realmente era desde el interior, en su mente y en su corazón.

Horace Bushnell lo expresó en un epigrama: «El alma del progreso es el progreso del alma». Lo que hace falta no es una casa más grande para un hombre, sino ¡un hombre más grande en la casa! No se engrandece a un hombre facilitándole más dinero, mejores muebles, cuadros más finos, alfombras más suntuosas y un automóvil más costoso; sino entregándole conocimiento, sabiduría, buenos principios, integridad; enseñándole amor. [...]

Ciertas vidas son estrechas, porque las circunstancias mismas las han encogido. No podemos decir, sin embargo, que la pobreza tenga necesariamente ese efecto, ya que muchos que son pobres, que tienen que alojarse en una casa pequeña, con pocas comodidades y lujos, llevan una vida amplia y libre, tan ancha como el cielo en su alborozo. Hay en cambio quienes poseen todos los bienes terrenales que pueda desear un corazón; así y todo llevan vidas estrechas.

Hay personas para las cuales la vida ha sido una carga tan onerosa que están a punto de desmayar en el camino. Oran pidiendo salud; en cambio les llega la enfermedad con su cuota de sufrimiento y sus costos. Su trabajo es arduo. Les toca vivir en continuo malestar. Sus asociaciones son poco amigables. No vislumbran ningún alivio. Cuando despiertan por la mañana su primer pensamiento es la carga que deben echarse a cuestas y sobrellevar una vez más. De arrastrarlo por tanto tiempo, Su desaliento ha devenido en desesperación. El mensaje para esas personas es «ensancha el sitio de tu tienda». Por muchas o por muy grandes que sean las razones del desaliento, el cristiano no debe dejar que la amargura penetre en su corazón y le ciegue los ojos, impidiéndole contemplar el cielo azul y las estrellas radiantes.

Visto desde una perspectiva terrenal, ¿pudo haber una vida más estrecha en su condición que la de Cristo? Reparemos en lo que fue Jesús: el Hijo de Dios, inmaculado, amoroso, infinitamente tierno de corazón. Consideremos ahora la vida a la que se incorporó: el odio implacable que imperaba, la enconada enemistad que lo perseguía, el desdén de que era objeto Su amor a cada instante. Pensemos en el fracaso que al parecer sufrió Su misión y en Su traición y muerte. Así y todo, nunca perdió el ánimo. Nunca dio pie al resentimiento.

¿Cómo superó la estrechez? El secreto era el amor. El mundo lo odió, mas Él siguió amando. Los Suyos no lo recibieron; lo rechazaron. Sin embargo, Su afecto hacia ellos no cambió. El amor lo salvó de acabar resentido por la estrechez. Ese es el único secreto que salvará a una vida de la influencia opresora de las más angustiantes circunstancias. ¡Ensanchemos nuestra tienda! Hagamos lugar en ella para Cristo y nuestros semejantes. Conforme creamos espacio para el ensanchamiento, este tendrá lugar.

Hubo una mujer que abrigó rencor luego de un largo periodo de enfermedad, injusticia y agravio, a tal punto que terminó presa de la desesperanza. Entonces, con motivo de la muerte de un pariente, arribó a su puerta una huerfanita. La mujer abrió esa puerta con muchas reservas. Al principio la niña no fue bien recibida. Sin embargo, cuando la mujer finalmente la acogió, Cristo entró con ella y enseguida el otrora hogar sombrío empezó a iluminarse. La estrechez comenzó a ensancharse. Se presentaron otras necesidades humanas que no fueron rechazadas. Al bendecir a otros, la mujer resultó bendecida ella misma. Hoy en día no hay hogar más feliz que el de ella. Probemos a hacer lo mismo cuando andemos de capa caída. Pongámonos al servicio de los que necesitan nuestro amor y atención. Ofrezcamos aliento a algún descorazonado, y nuestro propio desaliento se disipará. Iluminémosle la vida solitaria a alguien y se iluminará la nuestra.

Algunas vidas terminan en estrechez por no disponer de oportunidades. Hay quienes no tienen las mismas oportunidades que otros. Quizás están físicamente incapacitados para mantener su puesto en la marcha de la vida. Por otra parte, puede ser que hayan fracasado en los negocios luego de años de duros esfuerzos y no tengan el coraje para empezar de nuevo. Tal vez la insensatez o el pecado los entorpeció, y no son capaces de remontar como lo hacían antes. Hay gente en todo círculo social que por una u otra razón no parece tener la oportunidad de sacar algún provecho a su vida. En todo caso, sea cual sea el motivo por el que uno termina encerrado en un espacio estrecho, como en una tienda muy reducida, el evangelio de Cristo trae un mensaje de esperanza y regocijo. Siempre nos llama a ENSANCHAR el sitio de nuestra tienda y a extender las cortinas de nuestras habitaciones; a no ser apocados, sino alargar nuestras cuerdas y reforzar nuestras estacas.

Existe el peligro de que algunos pequemos de excesiva satisfacción. Llegamos a considerar infranqueables ciertos obstáculos que Dios permitió simplemente para inspirarnos valor. Las dificultades no están concebidas para coartar nuestros esfuerzos, sino para estimularnos a poner todo de nuestra parte. Nos rendimos con demasiada facilidad. Determinamos que no podemos hacer ciertas cosas y al darnos por vencidos sin batallar pensamos que nos estamos sometiendo a la voluntad de Dios, cuando en realidad no hacemos más que demostrar nuestra indolencia. Suponemos que nuestras limitaciones son parte de los designios de Dios para nosotros y que debemos aceptarlas con pasividad y tratar de conseguir del mal el menos.

En algunos casos eso es cierto: hay barreras infranqueables; no obstante, en muchos casos Dios quiere que superemos nuestras limitaciones. Nos invoca a ensanchar el sitio de nuestra tienda. […]

La vida no debe dejar de ensancharse nunca. Un hombre debe alcanzar el máximo de sus posibilidades en los últimos años de su vida. Siempre debiera estar ensanchando el sitio de su tienda ¡hasta que las cortinas de su habitación se proyecten hasta los ilimitados espacios de la inmortalidad!

Extracto de The Wider Life, Capítulo 1, de J. R. Miller, 1908. El libro entero en inglés se consigue en: http://articles.ochristian.com/book17208.shtml. Traducción: Gabriel García V. y Antonia López.

 

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