Amor hacia los enemigos

marzo 21, 2024

Peter Amsterdam

Duración del audio: 13:08
Descargar audio (22.7MB)

[Love Your Enemies]

En el Sermón del Monte, Jesús no solo enseñó que los ciudadanos del reino de Dios no deberíamos tomar represalias ni resistirnos cuando somos agraviados por otros, sino que Él nos enseñó que debemos amar a nuestros enemigos:

Oísteis que fue dicho: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Pero Yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os ultrajan y os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir Su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos.

Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mateo 5:43-48).

Jesús parafrasea Levítico 19:18: «Amarás a tu prójimo», y añade la frase: «Y odiarás a tu enemigo», que muy probablemente sintetizaba la forma de interpretar las Escrituras de muchas personas de Su época. No hay ningún versículo que diga exactamente: «Odiarás a tu enemigo», aunque se puede inferir a partir de pasajes del Antiguo Testamento como: «¿No odio, Señor, a los que te aborrecen, y me enardezco contra Tus enemigos? Los aborrezco por completo, los tengo por enemigos» (Salmo 139:21,22).

Hay pasajes del Antiguo Testamento que hablan de ser atentos y benevolentes con nuestros enemigos: «Si el que te aborrece tiene hambre, dale de comer pan, y si tiene sed, dale de beber agua (Proverbios 25:21). «No te regocijes cuando caiga tu enemigo, ni cuando él tropiece se alegre tu corazón (Proverbios 24:17).

El escritor D. A. Carson comenta: «Algunos judíos interpretaban la palabra prójimo de forma exclusiva: “Solo se nos manda amar a los que están próximos a nosotros —razonaban—, por lo que debemos odiar a nuestros enemigos”. De hecho, eso es lo que se enseñaba en ciertos círculos»[1].

La clave está en definir quién es nuestro prójimo. En el Antiguo Testamento, la palabra prójimo sirve comúnmente para denominar a las personas del pueblo judío. A lo largo del Levítico y el Deuteronomio se emplea para referirse a los paisanos judíos. La frase entera que Jesús parafraseó dice: «No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo (Levítico 19:18).

La manera general de pensar de los judíos de la época excluía a los no prójimos —básicamente los no judíos— del universo de personas a las que se mandaba amar. No obstante, Jesús amplió notablemente el concepto de prójimo al incluir en él a extranjeros y hasta enemigos. Eso queda bien claro tanto en este pasaje del Sermón del Monte como en la parábola del buen samaritano (Lucas 10:29–37).

John Stott explica que, según Jesús, nuestro prójimo «no es necesariamente de nuestra propia raza, estatus o religión. […] En el vocabulario de Dios, el término prójimo incluye al enemigo. Lo que lo convierte en nuestro prójimo es simplemente que es un congénere necesitado, cuya necesidad conocemos y estamos en alguna medida en condiciones de aliviar2.

Debemos amar incluso a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen y orar por los que nos calumnian (Lucas 6:27,28). ¿Por qué? Porque somos hijos de Dios, y así trata Él a las personas.

Refiriéndose a la humanidad en general, el apóstol Pablo argumentó que colectivamente, a causa del pecado de Adán (e individualmente a causa de nuestros propios pecados), el ser humano rechazó a Dios y por consiguiente fue considerado enemigo Suyo; aun así, las Escrituras dicen que «siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo» (Romanos 5:10). Desde el principio mismo, Dios amó a la humanidad. A pesar de que nos rebelamos contra Él al pecar, Él nos amó. Como hijos Suyos, deberíamos comportarnos como Él, amando a nuestros enemigos.

Se nos dice que oremos por los que nos persiguen y calumnian. Se nos manda orar por ellos como lo hizo Jesús tras ser duramente azotado y clavado a la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Ya que somos hijos de nuestro Padre, deberíamos imitar Su amor. Él no discrimina. Bendice con sol y con lluvia no solo a los justos, sino también a los injustos. Dios manifiesta Su amor de forma inclusiva y, como discípulos Suyos, nuestra actitud frente a nuestros semejantes debería reflejar la Suya.

Antes en el Sermón Jesús enseñó a Sus seguidores que debían estar dispuestos a caminar una milla adicional, abstenerse de devolver un bofetón recibido, entregar no solo nuestra túnica, sino también nuestra capa cuando alguien nos demande; y aquí va más lejos y dice que debemos amar a esas personas, amar aun a nuestros enemigos, y tener una actitud positiva frente a ellos. El amor al que se refiere no es un afecto natural, un amor sentimental, sino la clase de amor que tiene su origen en la voluntad y escoge amar a los que no se lo merecen. Es un amor que se expresa mediante actos, compasión y amabilidad.

A continuación, Jesús plantea dos casos hipotéticos. «Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?» (Mateo 5:46,47).

Amar a los que nos aman no tiene nada de especial. Aun las personas que eran consideradas las más ruines de todas en el entorno de Jesús, los odiados recaudadores de impuestos, amaban a sus familiares y amigos. Jesús argumenta que no hay premio por hacer lo que es normal y corriente de forma natural. Seguidamente señala que si saludamos solo a nuestra gente (en este caso, los paisanos judíos), apenas estamos haciendo lo que todo el mundo hace, incluidos los gentiles, que eran despreciados y considerados idólatras. No tiene nada de excepcional saludar afectuosamente a nuestra gente. Lo que se da a entender es que se espera más de los creyentes.

En el sermón, Jesús había explicado anteriormente: «Os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (Mateo 5:20). Como ciudadanos del reino debemos hacer más de lo que se hace comúnmente, más de lo que es normal. Debemos imitar a Dios y manifestar Su amor a todos, incluidos los que nos odian y persiguen.

Jesús entonces termina diciendo: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mateo 5:48). La palabra perfecto no tiene aquí el sentido de moralmente perfecto. John Stott explica:

Tanto el hambre de justicia como la oración de contrición, que son continuas, son claras indicaciones de que Jesús no esperaba que Sus seguidores llegaran a ser moralmente perfectos en esta vida. El contexto muestra que la perfección a la que se refiere tiene que ver con el amor, el perfecto amor de Dios que se manifiesta aun a los que no lo corresponden. En verdad, los eruditos dicen que la palabra aramea que Jesús posiblemente empleó significaba abarcador3.

La exhortación «sed perfectos, como vuestro Padre es perfecto» nos devuelve al punto anterior de imitar a Dios. El estilo de vida de un creyente y los principios en que este se sustenta deben apartarse de lo normal. Toman como guía e inspiración el carácter de Dios, no las normas de la sociedad. Jesús nos enseña que debemos mirar más allá de la simple obediencia a las reglas y restricciones de la Ley para que reflejemos del mejor modo posible la forma de ser de Dios. Esa frase evoca la exhortación que se hace repetidas veces en el Antiguo Testamento: «Santos seréis, porque santo soy Yo, el Señor, vuestro Dios (Levítico 19:2).

A semejanza del Padre, nuestra manera de tratar a los demás no debe estar determinada por quiénes son ni por cómo nos tratan ellos. Dios ama a todos los seres humanos y les obsequia Su amor incluso si ellos no creen en Él, aunque lo odien. No les paga con la misma moneda, sino que los ama porque Él es amor. A nosotros también se nos exhorta a dejar atrás las reacciones motivadas por nuestros sentimientos hacia los demás, cómo nos tratan o lo que dicen. Debemos regirnos más bien por el amor de Dios, para amar como Él lo hace. Al hacer eso, reflejamos Su amor.

A lo largo de las Escrituras está claro que en la vida venidera habrá juicio y castigo para los que hayan sido malos y hayan rechazado el regalo de una relación personal con Dios posibilitada por el sacrificio de Su Hijo (Juan 3:36; Juan 5:28,29). Dios aborrece su maldad (y la nuestra también), pero los ama como personas. Por consiguiente, aunque debemos amar a las personas como Dios las ama, eso no significa que aceptemos lo que hacen o que nos parezca bien en qué se han convertido; tampoco quiere decir que nunca vayamos a hablar o adoptar una postura firme en contra de sus malas acciones y su conducta impía.

Dice Pablo: «Aborrezcan el mal; aférrense al bien» (Romanos 12:9). La ira contra el mal puede ser una cólera justa. Pero tal cólera es un aborrecimiento de las malas acciones; es aborrecer lo que Dios aborrece. No es un odio personal; está exento de malicia, de afán de venganza y de rencor.

Dios ama a todos los seres humanos, aunque pequen contra Él. Les ofrece una manera de salvarse de la ira de Él contra el pecado de ellos. La exhortación a amar a nuestros enemigos es un llamado a amarlos como Dios los ama, a quererles bien, a orar para que lleguen a conocer a ese Ser con el que pueden pasar la eternidad.

El llamado de Jesús a amar a nuestros enemigos es una exhortación a conducirnos como ciudadanos de Su reino, dejando brillar nuestra luz delante de los demás, esmerándonos por reflejar la naturaleza y manera de ser de Dios, nuestro Padre que está en los Cielos.

Publicado por primera vez en mayo de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2024. Leído por Gabriel García Valdivieso.


1 D. A. Carson, Jesus’ Sermon on the Mount and His Confrontation with the World (Grand Rapids: Baker Books, 1987), 55–56.

2 John R. W. Stott, The Message of the Sermon on the Mount (Downers Grove: InterVarsity Press, 1978), 118.

3 Stott, Message of the Sermon on the Mount, 122.

Copyright © 2024 The Family International