La gracia de Dios

octubre 4, 2022

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[The Grace of God]

El Dios de la Biblia es «el Dios de toda gracia»[1]. La gracia equivale a amor, pero un amor muy particular. Se trata de un amor que se rebaja, se sacrifica y sirve, un amor que es cortés con el descortés, generoso con el ingrato y el indigno. La gracia es el favor inmerecido, obsequiado, que quiere al que no se hace querer, busca al fugitivo, rescata al que no tiene remedio y levanta al pordiosero del muladar para que se siente entre príncipes.

Fue la gracia la que llevó a Dios a establecer Su alianza con un pueblo particular. La gracia de Dios está ligada a la alianza. Es cierto que las gracias se les otorgan a todos sin distinción. En ese sentido se las denomina Sus gracias comunes o habituales, mediante las cuales Dios concede a todos los hombres, sin discriminación, bienes tales como la razón y la conciencia, el amor y la belleza, la vida y el alimento, el matrimonio y los hijos, el trabajo y el ocio, el gobierno ordenado, aparte de muchos otros dones.

Sin embargo, el que Dios suscribiese una alianza singular con un pueblo singular podría plantearse como Su acto característico de gracia, ya que a través de él tomó la iniciativa de elegir para Sí a un pueblo y comprometerse a ser su Dios. No escogió a Israel porque fuera más grande o mejor que otros pueblos. Los escogió porque Él quiso; no porque ellos quisieran. Así lo explicó Moisés: «El Señor los ha querido y los ha escogido […], porque el Señor los ama[2].

En sus orígenes, redención no era un término teológico, sino comercial. Con frecuencia, en el Antiguo Testamento como también hoy en día, leemos sobre la redención de la tierra que había sido enajenada por su dueño o hipotecada. También había gente que necesitaba redención; por ejemplo los esclavos o los presos. En cada caso se compraba de nuevo algo o a alguien, restituyéndolo de su estado de enajenación o cautiverio. Redimir era adquirir por precio la libertad de una persona, recobrar por el pago de un precio algo que se había perdido. […]

Esas son las circunstancias del Antiguo Testamento que sirven de telón de fondo para la gran obra redentora de Jesucristo. Ahora la enajenación y cautiverio de la humanidad son de índole espiritual. Ha sido nuestro pecado —nuestra rebelión, tanto contra la autoridad del Creador como contra el bienestar del prójimo— el que nos ha esclavizado y separado de Dios. Y es que el hombre en pecado está sujeto a juicio; por nuestra rebelión, no merecemos otra cosa que la muerte.

En esa situación de indefensión y desesperanza se hizo presente Jesucristo. Al nacer asumió nuestra naturaleza y al morir nuestra culpa. En el crudo lenguaje del Nuevo Testamento primero «se hizo carne», luego Dios «lo hizo pecado» y hasta «se hizo maldición» para nosotros[3]. La verdad pura y simple es que Él tomó nuestro lugar. Se identificó de manera tan absoluta con nosotros en nuestro trance que cargó con nuestro pecado y padeció nuestra muerte. […]

Ahora se lo describe «sentado a la diestra de Dios», descansando de la obra de redención que ya consumó y coronado de gloria y honra. Obtuvo para nosotros una «eterna redención»[4]John Stott[5]

Amor que se rebaja

La gracia es favor desprovisto de mérito. La gracia es amor que se rebaja. A los que nada merecen, la gracia les entrega todo a cambio de nada[6].

Donald Barnhouse dijo: «El amor que apunta hacia arriba es adoración; el amor que apunta hacia afuera es afecto; el amor que se rebaja es gracia». La palabra que designa gracia (chen) en el Antiguo Testamento significa doblegarse. Dios se pone al nivel de los humildes[7], corre a recibir a los pecadores[8] y ama a los odiosos[9].

La gracia no se ve afectada por el grado del pecado, así como Jesús tampoco se vio afectado por el grado de enfermedad de la gente que curó. La gracia rescató al «primero» o peor entre los pecadores. De haber habido una fila de pecadores, Pablo dedujo que él habría estado en el primer puesto; así y todo, la gracia del Señor fue «más que abundante» para él[10].

La gracia auxilió a publicanos y pecadores. Jesús trabajó entre los rechazados por la élite religiosa[11]. Si bien los publicanos y pecadores no creían que la religión fuese para ellos, Jesús enseñó que la gente buena, como los fariseos, no tenía un monopolio sobre la religión. Es más, los que se consideraban buenos y justos quedaron excluidos del reino mientras que muchos que no lo habían sido accedieron a él[12]. Jesús no vino a llamar a los buenos, sino a los pecadores al arrepentimiento[13].

La gracia restituyó a los paganos y a los que transgredían la moral. En el Imperio romano no existían Las Vegas, Río ni San Francisco, pero sí Corinto. Sus ciudadanos eran ampliamente conocidos por su inmoralidad. Evangelizar en esa ciudad metió miedo en el aguerrido corazón de un veterano misionero como Pablo[14]. Seguramente pensó que estaba perdiendo el tiempo ahí. El Señor, empero, sabía lo que Pablo desconocía: Esos personajes cuyo nombre figuraba en fichas policiales pronto serían inscritos en el Cielo[15]. […]

Un Pablo ya entrado en años, que escribía su última epístola, no dudaba de la gracia de Dios: «Yo sé a quién he creído y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día»[16]. Cuando el cuerpo de Pablo ya desfallecía, Jesús le dijo: «Bástate Mi gracia»[17]. David observó: «Joven fui y he envejecido, y no he visto justo desamparado ni a su descendencia que mendigue pan»[18]. […]

Dios nos compró por una costosa suma: la vida de Jesús[19]. Cuando Jesús pagó por nosotros, nos liberó, y «si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres»[20]Allen Webster[21]

Gracia eterna

Algunos sostienen que un cristiano puede perder la salvación y no consideran que la vida eterna sea para siempre; la entienden más bien como una calidad de vida, un tipo de existencia en comunión con Dios que uno puede disfrutar por un tiempo y luego perder. Sin embargo, ese concepto no cuadra con el significado de la palabra griega aiōnios, que es la que con más frecuencia se emplea en las Escrituras para decir eterno. Aiōnios significa «sin fin, que nunca cesa, eterno».

Vida eterna contrasta con juicio, condenación y vivir separados de Dios. Los que reciben a Jesús, los que nacen de nuevo, no son condenados; han sido redimidos por la muerte de Cristo en la cruz[22].

La salvación no hace cesar el pecado en nuestra vida. Los cristianos debemos esforzarnos constantemente por vencer el pecado. Pero los seres humanos tenemos una naturaleza pecaminosa y, por tanto, pecamos; y cuando lo hacemos, debemos pedir perdón a Dios. Si bien nuestros pecados repercuten en nuestra vida espiritual, en el sentido de que afectan nuestra relación personal con Dios, no nos hacen perder la salvación. Puede que suframos a consecuencia de ellos y que nos acarreen castigos, dado que Dios, como todo buen padre, procura enseñarnos y formarnos con mucho amor; pero no por eso perdemos nuestra condición de hijos de Dios, hijos adoptivos en la familia de Dios[23].

Como hijos de Dios, somos herederos de la vida eterna. Es la herencia que se nos ha prometido en virtud de la salvación.

«Cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y Su amor para con la humanidad, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por Su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo, nuestro Salvador, para que, justificados por Su gracia, llegáramos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna»[24].

Habiendo sido justificados por Su gracia, es decir, salvados mediante el sacrificio de Jesús, somos herederos de un legado indestructible que nos espera en el Cielo y que está resguardado por el poder de Dios.

Dios nos prometió salvación; Jesús la obtuvo mediante Su muerte y Su resurrección, y el Espíritu Santo nos la garantiza. Nuestra salvación está asegurada, es permanente y eterna. Una vez que la tenemos, no la podemos perder. Puede que nuestra fe flaquee temporalmente; con todo, esas faltas de fe y de obediencia no alteran nuestro status legal de herederos, justificados por la sangre de Jesús[25]. Los que están salvados, que han aceptado a Jesús, que han nacido de nuevo, no pierden su salvación.

Los cristianos que hemos aceptado a Jesús como nuestro Salvador y hemos nacido de nuevo tenemos salvación permanente. Hemos recibido el regalo de salvación eterna que Dios nos ha obsequiado amorosamente. Tenemos vida eterna, estamos reconciliados con Dios y viviremos para siempre, todo porque Dios nos ama y Jesús murió por nosotros para que pudiésemos recibir el magnífico regalo de la salvación.

Dios es el juez justo y verdadero. Él es quien conoce el corazón y los motivos de cada uno y nos entiende al derecho y al revés. Desea que los seres humanos nos salvemos. Ama sin excepción a toda persona que ha creado y ofrece libremente Su don de la salvación para que todo el que quiera lo acepte.  Peter Amsterdam

Publicado en Áncora en octubre de 2022. Leído por Gabriel García Valdivieso.


[1] 1 Pedro 5:10.

[2] Deuteronomio 7:7,8.

[3] Juan 1:14; 2 Corintios 5:21; Gálatas 3:13.

[4] Hebreos 9:12.

[5] Understanding the Bible (Scripture Union, 1978).

[6] Efesios 2:8,9.

[7] Romanos 12:16 (BLPH).

[8] Lucas 15:20.

[9] Romanos 5:6.

[10] 1 Timoteo 1:14,15.

[11] Lucas 7:34.

[12] Mateo 21:43.

[13] Mateo 9:13.

[14] Hechos 18:9,10; 1 Corintios 2:3.

[15] Filipenses 4:3.

[16] 2 Timoteo 1:12.

[17] 2 Corintios 12:9.

[18] Salmo 37:25.

[19] Efesios 1:7.

[20] Juan 8:36.

[21] https://housetohouse.com/gods-amazing-grace.

[22] Juan 3:17,18.

[23] Hebreos 12:6,8,10,11.

[24] Tito 3:4–7.

[25] Romanos 5:9.

 

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